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Argentina: La lucha continúa

Las detenidas en la Legislatura de Buenos Aires

Crónica de la injusticia

lavaca.org

Carmen Ifrain, Margarita Meira y Marcela Sanagua están presas en el penal de Ezeiza desde hace casi dos meses, en condiciones deplorables y sin comprender aún de qué se las acusa. Marcela está con su beba, Araceli, de 18 meses. El relato de aquel 16 de julio en el que Margarita estuvo incluso en el Ministerio de Justicia presentando una denuncia por los apremios ilegales cometidos por policías de civil contra manifestantes, antes de caer en una detención televisada.

Las tres mujeres detenidas por participar en una movilización de protesta contra el Código Contravencional del 16 de julio son, en realidad, cuatro. Comparten el mismo destino de rehenes, en el mismo penal de Ezeiza, pero en diferentes pabellones. Carmen Ifrain, en el 11. Margarita Meira, en el 17. Y Marcela Sanagua, en el 15, donde también está prisionera Araceli, su pequeña hija de 18 meses.

Carmen es quien recibe en primer lugar a la delegación, formada por sus compañeras de Ammar Capital, una integrante del equipo de Educación Popular y otra de lavaca. Recibe los abrazos y el aliento, con lágrimas contenidas y esa mezcla de indignación y sabiduría que crió en los casi cincuenta días que lleva entre las rejas. Es otra Carmen, dicen sus compañeras. Y el cambio es una de las tantas cicatrices que ya le dejó esta experiencia que puso al límite sus convicciones y sus fuerzas. El resultado son esas frases contundentes con que Carmen describe sus días en prisión.

-Aquí somos un número y una bolsa de nylon negra.

El número es la identificación que las autoridades penitenciarias le otorgaron luego de recibirla, a las tres de la mañana, maloliente, hambrienta y temerosa, tras los primeros días de incomunicación en dependencias policiales. Desnuda, exhibiendo con pudor sus intimidades más profundas ('porque seré una prostituta, pero tengo mi dignidad') Carmen recibió su número y su bolsa de nylon negra.

-Desde entonces, la bolsa fue mi colchón, mi mantel, mi ropero, todo.

Carmen duerme y come en el piso de un pabellón con sesenta internas. Allí la bautizaron 'la piquetera' y hasta ella se sorprendió con el apodo con que la distinguieron esas mujeres difíciles, curtidas, desconfiadas y, muchas veces, violentas. Es que a Carmen no le destinaron cualquier pabellón, sino el más salvaje. Y desde entonces está intentando interpretar las delicadas reglas de ese juego que jamás pensó jugar y que ya juega.

Un tubo, Mickey Mouse y el rostro borrado

El momento de mayor tensión fue hace poco días, cuando el penal se quedó sin agua -es decir, sin baños, duchas, cocina, limpieza ni bebidas- durante más de 36 horas. El incipiente motín convocó al pabellón de Carmen a las autoridades, que amenazaron con lo peor: llevarlas al 'tubo'. El tubo es esa zanja de oscuridad pestilente a la que llaman celda de castigo, por la que tienen que pasar 24 horas desnudas, sin luz y sin baño. Cuenta Carmen que las sesenta mujeres estaban en fila en el pasillo, escuchando la amenaza, cuando a ella se le ocurrió que la única manera de obtener algo era ofrecer algo. Entonces fue cuando en voz alta dijo:

-Nosotras tenemos sed de agua y ustedes, sed de tubo, Dennos el agua y yo voy al tubo.

No hizo falta. Al agua la trajeron los bomberos y a Carmen la dejaron así, en ese estado en el que está hoy, preocupada por las consecuencias de haberse plantado de ese modo, y extrañada por las cosas que debe enfrentar desde aquel día en que la tomaron por la espalda, le taparon la boca y la tiraron adentro de un camión celular. Varias horas después, le dijeron porqué: averiguación de antecedentes.

Mucho más tarde, en Tribunales, le cambiaron la explicación: alteración del orden público, resistencia a la autoridad, daños y coacción agravada. Delitos que, se encargaron de remarcarle, la podían retener en la cárcel entre 5 y 8 años.

Durante los casi tres días que pasó en la comisaría, solo recibió un atado de cigarrillos, una gaseosa y un poncho marrón. Recién comió al quinto día, cuando unas compañeras del pabellón le prestaron un plato descartable y una porción de arroz. También le hablaron por primera vez de Mickey Mouse, el apodo tumbero con que las mujeres refieren a las ratas gigantes que les hacen frente. Carmen sonríe con la anécdota y abre las manos para dar la idea de la medida de esos bichos con nombre propio. El hueco entre sus manos es de medio metro.

-A veces a la noche cierro los ojos y trato de acordarme. Pero no siempre puedo. Se me está borrando la cara de mi hijo.

Contra todo eso lucha Carmen desde hacer cincuenta días, mientras intenta llenar los agujeros, jugando ese juego imposible que la desgasta y fortalece al mismo tiempo.

Parte de la locura

Otro edificio, otra oficina impersonal y otras guardias traen a Margarita, Marcela y su beba Araceli, de 18 meses, aferrada a su mamá como desde hace quince días, cuando a Marcela le permitieron tenerla con ella. Araceli todavía toma teta y todavía llora si no la ve, producto de ese largo mes en que estuvieron por la fuerza separadas. Marcela tiene otro hijo de nueve años que viene a visitarla todas las semanas.

Tiene, también, intactas las preguntas que le surgieron en el mismo minuto de la detención, cuando creyó que la mujer de civil que le doblaba el brazo estaba confundida:

-Yo pagué el chicle y los caramelos. Podés preguntarle a la chica del kiosco- dice que le dijo cuando la agarró.

Marcela es delgada, bonita, expresiva. Aún pálida y ojerosa, se la ve vital. Todavía no logró que su hija despeje los fantasmas del miedo y acepté pasar unas horas en el jardín del penal para poder concurrir a algún taller que le permita sacarse de la cabeza esa pregunta incisiva que se le pegó aquel día:

-¿Me querés decir qué clase de justicia es esta? ¿Me querés decir cómo nos tienen acá sin haber hecho nada? Nosotras estuvimos todo el tiempo en el mástil, lejos del quilombo porque teníamos miedo de que nos peguen. La jueza no tiene uno, sino trece videos y yo sé, yo sí que sé, que no puede tener una sola prueba en nuestra contra. ¿Me querés decir entonces cómo es que nos tiene acá desde hace casi dos meses? ¿De qué justicia me hablan?

La única que responde es Margarita:

-Creo que la vida nos trajo hasta acá para hacernos ver una realidad que ni nos imaginábamos. El 25 por ciento de la población de este penal tiene causas armadas por la policía. Nunca ni soñé una locura así. Y de esa locura ahora nosotras somos parte.

La televisión y la policía

Margarita es vendedora ambulante, presidente del Grupo Madres de Constitución y alma mater del comedor comunitario de ese barrio. Tiene 54 años, un corazón demasiado grande (anatómicamente hablando) y los pulmones operados por un cáncer. Esos males fueron los que la llevaron a sentarse en el bar de la esquina de la Legislatura el día de la protesta. Junto al mozo y el dueño del local, miraron por televisión los desbandes, mientras ella tomaba un café y, cada tanto, se asomaba por la puertita de la persiana baja del bar, para ver si llegaba un viejo amigo de su familia, el abogado Jorge Samudio. Lo ubicó cerca de las dos de la tarde y decidieron ir para su casa, porque Margarita no estaba para corridas ni gases.

-Caminamos por Diagonal Sur y cuando llegamos a Bolívar, vimos cómo un hombre mayor, bastante gordito, era atacado a patadas y palos por unos hombres de civil. Le pegaron tan salvajemente que cuando quisieron llevárselo, el hombre estaba medio desmayado y arrastraba las patas. Los seguimos, a los gritos, para qué lo larguen y cuando lo metieron adentro de un patrullero nos dimos cuenta que quienes le pegaban eran policías. A esa altura estábamos casi en la esquina del Colegio Nacional Buenos Aires y había tres chicos jovencitos mirando, con nosotros, todo lo que pasaba. Ahí nomás llegaron otros agentes de civil y le gritaron a los pibes que pusieran las manos en alto, los empujaron contra la pared y a los tirones, también se los llevaron.

Con el abogado decidimos que había qué hacer algo y nos fuimos a presentar una denuncia por apremios ilegales en la Comisaría 2º. Estuvimos sentados en el pasillo de la comisaría, esperando más de una hora que nos recibieran la denuncia y ni bola nos daban. Así que decidimos presentarla en el Ministerio de Justicia, que ya estaba casi cerrado. Nos recibieron en la oficina de Derechos Humanos del Ministerio. La denuncia está firmada por el doctor Samudio y yo, como testigo. Cuando terminamos, nos tomamos un taxi y volvimos a Plaza de Mayo, para buscar a mi marido y ver qué había pasado con los muchachos del sindicato. Los encontramos en la boca del subte y nos contaron que se habían llevado detenidos a varios a la Brigada de Investigaciones, cerca de la General Paz. Decidimos ir hasta allá para ver qué pasaba. Eramos unos quince, algunos de los muchachos tenían bombos, nos metimos en el subte... Cuando estábamos cruzando los molinetes, vimos que bajaba una cronista de Canal 9, que conocemos de memoria porque siempre viene a hacer las notas cuando hacemos una movilización o una protesta. La chica no termina de bajar las escaleras, que vuelve a subirlas. Al segundo, bajan unos cincuenta policías, con ella atrás. Todos estaban de civil, pero a muchos los conocemos de la calle, así que pensamos que nos iban a pedir los documentos y por eso los sacamos. La chica de Canal 9 me pone el micrófono y me pregunta: '¿Le parece bien lo que provocaron?'. Yo le contesté que esto lo habían provocado los legisladores que habían querido sesionar a nuestras espaldas, a puertas cerradas. Mientras hablaba, la policía me empujaba para que subiera las escaleras y cuando estoy arriba, con un empujón, me meten adentro de un camión celular.

Todavía no sé qué pasó con la denuncia por apremios que presentamos. Y acá me ve. En toda mi vida, debo de haber participado de unas cuarenta marchas y nunca me pasó algo como esto. Sé que lo hicieron para que no salgamos más a la calle y, también sé, que cuando salga de acá, voy a participar en todas las que pueda. Porque tengo tres hijos de 25, 20 y 12 años y no me pueden ver, después de esto, bajar los brazos. Sino ¿qué les estoy enseñando?

Las mujeres preguntan por los otros detenidos, una docena de hombres que están en Devoto, tosiendo la humedad del penal, algunos con sarna. Alguien contesta que están bien y ellas preguntan qué pensamos que va a pasar con la causa. En la misma semana en que otros cien manifestantes fueron detenidos durante una protesta contra el FMI en Plaza de Mayo, no es fácil darles lo que necesitan: algo de esperanza.