Argentina: La lucha continúa
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Mr. Gardiner
(o la dictadura de la estupidez)
Teodoro Boot
Sentarse ante un televisor en Argentina supone una experiencia más abrumadora que la haber sido televidente en la Rusia de Stalin. Allí se sabía de antemano que el único canal, estatal, sólo podía dar una versión, la oficial, de la realidad. En Argentina, en cambio, la expectativa de la diversidad, alentada por la existencia de numerosos canales tanto de aire como de cable, es frustrada por el hábito de la trasmisión en cadena, un recurso autoritario que entre nosotros tiene la peculiaridad de hacerse de modo espontáneo. Así, tras un breve lapso de trasmisión en cadena del infortunio maradoniano, los canales de aire (excepto Canal 7, estatal) y los de cable consagrados a las noticias volvieron, todos a una, a Juan Carlos Blumberg, el novedoso gurú de las madres, las novias y los señoros de bien.
Juan Carlos Blumberg se ha revelado como una versión local de Mr. Gardiner, el personaje de la novela de Jerzy Kosinsky que encarnó Peter Sellers, y con su misma impavidez arroja a la cara de sus oyentes una panoplia de lugares comunes, generalidades banales e invocaciones a la buena voluntad que, según parece, en los abotargados cerebros de sus oyentes toman la forma de verdades reveladas, fórmulas mágicas por su simplicidad, sencillez e ingenuidad, capaces de resolver cualquier problema.
Como Mr Gardiner, Juan Carlos Blumberg es una persona común llevada a la notoriedad pública por una circunstancia fortuita. Todo cuanto era razonable esperar de Mr. Gardiner eran sus conocimientos de jardinería. No era su culpa que sus circunstanciales oyentes interpretaran su receta para trasplantar una rosa como una explicación de la política internacional o pretendieran aplicar a la economía su fórmula para preparar los almácigos. Del señor Blumberg es lógico aguardar algún conocimiento de la industria textil, de la naturaleza de las telas, la calidad de los tejidos, tal vez hasta de su comercialización. Para eso se ha preparado y es seguramente un experto. Años de industria textil le han enseñado el valor del trabajo, la importancia de levantarse temprano, la necesidad de cumplir el horario laboral, lo imprescindible que resulta que cada uno, desde el aprendiz al gerente, pasando por el capataz, el contador y el maquinista, cumpla con su obligación. De no ser así, se atendrá a las consecuencias. Sí señor. El éxito es el fruto del trabajo, la indolencia es la madre de los vicios, el camino recto será recompensado. Sí señor. Sean buenos, quiéranse, respétense y en el marco de una mayor tolerancia, donde cada uno haga lo que debe hacer, todos viviremos mejor y seremos más felices. Sí señor.
Siete canales de televisión y una veintena de radios transmiten en cadena los cotidianos sermones de Mr Gardiner. Millones de televidentes, en su casa, en el trabajo, en el auto, el tren, la guardia de una comisaría, la sala de un hospital, el estrépito de un taller, el aula, la redacción, el estadio de fútbol, escuchan, deslumbrados, la sinceridad de sus palabras, la formidable oquedad de sus pensamientos, la sencillez de sus soluciones. Nadie había caído en la cuenta de que todo consiste en combatir la maleza, mantener la tierra suelta y cuidar de la humedad y el ph.
Alguno podrá preguntarse si no hay algo mal en todo esto, si acaso no merece similar trasmisión en cadena la recomendación materna, el refrán de la abuela, la opinión del médico, el regaño paterno, habida cuenta de la importancia de cuidar el nivel de coleterol o llevar un saquito por si refresca, consejos que han salvado la vida de muchos y librado del resfrío a millones.
Pero si hubiera algo no del todo cuerdo en el éxtasis colectivo, en la reverencia que despierta el lugar común, en el religioso respeto a la imbecilidad, eso no sería culpa de Mr. Gardiner, que advierte, una y mil veces a lo largo de sus letanías: "Yo no soy un experto, pero..."
Pero...
Por algún motivo, tal vez el deslumbramiento ocasionado por el fervor que parece despertar, la conjunción deja de ser adversativa, condicionante, ya ni siquiera es restrictiva. Por el contrario, la confesada ignorancia se convierte en habilitante, el pero trasmuta en por lo tanto, la lógica y el sentido común son invertidos por el lugar común, y la incompetencia y la ignorancia tornan en principio de autoridad.
"No sé nada de seguridad, pero..."
Con la misma obsesiva minuciosidad del original, nuestro Mr. Gardiner revisa proyectos de leyes, incisos, comas, puntos y paréntesis, critica códigos, veta ministros, autoriza y desautoriza, asiente con beneplácito o menea la cabeza con el desconsuelo de quien es injustamente incomprendido. En el extraño espectáculo, en el curioso fenómeno de un jardinero convertido en estadista, ministros, diputados, periodistas y hasta auténticos expertos aguardan expectantes su bendición pendientes de la más mínima de sus muecas, ansiosos como senadores romanos ante el caballo de Calígula, no porque les importe la opinión del caballo, sino temerosos del emperador demente.
Ya no hay emperadores dementes. Gracias a la evolución tecnológica han sido reemplazados por los medios de comunicación. Son ellos quienes escrutan las reacciones de Mr. Gardiner y su recepción entre las masas, y bendicen y defenestran, sin consideraciones ni criterios, imponiendo una dictadura de la estupidez.
Mr. Gardiner, en tanto, sigue impávido, recorriendo los estudios de televisión con sus papeles a cuestas, en su nuevo papel de fiscal popular. Porque hay algo innegable: por su intermedio, la sociedad argentina ha adquirido voz. Cabe esperar que alguna vez consiga tener cerebro.