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Argentina: La lucha continúa

Un negocio bien aceitado

Rodrigo Miró
El Eslabón

Mientras las ganancias de las cerealeras y aceiteras se van a las nubes, los empleados de esas empresas no pueden discutir colectivamente el nivel de sus sueldos o las condiciones de trabajo

En la primera semana de febrero, el Concejo Municipal de San Lorenzo decidió por unanimidad venderle a la empresa Molinos Río de la Plata tres cuadras de esa ciudad para que la firma pueda construir allí una nueva planta. Antes, cuando los números no cerraban, la empresa que pertenece a Goyo Pérez Companc había metido presión para convencer a los ediles sanlorencinos que se oponían a la venta de las tierras. Contrató a una consultora que pagó pautas publicitarias en los medios rosarinos, y así algunos reconocidos cagatintas locales se regocijaron con el boom de la soja y la necesidad de aprobar la venta de las calles. El fenomenal lobby incluyó al propio gobernador Jorge Obeid y a su ministro de la Producción, Cristian Desideri, visitando la controvertida zona dos días antes de la votación, mientras hablaban maravillas de Molinos. Así, la pronta consolidación de esta región como polo aceitero pareció ser por unos días la gran salida para la angustiante realidad de los que viven en el Cordón Industrial.
Tras la polémica venta de las tierras, el sindicato de aceiteros de San Lorenzo denunció a este medio que en la planta que ahora será ampliada se labura desde siempre sin convenio colectivo. Los empleados de las plantas Pecom y Molinos –de la misma firma– no pueden discutir colectivamente el nivel de sus sueldos o las condiciones de trabajo, ni elegir delegados, o hacer asambleas. "Y al que habla de afiliarse al sindicato, lo rajan", denunciaron desde el gremio. Como el procedimiento es habitual en las empresas de Molinos, temen que en la nueva planta suceda lo mismo.
Algo parecido sucede, según el mismo sindicato, en otra de las plantas que anunció inversiones millonarias, como Vicentín. Sin embargo, la dirigencia política santafesina pareció no tomar nota de que el gran entusiasmo que muestran hoy estas empresas con enorme poder económico es inversamente proporcional al interés que tienen por el futuro de la región en la que hacen sus negocios.
El caso Dreyfus. Además de la coincidencia de las patronales aceiteras a la hora del trato con los sindicatos, la apreciación anterior se hace más fuerte si se comparan los volúmenes de ventas de todas estas firmas con el nivel de los salarios que pagan.
Un ejemplo paradigmático es el de Dreyfus, la tradicional cerealera estadounidense que cuenta con una planta en General Lagos, unos 15 kilómetros al sur de Rosario. Allí se procesan diariamente cerca de 12 mil toneladas de soja –hasta hoy, la planta con mayor capacidad de procesamiento en todo el mundo–, que luego salen al exterior desde un puerto propio.
Como pasó con muchas otras empresas con capacidad para exportar, los negocios de Dreyfus en la zona crecieron mucho tras la devaluación duhaldista. Durante 2001 la firma vendió aceite, harina y pellets (todos subproductos de la soja) por 886.337.700 pesos. En 2003, el volumen de venta de la empresa creció un 298 por ciento, ya que facturó 3.534.178.612 de pesos. La ecuación es bastante simple: la curva de crecimiento de las ganancias fue similar a la del precio del dólar después del 1 a 1. En ese mismo lapso, los salarios de los trabajadores en Dreyfus no siguieron ni de cerca esa curva, y ni siquiera alcanzaron a subir al ritmo de la inflación de los precios locales. El convenio de los aceiteros sigue discutiéndose en paritarias, y apenas si se sumaron a los recibos los 250 pesos de aumento dispuestos por el gobierno nacional por sucesivos decretos.
Hoy, los apenas cien empleados que tiene la planta ganan –sin horas extras– un promedio de 800 pesos. Lo que significa que Dreyfus gasta en salarios el 0,0001923 por ciento del volumen de dinero que factura. Para las estadísticas oficiales y los contadores de la firma, el fenómeno da cuenta de "la baja del costo laboral". Desde la óptica de los empleados, mientras todos hablan del boom de la soja y ven cómo la empresa crece, lo que va al bolsillo no hizo más que achicarse.
Mucha inversión y poco laburo. En los días previos a la aprobación de la venta de tierras de la ciudad de San Lorenzo a la empresa Molinos, se habló mucho –y se exageró– sobre el rol de las futuras inversiones en el rubro en la creación de nuevas fuentes de trabajo. Antes de tirar tanta promesa y números a la bartola, aquellos que hablaron de que el boom aceitero "va a salvar el problema del desempleo en el Cordón", debieran reconocer la existencia de un fenómeno de naturaleza histórica: es cierto que existen condiciones naturales y económicas precisas para que hoy esta región pueda convertirse en el polo oleaginoso más grande del planeta; pero esta posibilidad se asienta sobre el desarrollo de un cordón industrial que en los últimos 30 años generó empresas como las aceiteras que aplican –todas– intensivamente capital pero necesitan poca mano de obra. En Dreyfus, una expresión cabal de este fenómeno, cien tipos procesan todos los días doce millones de kilos de soja –y cada tonelada se vende por un valor superior al de un sueldo mensual–.
Por lo tanto, cualquier profesor de economía honesto podría explicar lo que el gobierno provincial no se anima a admitir: la producción aceitera en la región es parte de un proceso de primarización de la economía nacional que se da desde la devaluación. No genera valor agregado –algo que sucede cuando estas mercancías ya cruzaron el Atlántico–, ni genera empleo en una escala acorde a las inversiones realizadas.
Además, antes de brindar por los millones invertidos para la apertura de inmensas plantas aceiteras, los inquilinos de la Casa Gris deberían explicar por qué ninguna de estas grandes empresas pagan a la provincia el impuesto a los Ingresos Brutos, tributo que abona cualquier santafesino que realiza alguna actividad económica.
En síntesis, un gran negocio para pocos, los dueños de estas enormes empresas y de los puertos, a los que dificilmente se les caiga un grano. Nada indica que acá vaya a darse la mentada teoría del derrame