Argentina: La lucha continúa
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El nombre de Dios
Teodoro Boot
Causa popular
En la sede Malvinas del club Argentinos Juniors hay carteles con esta
leyenda: "Está prohibido el uso de camisetas de otros equipos"
A primera vista desconcierta y provoca cierta molestia: ¿Quién le ha dado a esta
gente el derecho a determinar cómo uno debe vestirse? Una breve reflexión
permite poner las cosas en perspectiva: siendo las instalaciones de un club,
sería una imperdonable descortesía entrar en ellas vistiendo la casaca de un
club rival, razón por la que la comisión directiva no sólo tiene derecho, tiene
el deber de colocar esos mensajes de advertencia y tomar las medidas
pertinentes.
La comisión directiva de Argentinos Juniors se conforma con establecer qué está
mal dentro de los límites del club. No va más allá.
Ningún directivo de Argentinos Juniors pretendió alguna vez prohibir el uso de
camisetas de otros equipos en el barrio de la Paternal.
Primer conclusión: los directivos de Argentinos Juniors están en su sano juicio.
Segunda conclusión: los obispos deberían aprender de ellos.
Algunos obispos, curas y clericales amateurs (que son los peores) pretenden (y
consiguen) determinar el modo en que deben vivir personas que no tienen nada que
ver con ellos.
Hablamos de los católicos porque nos referimos a nuestro país, pero la insólita
pretensión no les es exclusiva: religiosos musulmanes condenaron a muerte a un
escritor que a su juicio había cometido blasfemia al aludir al Profeta en tono
que consideraron poco apropiado. También ocurre que, en muchos países, un texto
religioso como el Corán sigue siendo usado como código de justicia. Para algunos
religiosos judíos, en cambio, ése debería ser la Torá, y su predicamento es
creciente en Israel, donde tal insistencia no contribuye mucho que digamos a
tornar pacífica la difícil convivencia en un territorio de colectividades de
diversos orígenes y variadas creencias.
Cada uno de esos grupos religiosos habla en nombre de Dios. Nada menos.
Podemos aquí extraer una tercer conclusión: la arrogancia no es exclusiva de los
religiosos católicos.
Sin embargo, en nuestro país, donde imanes y rabinos se comportan casi tan
normalmente como los directivos de Argentinos Juniors, es la arrogancia católica
con la que tenemos que lidiar. Curas y obispos opinan sobre todo –respetable
derecho de cualquier ciudadano– pero pretenden mandar sobre todo, mucho más allá
de sus instalaciones y de sus asociados, exactamente como si a Mauricio Macri se
le diera por prohibir en todo el ámbito de la ciudad de Buenos Aires el uso de
cualquier camiseta que no sea la xeneize.
Confiamos en que no sea ese el propósito que lo mueve a aspirar a la jefatura de
gobierno de la ciudad.
Con mucha frecuencia, la prédica religiosa, la necia insistencia de los
religiosos en pretender que todos seamos de esa condición, temible primer paso
para obligar a que todos profesemos sus mismas creencias, perjudica enormemente
a la sociedad y a las personas que la integran.
Las objeciones clericales a la discusión de una ley que facilitara el derecho
individual a decidir sobre la propia reproducción llevó meses e insumió una
ingente cantidad de horas de trabajo a personas que podrían haber ocupado ese
tiempo en actividades más útiles. Muchos legisladores porteños con sus
oportunistas espíritus henchidos de ínfulas religiosas han querido impedir que
en las escuelas públicas se impartan clases de educación sexual. Para ellos, esa
es una atribución exclusivamente paterna, pueril argumento que podría extenderse
a la enseñanza de las matemáticas, la geografía o la historia, de manera que
cada padre podría decidir qué aprenden sus hijos y qué conocimiento les está
vedado, al menos hasta la mayoría de edad.
En cabal conocimiento de que se evitarían más de 300 mil muertes anuales, con la
paradójica excusa de estar protegiendo el derecho a la vida, obispos y
clericales se oponen a que se reglamente el aborto, con el ciego apasionamiento
de quien cree que esa reglamentación lo tornaría obligatorio. Un poco de
humildad y sentido común les permitiría reconocer que otro tanto hicieron con la
sanción de la ley de divorcio, tras la que no aumentaron las separaciones y sí
lo hicieron las uniones legales.
Los obispos deben creer que las mujeres comunes son imbéciles capaces de marchar
alegremente a practicarse abortos por el solo hecho de que no sea ilegal.
Sólo ellos son capaces de entender a Dios.
En nombre de Dios suele perpetrarse una variada cantidad de crímenes. Tal
precisamente el leit-motiv de una obra de León Ferrari exhibida en el Centro
Cultural Recoleta que despertó las iras de curas y obispos, que en un rapto de
fundamentalismo demodeé, la tildaron de blasfema.
Realizada en 1965 con la obvia intención de criticar los bombardeos con que en
ese entonces las fuerzas estadounidenses asolaban Vietnam, muestra a Jesús
crucificado a un cazabombardero. El título: Civilización occidental y cristiana.
Cuesta entender qué ha ofendido a los religiosos que, dicho sea de paso, bien
podrían evitar el sentirse ofendidos mediante el sencillo expediente de
abstenerse de visitar la muestra; hasta donde hemos podido informarnos, no es de
asistencia obligatoria.
¿Qué es lo que los ha ofendido tanto? ¿Qué Jesús esté crucificado a un avión de
guerra? ¿Qué diferencia hay a mostrarlo crucificado a una tabla?
¿Es acaso el título de la obra?
De ser así, debería recordarse que ese masivo crimen contra la humanidad se
llevó a cabo con la pretensión de defender los valores de una supuesta
civilización occidental y cristiana, representados para el caso, por los
intereses industriales y militares estadounidenses.
¿Qué ofende a los obispos, si la iglesia no tuvo la menor participación en
ese crimen? Por el contrario, habla muy a su favor el hecho de haberlo
condenado en cada oportunidad que se le presentó, de la misma manera que el Papa
ha condenado varias veces la masacre que actualmente se lleva a cabo en Irak
también en nombre de Dios.
Pareciera ser que los religiosos quieren que los crímenes en nombre de Dios sean
de su exclusiva competencia. Debemos admitir que, si no exclusividad, ostentan
records en la materia, que se muestran siempre deseosos de superar. Lo lograrán,
ya que, excepto una guerra nuclear, nada garantiza mayor cantidad de muertes que
las campañas religiosas para oponerse a las políticas que procuran evitar la
propagación del Sida.
Hay una enseñanza en esto, según se lo mire.
El principal agente difusor del Sida es la ignorancia. El conocimiento sobre la
enfermedad y sus formas de contagio permite que las personas puedan tomar las
debidas precauciones y evitar verse afectadas por el virus, pero los religiosos,
de casi todas las creencias, insisten cruelmente en impedir tanto el
conocimiento como las precauciones.
¿Dios es crueldad e ignorancia?
Difícil que sea así, pero su nombre es invocado para perpetrar los mayores
crímenes y preservar la ignorancia.
El asunto cobra mayor gravedad y ha de ofender verdaderamente a Dios cuando son
los propios hombres de Dios quienes lo invocan con tan crueles consecuencias.
Es una pena que algunas obras pictóricas se hayan extraviado, si es que alguna
vez existieron. Hay una del maestro flamenco Pieter Veenbes falsificada por
Griswold Porculey que sería muy instructiva para nuestros hombres de Fe.
Si bien la original ya no existe, Porculey la reprodujo en forma tan magistral
que ni los mejores expertos habrían sido capaces de distinguirlas, siempre y
cuando, eso sí, llevado por su obsesión del momento, el falsificador hubiera
evitado incluir entre los personajes del cuadro a Cleo Marlahy, la adolescente
con quien entonces convivía.
Se trata de un óleo de unos noventa centímetros de lado que muestra una escena
medieval: un hombre flaco de panza redonda, con ropas de bufón de varios
colores, gorra y cascabeles, baila por el camino tocando una flauta. El camino
lleva a una zona oscura, a la derecha. Detrás del bufón marcha un grupo de
personas con rostros tensos y miradas fijas. Parecen representar una gran
variedad de tipos humanos: un monje gordo, un alto caballero con armadura, un
dignatario ricamente ataviado, Cleo Marlahy mirando por sobre su hombro tal como
Dios la trajo al mundo, un labriego con una azada, una mujer baja y robusta, con
una cesta de mercado, etcétera etcétera.
El original de Veenbes y la falsificación de Porculey llevan el mismo título:
La estupidez conduce al hombre a la ruina.