En una escuela de La Matanza surgió la primera promoción de
adultos alfabetizados a partir de un
programa originado en Cuba. Las clases están a
cargo de una red que integran grupos piqueteros, asociaciones vecinales
y otras ONG La directora de la escuela 105 de La Matanza ha decidido que hoy
irá al colegio con su papá. En una
señal de que la ocasión es importante, se ha
soltado el pelo, largo y oscuro, y puesto una camisa entallada. Así
llega, a las corridas y un poco tarde,
al edificio ubicado sobre la única calle
asfaltada de la zona, para buscar el aula donde un grupo de alumnos la
está esperando. Son siete adultos, seis
mujeres y un hombre: un curso especial en
su último día de clases.
La directora se llama Cristina Ibalo y
su escuela es parte de una red de
organizaciones sociales que este año pusieron en marcha un programa
especial de alfabetización. Los grupos
que se sumaron a la iniciativa (movimientos
piqueteros, ONG, asociaciones vecinales) tomaron el compromiso de no
darle difusión hasta que el trabajo
estuviera avanzado. Milagrosamente, todos
mantuvieron la promesa.
Ahora, en esta escuela, la primera
promoción está a punto de recibirse.
Desde la puerta, la directora saluda a los alumnos, pide permiso para escuchar la clase con el papá y los dos se
acomodan a un costado del aula.
Casi todos los que están en su interior son padres o abuelos con chicos en la primaria. Cuentan que se pasaron la vida
ocultando que no sabían leer,
disimulando.
"Tomé un montón de colectivos
equivocados por no poder leer. Tenía que andar
preguntando y era muy vergonzoso", dice Ignacio, de 55 años.
"Cuando vinimos de Formosa ya era
grande para ir a la escuela. Una vez, recién llegado, entré al baño de un bar y me sacaron a los empujones por haberme
metido en el de las mujeres. Cuando
viajaba en el colectivo veía a los que iban
leyendo y decía '¿por qué me habrá tocado a mí no saber?'. Me daba
envidia." Sara, de 73 años,
conocía las letras, "pero no podía unirlas para leer de corrido", dice. Sentada en el pupitre
de al lado, Rosa cuenta que viene de
una familia de zafreros. "Cuando era chica, los que servíamos para
trabajar no íbamos al colegio. Mis
hermanas llegaron a segundo grado. Yo era menudita y así llegué hasta cuarto. Aprendí las letras pero después me
olvidé." Al fondo del aula hay
varios chicos: son hijos de las mamás más jóvenes del curso, aunque ellas, reservadas, no cuentan casi nada de su
historia.
El programa de alfabetización fue
diseñado en Cuba, que a través del
Instituto Pedagógico Latinoamericano y del Caribe (Iplac) financió parte
de su implementación, donando el
material de estudio (en video) y un centenar
de equipos (televisores y caseteras). El programa se está implementando
en 6 países de Latinoamérica. Son 65
clases, cada una de media hora. Para darlas
no hacen falta maestros, sino que cualquier persona que sepa leer y
escribir puede conducirlo como
facilitadora.
Aquí, el sistema funciona a partir de
una red que integran el Servicio de Paz
y Justicia, la Federación Argentina de ONG, el Movimiento Teresa Rodríguez, Barrios de Pie, el Movimiento de
Jubilados y Desocupados, el MTD Aníbal
Verón y el Movimiento Territorial de Liberación.
Letras y números El método de enseñanza parte de una idea
sencilla: todo el mundo conoce los
números, aún quienes no saben leer ni escribir. Los números se aprenden
al manejar dinero. En el curso, las
letras se enseñan vinculadas a ellos: la a
es el 1, la e el 2, la i el 3.
La primera clase es de presentación. En
la segunda se aprende a sostener el
lápiz y hacer trazos. Cuando llegan a la clase 15, los alumnos ya pueden leer. En la última, al término de cuatro
meses, escriben oraciones.
Todo el curso en video es una
telenovela en la que un grupo de actores
representa a una maestra y sus alumnos. Son personajes comunes, un poco gordos, vestidos de manera no muy elegante,
sin ningún peinado depeluquería y uno
enseguida se identifica con ellos. En la clase que ahora empieza en la pantalla del televisor es el día de la
despedida. Para mostrar sus avances,
los alumnos le escriben a la maestra una carta de agradecimiento.
También los estudiantes de la escuela
105, que miran la escena, han aprendido
y copian el texto en sus cuadernos. El papá de la directora mira el capítulo absorto. En el aula hay además
un grupo de visitas -entre ellos
Página/12- que han sido invitadas por el curso. José, el
facilitador, acompaña la proyección del
video con algunas explicaciones. Cuando la clase termina, los del aula están un poco emocionados. Al fondo, una de
las mujeres ha sacado un pañuelo y se
suena la nariz.
Todo indica que José, igual que la
maestra de la pantalla, también va a
despedirse. Pero hace algo fuera de programa: propone a sus alumnos que
lean una serie de palabras escritas en
el pizarrón, para que muestren sus logros.
"¿Quién se anima?", pregunta y se producen uno o dos segundos de
silencio.
"No hace falta", interviene
una de las visitas desde el fondo. "Somos
muchos, no nos conocemos, nos vamos a poner todos nerviosos." Pero
José insiste y le pregunta a Ignacio si
quisiera empezar.
Ignacio lee: "mesa",
"taxi". Otros lo siguen con mayor dificultad. Sólo la directora, al borde de la silla y con la
espalda muy derecha, mantiene una
sonrisa de oreja a oreja. Una de las mujeres reconoce la Ve, luego la
A, forma la sílaba va.
-Vaca -anuncia finalmente. En el aire
hay alivio y hay festejo. La clase
terminará poco después.
La directora cree que este curso fue
una bisagra en la historia de su
escuela. "Invité a mi papá porque él aprendió a leer de
grande", cuenta a la salida, en la
puerta del edificio. "Yo era una nena cuando me enteré: le robé la libreta de enrolamiento y al abrirla
leí que le habían puesto 'no sabe
firmar'." El papá asiente.
"Fue cuando hice la colimba", dice. "Me hicieron poner la huella digital y abajo la frase, 'no sabe
firmar'." Después solamente
sonríe: "Qué bruto fue el hombre que hizo eso ¿no le parece?".