27 de marzo del 2002
Los atacantes suicidas están haciendo
cola
Uri Avnery
Traducido para Rebelión por Germán Leyens
Cuando todo un pueblo hierve encolerizado, se convierte en un enemigo peligroso,
porque la cólera no obedece órdenes. Cuando existe en los corazones
de millones de personas, no puede ser detenida apretando un botón. Cuando
esa cólera se desborda, crea atacantes suicidas - bombas humanas alimentadas
por el poder de la furia, contra el que no hay defensa alguna. Una persona que
ha renunciado a la vida, que no busca rutas de escape, posee la libertad de hacer
lo que le dicta su mente perturbada. Algunos de los atacantes suicidas mueren
antes de llegar a su objetivo, pero cuando hay cientos, miles, no existen medios
militares que puedan restaurar la seguridad.
Las acciones del General Mofaz durante el mes pasado han llevado esa cólera
a un extremo sin precedentes y la ha inculcado a los corazones de cada palestino,
sea un profesor universitario o un niño de la calle, una dueña de
casa o una colegiala, un izquierdista o un fundamentalista. Cuando los tanques
se comportan como enajenados en el centro de una ciudad, aplastando coches y destruyendo
muros, destrozando las calles, disparando indiscriminadamente en todas direcciones,
causando pánico a toda una población - provocan una cólera
impotente. Cuando los soldados pasan a través de un muro destrozándolo
y penetran en la sala de estar de una familia, causando un choque a los niños
y a los adultos, registrando sus pertenencias, destruyendo los frutos de una vida
de duro trabajo, y luego destruyen el muro al departamento vecino para causar
estragos allí - provocan una cólera impotente. Cuando los soldados
disparan contra todo lo que se mueve, por pánico, por desorden, o porque
Sharon les dijo que "causaran pérdidas" - provocan una cólera impotente.
Cuando los oficiales ordenan que se dispare contra ambulancias, matando a médicos
y paramédicos empeñados en salvar las vidas de heridos, dejando
que se desangren hasta morir - provocan una cólera impotente. Cuando semejantes
actos, y miles más de la misma calaña, humillan a todo un pueblo,
marcando sus corazones - provocan una cólera impotente.
Y entonces sucede que la cólera ya no es impotente en absoluto. Los atacantes
suicidas salen a vengarse, con todo un pueblo que los bendice y que se alegra
con cada israelí que es matado, soldado o colono, una muchacha en un autobús
o un joven en una discoteca.
El público israelí se queda perplejo ante este fenómeno.
No puede comprenderlo porque no sabe (y tal vez no quiere saber) lo que ha sucedido
en las ciudades y aldeas palestinas. Le han llegado sólo débiles
ecos de lo que realmente sucedió. Los medios obedientes suprimen la información,
o la diluyen hasta que el monstruo parece ser una mascota inofensiva. La televisión,
que ahora está sometida a una censura de estilo soviético, no informa
a sus espectadores de lo que sucede. Si a alguien se le permite que diga unas
palabras al respecto, por cumplir con el "equilibrio," sus palabras son ahogadas
en un mar de palabreo de los políticos, con comentaristas que actúan
como portavoces inoficiosos, y con los generales que causaron todo el descalabro.
Los generales contemplan sin poder hacer nada una lucha que no comprenden y hacen
declaraciones arrogantes, divorciadas de la realidad. Dichos como "hemos interceptado
ataques," "Les hemos dado una lección," "Hemos destruido la infraestructura
del terrorismo," muestran una falta infantil de comprensión de lo que están
haciendo. Lejos de "destruir la infraestructura del terrorismo," han edificado
un invernadero para criar atacantes suicidas. Una persona cuyo amado hermano ha
sido asesinado, cuya casa ha sido destruida en una orgía de vandalismo,
que ha sido mortalmente humillada ante sus niños, sale al mercado, se compra
un rifle por 40 mil shekels (algunos venden su coche para hacerlo) y parte a vengarse.
"Denme un odio gris como un saco," escribió nuestro poeta, Nathan Alterman,
hirviendo de indignación contra los alemanes. Un odio gris como un saco
está presente ahora por doquier. Bandas de hombres armados circulan ahora
por las ciudades y aldeas de Cisjordania y de la Franja de Gaza, con y sin máscaras
negras, (obtenibles por 10 shekels en los mercados). Esas bandas no pertenecen
a ninguna organización. Miembros del Fatah, de Hamás y del Yihád
se unen para planear ataques, sin que les importen las instituciones establecidas.
El que crea que Arafat puede apretar un botón y detenerlos vive en un mundo
imaginario. Arafat es su adorado líder, ahora más que nunca, pero
cuando un pueblo hierve de cólera, él tampoco puede detenerlo. En
el mejor caso, la olla a presión puede enfriarse lentamente, si se persuade
a la mayoría del pueblo de que su honor ha sido restaurado y su liberación
garantizada. Entonces el apoyo público para los "terroristas" disminuirá,
serán aislados y se debilitarán. Es lo que ha sucedido en el pasado.
Durante el período de Oslo también hubo ataques, pero fueron realizados
por disidentes, fanáticos, y la aversión pública en su contra
limitó los daños que causaron.
Los políticos estadounidenses, como los oficiales israelíes no comprenden
lo que están haciendo. Cuando un altanero vicepresidente dicta condiciones
humillantes para una reunión con Arafat, está echándole aceite
a las llamas. Una persona que carece de empatía para los sufrimientos del
pueblo ocupado, que no comprende su condición, haría mejor en callarse.
Porque cada una de esas humillaciones mata a docenas de israelíes. Después
de todo, los atacantes suicidas están haciendo cola.
Uri Avnery, 23 de marzo de 2002