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Iraq en el colimador del imperio
ELSON CONCEPCIÓN PÉREZ
Con la arrogancia que los caracteriza, los máximos dirigentes de Estados
Unidos han proclamado que Washington tendrá un fuerte apoyo interno y
externo para un ataque contra Iraq o cualquier otro país.
El propio presidente, George W. Bush, y el secretario de Estado, Colin Powell,
al hablar sobre acciones antiterroristas futuras, aseguraron que su gobierno
estaba dispuesto a derrocar a Saddam Hussein.
A estas amenazas se unen ahora, las revelaciones hechas por la prensa británica
respecto a que en abril próximo, el primer ministro de Gran Bretaña,
Tony Blair, sostendrá una reunión con Bush, en Washington, para
"ultimar los detalles" de los ataques contra Iraq.
Ahora bien, ¿por qué Iraq?
No hay dudas de que en todas estas guerras, el aspecto estratégico del
interés norteamericano, juega un papel determinante.
Si Afganistán posee una de las mayores reservas de gas a nivel planetario,
Iraq las tiene de petróleo, además de ocupar geográficamente
un espacio vital, tanto por sus extensas fronteras como por su posición
contraria a los intereses de Washington coincidente a la de algunos países
vecinos.
UN POCO DE HISTORIA
El 2 de agosto de 1990, con el argumento de que tanto Kuwait como los Emiratos
Árabes estaban produciendo petróleo por encima de las cuotas oficiales
en una conspiración con el gobierno de Estados Unidos para reducir el
precio internacional del hidrocarburo, un contingente militar iraquí
cruzó la desértica frontera con Kuwait, iniciándose con
ello el primer conflicto internacional posterior a la llamada Guerra fría.
Unos meses después, ya en 1991, Estados Unidos lanzó un aparatoso
y masivo ataque militar contra Iraq, operación que llamó "Tormenta
del desierto".
El Pentágono estadounidense, en algo que pareció más una
exhibición que una guerra, puso en práctica artefactos militares
de última generación y ensayó todos los medios a su alcance
contra la población iraquí.
Miles de ciudadanos murieron directamente a consecuencia de los bombardeos norteamericanos,
pero, además, los ataques destruyeron los sistemas de distribución
y purificación de las aguas; electricidad, instalaciones hospitalarias
y otras.
Durante aquellas acciones que se prolongaron por un mes, tuvieron lugar lo que
Estados Unidos ha bautizado desde entonces como "errores colaterales", en los
que incurría su aviación militar cuando atacaba directamente instalaciones
civiles.
La opinión pública internacional no debe olvidar aquel ataque
a un refugio en Amiriya que dejó más de 400 civiles muertos.
Otro beneficio para Estados Unidos salido de aquella feroz agresión contra
Iraq fue la multimillonaria venta de armas a naciones vecinas del Golfo que,
con el pretexto de defenderse de una posible incursión iraquí,
adquirieron cantidades de aviones de combate y armamentos de todo tipo, salidos
del Complejo Militar Industrial norteamericano.
Washington, cuando retiró sus fuerzas de Iraq, se acordó de la
existencia del Consejo de Seguridad de la ONU, y logró que este impusiera
un férreo embargo económico y comercial a Bagdad, cuyo saldo —para
vergüenza del mundo— es la muerte por falta de alimentos y medicinas de
más de un millón de niños y ancianos iraquíes.
A todo esto habría que añadir las grandes cantidades de uranio
empobrecido en las bombas y municiones utilizadas por Estados Unidos contra
Iraq en la llamada "guerra del Golfo" que han provocado enfermedades como la
leucemia, con una mortalidad del 100 por ciento de los afectados y otras que
nunca antes se conocieran en aquel país.
Téngase en cuenta que, según reconoce el propio Pentágono,
en Iraq se lanzaron 860 000 proyectiles con un contenido de 320 toneladas de
uranio empobrecido, que en el futuro permanecerán contaminando el medio
ambiente.
También, la agresión y las sanciones han provocado que la mortalidad
infantil se haya disparado allí hasta los 108 niños fallecidos
antes de cumplir su primer año por cada 1 000 que nacen vivos.
EXIGENCIAS Y HUMILLACIONES
A Bagdad se le impusieron además, condiciones humillantes como la de
una llamada zona de exclusión aérea al norte y sur de su propio
territorio, que casi a diario utiliza la aviación norteamericana y británica
para lanzar ataques que continúan matando civiles y destruyendo instalaciones
iraquíes.
Más tarde, Estados Unidos y Gran Bretaña volvieron a emprenderla
contra la víctima, esta vez imponiendo a la ONU el envío de un
grupo de inspectores para verificar la presencia o no de armas de destrucción
masiva.
Otra vejación más y otra vergüenza para la propia ONU, cuando
se supo que varios de aquellos supuestos inspectores y su jefe, eran espías
de Estados Unidos, que habían utilizado una vez más a la organización
mundial y sus mecanismos para hacer labor al servicio del imperio.
Luego que los propios inspectores reconocieran su actividad de espionaje y que
Iraq, como era lógico, los expulsara del país, Occidente hizo
mutis del vergonzoso incidente, y la atención se centró nuevamente
en exigir que Bagdad dejara revisar hasta sus palacios y demás centros
culturales para buscar las supuestas armas de extermino masivo que, según
Washington, el gobierno iraquí construye y oculta.
Ahora en sus nuevas amenazas y los preparativos urgentes para atacar a Iraq,
Estados Unidos utiliza ambos pretextos para justificar ante el mundo la eventual
agresión, que muchos consideran inminente, a pesar del poco entusiasmo
mostrado hasta el momento por parte de la ONU y la Unión Europea en acompañarlos
en esta nueva aventura.