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24 de marzo del 2002
Las vistas desde Beit El
Gideon Levy
Ha'aretz
Traducido para Rebelión por Luis Berrizbeitia
No es arriesgado suponer que la mayoría de los israelíes
nunca han visitado ni visitarán el asentamiento de Beit El. Por ello,
no tienen idea de lo que un habitante de ese gran asentamiento ve cuando abre
su ventana. Hacia el Este, el colono sólo ve instalaciones militares.
La carretera que conduce a su comunidad atraviesa una enorme base del Ejército
israelí que antaño fue el Centro de Maniobras nº 4 y hoy es cuartel
general del impresionante contingente que custodia Beit El y sus alrededores.
Así, la carretera por la que el colono accede a su hogar atraviesa un
bosque de tanques y depósitos de municiones que dejan un sabor inquietante.
Hacia Poniente, el colono puede ver una carretera desolada salpicada de piedras
y obstáculos de tierra. Se trata de la antigua carretera Ramallah-Nablus,
la autopista que se convirtió en carretera abandonada cuando las autoridades
israelíes decretaron su cierre. Si el colono escudriña la distancia,
verá manchas amarillas a ambos lados de la carretera que atraviesa el
valle que se extiende a sus pies. Son taxis palestinos que viajan por sucias
carreteras secundarias para transportar al puñado de paisanos que sortean
a pie los controles militares. Haga viento o haga frío, sea cual sea
la temperatura, avanzan abriéndose paso de control a control. Es su única
opción.
Un poco hacia el norte, a ambos lados de la carretera abandonada, se alza una
gran masa de casas horriblemente populosas y destartaladas, rodeadas por una
valla que imprime al conjunto la apariencia de una prisión. Es el hogar
de cerca de 6.000 palestinos residentes del campo de refugiados de Jalazun,
obligados durante meses a permanecer encerrados en el interior de su campo.
De vez en cuando se deslizan subrepticiamente al exterior a pie a través
de los cauces secos de los arroyos, exponiéndose a recibir los disparos
de los soldados israelíes, como ha ocurrido ya en más de una ocasión.
Salir del campo en coche es, por supuesto, un sueño irrealizable.
Inermes y sin esperanza, estas gentes que ha sufrido ya en dos ocasiones los
embates del destino -en 1948 y en 1967-, se ven ahora privadas de la libertad
de movimiento y de sus miserables medios de subsistencia. Atrapados en el interior
de su campo, no pueden hacer otra cosa que admirar con envidia el próspero
y espacioso mega-asentamiento que ha brotado delante de sus narices.
Un poco hacia el sur de Jalazun el colono puede ver el control militar de Surda,
donde hace aproximadamente dos semanas un soldado israelí fue abatido
mientras protegía el asentamiento de Beit El. Hacia el sudoeste de ese
punto, aunque ya fuera del alcance de su vista, se halla el control militar
de Ein Ariq, más cerrado y fortificado que nunca; es aquí donde
perdieron la vida seis soldados israelíes estacionados en el puesto de
control para proteger al puñado de residentes de Dolev y Ralmon, vecinos
del colono de Beit El.
En dirección noroeste se encuentra el campus de la universdad de Bir
Zeit. El sueño de miles de jóvenes palestinos, el mismo sueño
que acarician los jóvenes de Beit El -adquirir una educación y
una vocación-, ha sido aparcado. La universidad sufre constantes cierres
y reaperturas y los dos últimos años académicos se han
resentido de los efectos perturbadores de los controles militares. La única
forma de acceder al campus -cuando es posible hacerlo-es a pie.
Echemos un vistazo hacia el Este: cerca de la corte militar y de las bases militares
el colono puede ver una larga hilera de palestinos caminando silenciosamente
a la vera de las vallas, a la sombra de los tanques israelíes. Niños
y ancianos, mujeres embarazadas y enfermos, avanzan acarreando sus bolsas y
canastos, aterrorizados por las torretas de los tanques. Son los habitantes
de las aldeas vecinas, que solo pueden acceder a pie a Ramallah, la ciudad más
próxima y su fuente de ingresos. Recorren un trayecto de seis o siete
kilómetros en cada dirección para trabajar, hacer las compras
o acudir al médico. A su lado circulan los automóviles de los
colonos, que ruedan cómodamente por la carretera para uso exclusivo de
judíos.
El periodista amante de la justicia Yoav Yitzhak escribió en Ma'ariv,
no sin cierta vesanía, que constituye un serio error permitir que esos
desgraciados aldeanos caminen por las proximidades de los asentamientos, poniendo
así en peligro la seguridad de éstos; por su parte, la colona
Emuna Elon, que vive en Beit El, declaró en el programa televisivo de
Dan Shilon que su corazón se conmovía a la vista de esos peregrinos.
Quizá el espeluznante plan auspiciado por su marido Benny Elon, Ministro
de Turismo, para expulsar de sus tierras a todos esos campesinos, resolverá
definitivamente el problema. Pero al margen de esas declaraciones mojigatas,
lo cierto es que la suerte de sus vecinos no parece afectarle ni a ella ni a
sus amigos.
Tanques, controles militares, carreteras segregadas, largas hileras de gente
a pie, ambulancias traquetreando por senderos erizados de pedruscos y un sufrimiento
terrible es lo que se puede observar todos los días desde la ventana
del colono de Beit El. Pero a éste no parece afectarle.
Es difícil entender cómo, entre los 5.000 habitantes de Beit El,
no hay ni un solo hombre justo de Sodoma, nadie que se levante y admita de todo
corazón que este asentamiento, y otros como él, son la causa de
todo este sufrimiento. ¿Cómo es que ni un sólo colono de Beit
El pierde su sueño al contemplar a las mujeres embarazadas que no pueden
llegar al hospital, a los enfermos que mueren en los tortuosos y sucios caminos,
a los niños que deben caminar para visitar a su abuela el día
de su cumpleaños?
Se necesita una buena dosis de insensibilidad para poder conducir por la carretera
asfaltada que sale de casa de uno, contemplar a tanta gente obligada a caminar
entre lodo y escombros simplemente debido a la existencia de tu asentamiento,
y continuar creyendo que la justicia está de tu parte. Una gran insensibilidad
para ver todo ese sufrimiento desde tu ventana sin pestañear. La disputa
en torno a estos asentamientos no puede ser exclusivamente una discusión
política, sino que debe ser también una profunda disputa moral
por el sufrimiento humano que imponen a sus vecinos.
Sin embargo, a estas alturas ya no es solamente el sufrimiento de las poblaciones
palestinas vecinas lo que cae sobre la cabeza de los residentes de Beit El:
también lo hace la sangre de los soldados que murieron por defenderles.
Hay que proclamar la verdad: si los asentamientos de Beit El, Talmon y Dolev
no existieran, tampoco existirían los puestos de control de Ein Ariq
y Surda. Esos puestos no guardan ninguna relación con la seguridad del
Estado y los siete soldados que hasta la fecha han muerto en ellos no habrían
muerto. ¿Ni siquiera el destino de esos siete soldados hará reflexionar
a los colonos de Beit El?
Publicado en Ha'aretz, el 4-3-2002.
Traducido del texto inglés contenido en la página:
http://www.zmag.org/content/Mideast/LevyBeit.cfm