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2 de junio del 2002
Herejías en búsqueda de la paz: Pensamientos sobre Israel y Palestina
Starhawk
Traducción para Rebelión de Germán Leyens
En las ruinas de Yenín, un viejo amigo mío desentierra
cadáveres de los escombros de casas arrasadas por los bulldozers israelíes
enterrando viva a la gente. Muestran cadáveres exhumados de las ruinas:
ennegrecidos, llenos de gusanos, a los parientes para que los identifiquen.
Una muchacha adolescente encuentra un brazo de niño y se pregunta qué
hacer. Un padre palestino llora sobre las oscuras manchas de sangre que son
lo que queda de lo que fueran sus dos hijitas.
Otro amigo judío me deja un mensaje angustiado en mi teléfono
móvil: "Estoy en el centro de Washington DC. Hay una inmensa manifestación
pro-israelí. No lo entiendo. ¿Cómo pueden apoyar esto los judíos?
Sé que me puedes decir algo para inspirarme. Mándame lo que escribas."
No sabe que he estado durante semanas tratando de escribir, sin éxito,
sobre la situación. Estoy tan abrumada con las informaciones sobre las
atrocidades. También me persiguen las imágenes de los cuerpos
destrozados en una cena de Seder, en un café, de una Pascua bañada
por una nueva plaga de sangre. Estoy atemorizada y entristecida por la real
resurgencia del antisemitismo, por svásticas portadas en marchas por
la paz, por los ataques a sinagogas.
Una tercera amiga, una mujer profundamente espiritual y aliada eco feminista
de largo, me envía copia de una carta que escribió al Presidente
Bush con el título, "Firmes con Israel".
No puedo estar con ella, de ninguna manera. Y tampoco puedo, simplemente, ponerme
contra ella. No puedo estar con un Israel que tortura prisioneros, un Israel
que ha establecido una ocupación restrictiva y deshumanizante, que asesina
a dirigentes políticos por decisiones políticas, que ha desarraigado
viejos olivos para destruir la supervivencia de los palestinos, que está
cometiendo crímenes de guerra a diario; negando auxilio médico
a los heridos, disparando contra periodistas y manifestantes por la paz, bombardeando
civiles, destruyendo hogares.
Tampoco puedo vivir con los restos sangrientos de la cena de Seder, entre los
cadáveres del café, del restaurante. Pero decir, "los dos lados
se equivocan, los dos lados deben renunciar a la violencia" es ignorar la realidad
de que un lado, el lado israelí, es la cuarta potencia militar en tamaño
del mundo; que los atacantes suicidas son una reacción directa ante los
asesinatos políticos calculados y ante una brutal ocupación que
ha hecho insoportable la vida de los palestinos. Y que durante cincuenta años,
el Estado de Israel no ha protegido y apreciado los derechos, las aspiraciones
y las esperanzas de independencia de los palestinos, que podrían llevar
a la paz y la prosperidad.
Por un lado, me es incomprensible que mi amiga esté a favor de un tal
régimen, que la comunidad judía en su conjunto, compuesta de gente
que sé que es bondadosa, compasionada, y buena, pueda apoyar los tanques,
las bombas, la brutalidad.
Por otro lado, comprendo muy bien el desgarrador viaje emocional que muchos
judíos deben emprender para admitir la realidad de lo que está
haciendo Israel. Para aquellos de nosotros que crecimos ahorrando nuestros centavos
para plantar árboles en Galilea; que, bloqueados por la nieve en tormentas,
celebrábamos el Año Nuevo de los Árboles, para que coincidiera
con la época en la que los almendros florecen en los montes de Judea;
que terminábamos cada Seder con la plegaria "El próximo año
en Jerusalén," ningún otro tema es tan doloroso y triste.
Soy una judía que ha pasado su vida adulta como una voz que habla de
una religión diferente, una pagana total cuya espiritualidad se define
en la Diosa de la regeneración, no el Dios de sus padres. Para los judíos
ortodoxos, soy una hereje, lo que me otorga una cierta libertad para decir lo
que pienso. Nací, fui criada y aculturada en una comunidad judía
de la posguerra, pero no he estado inmersa en ese mundo durante muchos años.
Hablo desde los márgenes de la comunidad judía. Pero sigo siendo
judía, y la mirada desde el margen puede, a veces, ser más nítida
que desde el centro.
El San Francisco Chronicle tiene un artículo en primera plana
sobre una escuela en Gaza donde los pequeños palestinos aprenden a odiar
a los judíos. No tengo motivos para dudar de la historia, aunque me pregunto
por qué se concentran enteramente en ella, sin equilibrar la información,
digamos mencionando al Movimiento Internacional de Solidaridad, en el que juntos,
palestinos y judíos, se arriesgan en acciones no-violentas por la paz.
El odio es real, y el miedo que lo engendra también es real.
Pero la historia me hace recordar lo que me enseñaron durante mis diez
o más años de educación judía, que incluyó
un adolescente verano pasado en un kibbutz. Nunca coreábamos, "¡Muerte
a los árabes!". Nunca nos dijeron en tantas palabras: "Ódienlos".
Más bien, aprendimos a descontarlos, a no verlos, como si los palestinos
no fueran seres humanos valederos, sino más bien un obstáculo
menor en nuestro camino hacia un sueño, algo que había que apartar,
que no contaba de verdad. Nos enseñaron a enorgullecernos de los valientes
colonos y pioneros sionistas, la juventud idealista que huyó de los guetos
y de los pogromos de Europa para construir un 'nuevo' país. Y estoy orgullosa,
todavía, de sus experimentos con nuevas formas de vida, su conciencia
de los derechos de las mujeres, de su valor al abandonar sus hogares y sus familias
para escapar de la opresión.
Pero ahora comprendo que no llegaron a un sitio vacío, y que no llegaron
con la capacidad necesaria para ver y respetar y honrar verdaderamente al pueblo
de ese país. Salieron de una Europa que creía, inconmovible, en
su propia superioridad cultural y racial y que había pasado siglos apropiándose
de las tierras de pueblos más oscuros de tez. Llegaron como los conquistadores
llegaron al "Nuevo Mundo," diciendo, "Este país es nuestro por derecho,
Dios nos lo dio," La gente que había vivido allí durante esos
dos mil años de exilio constituía un impedimento. Y así
comenzó la larga letanía de justificaciones: que la tierra en
realidad no pertenecía a la población autóctona, sino a
los turcos o a los británicos; que no estaban haciendo nada con ella,
que no habían hecho florecer el desierto ni desecado los pantanos, y
que sobre todo, nos odiaban, eran educados en el odio contra nosotros, con un
odio irracional, implacable, e incambiable.
La definición para ese desvío de la mirada, ese No-Ver, es racismo.
Menos flagrante, tal vez, que corear "¡Mata!, ¡Mata!" pero con los mismos insidiosos
resultados. Pero, condenar simplemente al sionismo como racismo sin reconocer
el contexto de siglos de odio racial hacia los judíos de los que surgió,
es absolver también a aquellos que tienen sus sangres manchadas de sangre.
O peor, es apoyar la autocomplacencia de los que odian a los judíos y
de los fascistas que ahora vuelven a salir a la luz del día.
Es indudable que Israel ha servido los intereses de las potencias occidentales
en la subyugación del mundo árabe. Pero Israel también
surgió del sueño de liberación de un pueblo oprimido. Olvidar
la opresión, negar la fuerza y la belleza del sueño de una patria,
es pasar por alto toda la tragedia de lo que está sucediendo.
A menos que entendamos el sueño, no podemos comprender la pesadilla.
Yo sé lo que Israel significó durante mi infancia en los años
50 para mi familia, que seguía tambaleándose con el choque de
las revelaciones de las cámaras de gas y de los hornos, buscando todavía
noticias de sus parientes perdidos. Israel fue la restitución por todas
las pérdidas del Holocausto. Fue lo que restauró algún
sentido y alguna esperanza a un mundo atrozmente destrozado por el mal. Fue
la demostración de que los judíos no eran simplemente pasivas
víctimas sino actores en la escena de la historia, capaces de defenderse,
de hacerse cargo de su propio destino. Era el único sitio seguro, el
refugio en un mundo hostil.
Y para algunos, fue la respuesta a la angustiada pregunta, "¿Cómo puedo
creer en Dios en un mundo en el que ocurren cosas parecidas?" Reconocer la verdad
de lo que Israel está haciendo, es confrontar un dolor tan profundo y
abrumador que parece tragarse toda la esperanza, es volver a dar boqueadas en
las cámaras de sofocación en busca de un poco de aire, es cubrirnos
las caras con las cenizas de los hornos y saber que no hay redención,
que el bien no dura y el mal perdura, que nada bueno y noble emergió
que diera dignidad a esas muertes. Sólo queda el terrible ciclo de víctimas
convertidas en victimizadores, de los maltratados que perpetúan el maltrato.
Es mirarte las manos y veas el látigo, ver las botas militares en tus
propios pies.
"No hagáis la conexión nazi," advierte un grupo judío por
la paz. "Sólo fortalece a la derecha." Y la conexión nazi implora
que es imprescindible hacerla. Es verdad que los israelíes no han construido
campos de exterminio. Es verdad, aunque no directamente relevante, que otros
pueblos del mundo, a más de los judíos, han hecho y están
haciendo cosas inaceptables. Otras atrocidades ocurren todos los días.
Pero también es verdad que el tratar de borrar a un pueblo, de destruir
su cultura, sus medios de supervivencia, y su orgullo, es genocidio.
Una pálida muchacha, de aspecto deprimido, vaga por la manifestación
por la Justicia para Palestina, portando una pancarta que dice: "Mi padre sobrevivió
Auschwitz. Mis padres no. Huérfana, huí a Israel." Parte del horror
de Yenín reside en la nueva similitud entre su padre y el muchacho adolescente
desenterrado vivo de los escombros de su casa, bajo los que ahora yacen muertos
sus padres y hermanos y hermanas.
Ese paralelo es un espejo oscuro que revela con qué facilidad podemos
convertirnos en lo que más despreciamos. Si lo contemplamos con los ojos
bien abiertos, enfrentamos verdades tan dolorosas que hacen casi insoportable
el ser humano. Porque no se trata sólo de judíos y alemanes, israelíes
y palestinos, no de cómo un pueblo aislado puede encaminarse hacia el
mal. Se trata de todos nosotros. La capacidad para la crueldad, para infligir
un daño horrible, existe en todos nosotros. Todo lo que necesitamos es
sentirnos amenazados, y dejar que nuestro miedo defina a nuestro enemigo como
menos que íntegramente humano, y ya se desencadenan los horrores del
infierno.
Si no nos gusta el paralelo con los nazis, tenemos que decir no cuando tratan
de convertirnos en nazis. Debemos recordar que los nazis utilizaron el sentido
alemán de privación y pérdida que causó la I Guerra
Mundial, y admitir que nuestra auténtica persecución no nos ha
elevado a algún reino de la pureza y de la eterna inocencia. Podemos
ir más allá de la propaganda que nos enseñaron y de los
mitos de nuestra infancia y el bienestar de nuestra condición de elegidos,
para ver a los palestinos como los seres humanos integrales que son. Incluso
si para hacerlo pareciera que tenemos que volver a salir al páramo sin
que se nos tienda una mano y sin la esperanza de una tierra prometida que nos
guíe. Porque si admitimos la plena humanidad de los palestinos, si admiramos
sus conocimientos y apreciamos su cultura y queremos a sus niños, entonces
todas las justificaciones de la conquista se desvanecen. Ningún Dios,
ninguna virtud o derecho inherente, nos ha otorgado el derecho al dominio. Tenemos
la tierra porque pudimos apoderarnos de ella.
Y aunque esa admisión pareciera amenazar el propio derecho de Israel
a existir, es una amenaza mucho menor que la de agarrarnos de justificaciones
y racionalizaciones que nos impiden ver al Otro como a un ser humano. Porque
seres humanos en pleno, colocados en una situación de horrenda desesperación
pueden tornarse hacia las bombas suicidas y hacia la retribución. Los
seres humanos, humillados más allá de lo soportable, pueden tornarse
hacia la venganza. Pero los seres humanos cabales no son agentes irreflexivos
del odio. Si se les da esperanza y dignidad y un futuro en el que valga la pena
vivir, los seres humanos se inclinarán a escoger la vida. Y con seres
humanos integrales, se puede razonar, se puede negociar, se puede hacer la paz
con ellos. El páramo, el desierto, ha sido siempre el sitio en el que
nuestro pueblo ha oído la silenciosa, pequeña, voz de Dios.
Se supone que la religión nos aparte de nuestras más brutales
propensiones, que nos lleve a actuar sobre la base de la compasión y
del amor. Ahora mismo en el Oriente Próximo, la religión no está
cumpliendo su papel. Sé bien que poner en ecuación las acciones
del gobierno israelí con el judaísmo arriesga de alimentar el
antisemitismo y de borrar el gran espectro de diversidad política y espiritual
que existe en la comunidad judía mundial. Y, a pesar de todo, la cuestión
de Israel no puede ser separada del judaísmo. Nuestras plegarias por
que caiga lluvia están programadas para que coincidan con los aguaceros
sobre el Mar de Galilea. Contamos el 'omer', la recolecta sucesiva de la cosecha
en los antiguos campos que bordean el Jordán. Judíos fundamentalistas
han establecido los disputados asentamientos en los territorios ocupados y resisten
toda concesión a los palestinos. Y la corriente dominante de la comunidad
judía apoya firmemente el régimen de fuerza del gobierno de Israel.
La actual crisis representa una gran crisis espiritual dentro del judaísmo.
Escribo como una herética confesa, pero tengo bien claro que las ortodoxias
de las tres grandes religiones, junto con ateos, pragmáticos y laicos
de muchas persuasiones políticas, están empeñados en una
blasfemia que va mucho más allá de danzar desnudos alrededor de
una hoguera. Están unidos en la adoración del Dios de la Fuerza.
El Dios de la Fuerza dice que la fuerza es la respuesta en última instancia
a todo dilema, la solución de todo conflicto, 'lo único que entienden'.
El Dios de la Fuerza hace Su aparición en el Antiguo y en el Nuevo Testamento,
en el Corán, en otras Escrituras sagradas y seculares. El Dios de la
Fuerza da licencia a sus agentes para que maten, desata la guerra santa, la
yihád, la cruzada, la inquisición. El Dios de la Fuerza dice,
"Sale por el país y mata a todos sus habitantes."
Ahora bien, soy politeísta. Reconozco muchos Poderes, muchas constelaciones
de energías y fuerzas en el universo, que se originan de una profunda
interconexión y unidad, pero que tienen sus propios sabores, caracteres
y nombres. Una ventaja de ser politeísta es que uno puede escoger sus
propios dioses y diosas, reconociendo que existen poderes ávidos de sangre
y crueles, pero apartándose resueltamente de ellos. Cuando Dios te dice
que cometas alguna horrible atrocidad, siempre puedes ir a algún sitio
a pedir una segunda opinión.
Pero el monoteísmo es, desde luego, el corazón y la esencia del
judaísmo, como lo es del Islam y del Cristianismo. Pienso que el Dios
de la Fuerza es incompatible con la unidad de Dios. Porque si hay un solo Dios,
él / ella debe por definición ser el Dios de Todos, no el Dios
exclusivo de un solo pueblo. No puede simultáneamente alentar la insensibilidad
y la crueldad y ser Cristo el Dios del Amor, Alá el Clemente, o El Maleh
Rahamim, Dios pleno de Compasión. Si escoge a un pueblo, lo hace en el
mismo espíritu en el que mi compañero le confía a cada
una de sus cuatro hijas que ella es su favorita.
La situación actual es un llamado tanto a Dios como a nosotros, para
que nos desarrollemos. El judaísmo siempre ha conllevado una tradición
de forcejeo con Dios, como Jacob lo hizo con el ángel; de discutir con
Dios, como Abraham lo hizo cuando Dios quiso destruir Sodoma y Gomorra. Ver
a Dios como algo fijo, eterna e incambiablemente rígido, es, por cierto,
adorar una imagen esculpida. En lugar de hacerlo, podríamos ver a Dios
como un proceso dinámico en el que somos co- creadores del mundo que
habitamos. Estamos activamente empeñados en modelar a quién se
convierte en Dios.
Se nos ordena no hacer imágenes de Dios, porque nuestras imaginaciones
humanas siempre son limitadas y reproducirán nuestros propios defectos
y faltas y prejuicios. Un Dios el General, Dios el Gobernante, Dios el Rey,
Dios el Distribuidor de Propiedades Inmuebles, Dios el Vengador, Dios de la
Guerra Santa, Dios del Castigo, de la Retribución y de la Venganza, un
Dios que Prefiere a Un Pueblo por Sobre Todos los Demás, puede erigir,
en realidad, precisamente el propio ídolo, esa imagen truncada, de la
que se nos dice que nos apartemos. La peor herejía de todas podría
ser limitar nuestra concepción de la gran fuerza de compasión
que subyace en el mundo.
El judaísmo puede marchar a paso de carga con las autoridades israelíes
hacia el precipicio del dominio de la fuerza. Israel podría concebiblemente
exterminar atrozmente a los palestinos, y es la tendencia de su actual política.
Nada menos aplastará sus aspiraciones de independencia y libertad. Una
comunidad judía que apoyara esa solución final perdería
su alma y toda pretensión de autoridad moral. Un Israel que realizara
el genocidio no sería la patria idónea para cualquier persona
de conciencia. El sueño de Israel se convertiría en un escenario
de horror atroz y total. Y el genocidio no aportaría la seguridad a Israel:
simplemente inflamaría el odio de todo el mundo árabe y descartaría
el apoyo del resto del mundo. Considerando todas las armas nucleares que andan
flotando por el Oriente Próximo, ese camino probablemente llevaría
directamente al cumplimiento de las profecías cristianas del Apocalipsis.
Una de las agonías en la actual crisis es que nadie parece tener mucha
esperanza o una visión de cómo resolverla. Podemos ver dónde
nos lleva el camino, pero no sabemos como apartarnos de él.
"Si sólo los palestinos practicaran la no-violencia, aceptaran los principios
de Gandhi y King," oigo decir a algunos de mis aliados judíos. Desde
luego, hay palestinos, e israelíes, y muchos otros que se han presentado
para tener una presencia no-violenta en los campos de refugiados, que han acompañado
ambulancias y tratado de entregar material sanitario, que han escrito sus propios
testimonios oculares y dicho su parte de la verdad.
Pero tengo que pensar: "¿No sería más rápido si Gandhi
o King reaparecieran en la dirigencia israelí y entre sus partidarios?
¿No están en una situación mucho mejor para cambiar la situación?"
Si la dirigencia israelí abandonara la idea de que la fuerza puede resolver
este conflicto de alguna manera positiva, la solución se haría
sorprendente, obviamente clara. Toda mente que no esté enturbiada por
el miedo o el odio o por pretensiones de superioridad moral puede comprenderlo
en diez minutos de reflexión seria. Los palestinos necesitan su propio
estado. Y tiene que ser un estado viable, coherente, con un potencial para lograr
prosperidad y belleza, no un bantustán, no unos pedazos de despojos de
tierras sin interés, de que los israelíes han decidido que se
quieren librar. Una Palestina de leche y miel, de pan y rosas, de viñedos
e higueras, de olivares, de anémonas rojas, de clínicas médicas
y universidades, de un nuevo renacimiento de la cultura, la ciencia, la erudición
y el arte árabes.
Cualquier otra cosa será una llaga purulenta, y no habrá paz.
Un Israel que renuncie a la ilusión de que la fuerza puede llevar a lograr
sus objetivos sin dar nada a los palestinos en compensación, sería
también capaz de reconocer que una Palestina floreciente y feliz constituiría
la mejor medida de seguridad para Israel, incluso podría llegar a ser
un socio comercial más cercano, su mejor amigo. Una Palestina semejante
ofrecería a su juventud un futuro mejor que convertirse en bombas humanas.
En función de los mejores intereses de Israel, es extremadamente importante
que se alimente, apoye y promueva la creación del Estado palestino, para
que esté rodeado por amigos en vez de enemigos. Y, aunque pueda parecer
imposible por el momento, consideremos las relaciones amistosas entre EE.UU.
y sus antiguos enemigos mortales, Alemania y Japón.
Los que aman y se preocupan por Israel necesitan defender ahora sus auténticos
intereses, exigiendo un fin de la ocupación, el desmantelamiento de los
asentamientos, pidiendo la intervención de una fuerza pacificadora neutral,
y presionando al gobierno de EE.UU. para que deje de apoyar y financiar clandestinamente
la agresión israelí.
El estrangulamiento causado por el Dios de la Fuerza, es poderoso, tan poderoso
que incluso si podemos ver claramente cuál puede ser la solución,
podemos desesperar si podemos lograrla realmente. Para librarnos de ese estrangulamiento,
tenemos que utilizar todos los medios del activismo político, desde las
cartas y los llamados telefónicos, a las manifestaciones, realizando
desobediencia cívica no-violenta, o incluso uniéndonos a los testigos
de la paz en las líneas del frente.
En el nivel espiritual, podemos mirar al espejo oscuro que muestra nuestros
propios prejuicios y rechazarlos. Podemos creer que la fuerza del amor inteligente,
personificado, como la teóloga feminista Carol Christ describe a la Diosa,
es sin duda mucho más fuerte que el odio estúpido e incorpóreo.
Una última herejía pagana es la convicción de que podemos
llevar a un Dios haragán a producir un milagro o dos realizando una acción
con una intención consciente, enfocada. De esa manera, como un conjuro
por la paz, haces la paz con alguien con alguien con el que piensas que no puedes
hacerla. Nota qué resistencia se despierta incluso al pensarlo, cómo
construyes tu caso contra tu enemigo, cómo organizas a tus aliados y
preparas tus armas. Nota lo que cuesta renunciar a ellos, lo que tienes que
sacrificar y lo que ganas.
Tal vez, en este proceso, podemos todos aprender algo. Tal vez podemos comenzar
a hacer un viraje, una transformación que deje al Dios de la Fuerza privado
de sacrificios de sangre y de cremaciones rituales, y que dé los frutos
más dulces a un Dios más bondadoso. Para que los niños
de Israel y Palestina puedan crecer, para enriquecer la tierra no con la sangre
de los cadáveres sino con los cantos de los poetas, las obras de los
artistas, la asistencia de los médicos, los frutos de los campesinos,
los conocimientos de los maestros, la sabiduría de los místicos.
Y este trozo de tierra, terreno de batalla durante tantos años, podría
convertirse para todos un sitio de refugio, de visión, y de esperanza.
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