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25 de julio del 2002
EE.UU y los árabes
Edward W. Said
El País
Incluso acostumbrados a la pésima calidad de sus demás
discursos, las palabras que pronunció George W. Bush el 24 de junio sobre
Oriente Próximo son un ejemplo sorprendente de esa execrable combinación
de ideas confusas, palabras que no quieren decir nada en el mundo real, acusaciones
santurronas y racistas contra los palestinos, ceguera increíble -una
ceguera engañosa ante las realidades de una invasión y una conquista
por parte de Israel que van en contra de todas las leyes de la paz y la guerra-,
todo ello envuelto en el tono suficiente de un juez moralista, obstinado e ignorante
que se ha arrogado privilegios divinos; una combinación que domina en
la actualidad la política exterior estadounidense. Y todo ello -es importante
recordarlo- , por parte de un hombre que prácticamente robó unas
elecciones que no había ganado y cuyo historial como gobernador de Tejas
incluye los peores niveles de contaminación, escándalos de corrupción,
los mayores índices de población carcelaria y aplicación
de la pena de muerte del mundo. Este hombre dudosamente dotado, con escasos
dones salvo la ciega búsqueda del dinero y el poder, tiene la capacidad
de condenar a los palestinos a estar, no sólo a merced del criminal de
guerra Sharon, sino a merced de las negativas consecuencias de las vacuas condenas
que él mismo hace. Rodeado de tres de los políticos más
corruptos del mundo (Powell, Rumsfeld y Rice), pronunció su discurso
del 24 de junio con la voz entrecortada propia de un mediocre estudiante de
oratoria y, con sus palabras, permitió a Sharon matar o herir a muchos
más palestinos en una ocupación militar ilegal que cuenta con
el apoyo de EE UU.
No es sólo que el discurso de Bush careciera de todo conocimiento histórico
sobre lo que proponía, sino que su capacidad de causar gran daño
es inmensa. Era como si Sharon hubiera escrito el texto, mezclando la desproporcionada
obsesión de los estadounidenses por el terrorismo con el empeño
de Sharon en eliminar la vida nacional palestina con la explicación del
terrorismo y la supremacía judía en 'la tierra de Israel'. En
cuanto a lo demás, ni las concesiones superficiales de Bush a un Estado
palestino 'provisional' (si es que esto quiere decir algo, ¿tal vez es análogo
a un embarazo provisional?) ni sus observaciones de pasada sobre las acciones
para mitigar las dificultades de la vida palestina aportaron a su discurso nada
que mereciera la generalizada reacción positiva -yo diría que
incluso cómica- suscitada entre los dirigentes árabes, con Yasir
Arafat encabezando las muestras de entusiasmo.
Más de 50 años de negociaciones árabes y palestinas con
EE UU han ido a parar a la basura con el fin de que Bush y sus asesores pudieran
convencerse a sí mismos y a gran parte del electorado de su misión
divina de exterminar el terrorismo, es decir, en definitiva, de acabar con los
enemigos de Israel. Un rápido repaso a esos 50 años ofrece pruebas
espectaculares de que ni las actitudes desafiantes ni las actitudes sumisas
de los árabes han servido para cambiar las ideas de EE UU sobre sus intereses
en Oriente Próximo, un dominio regional cuyos dos principales aspectos
siguen siendo el abastecimiento rápido y barato de petróleo y
la protección de Israel. Desde Nasser hasta Bashar, Abdulá y Mubarak,
la política árabe ha dado un giro de 180 grados, pero los resultados
han sido siempre, más o menos, los mismos.
Primero, en los años posteriores a la independencia, hubo una actitud
desafiante por parte de los árabes, inspirada por la filosofía
anti-imperialista y anti-guerra fría de Bandung y Nasser. El final, catastrófico,
llegó en 1967. A partir de entonces, bajo la dirección del Egipto
de Sadat, se produjo el cambio que permitió la cooperación entre
EE UU y los árabes, con la justificación totalmente falsa de que
los norteamericanos tenían el 99% de las cartas en la mano. Lo que quedaba
de la cooperación entre árabes fue marchitándose lentamente,
desde su momento culminante en la guerra de 1973 y el embargo del petróleo
hasta una guerra fría del mundo árabe que enfrentó a diversos
Estados unos contra otros. A veces, como en Kuwait y Líbano, los Estados
débiles y pequeños se convirtieron en el campo de batalla, pero,
a la hora de la verdad, la corriente oficial de pensamiento del sistema de Estados
árabes se centró exclusivamente en que EE UU era el elemento fundamental
de la política árabe. Con la primera guerra del Golfo (pronto
habrá una segunda) y el final de la guerra fría, EE UU quedó
como única superpotencia, y esto, en vez de suscitar una revisión
de la política árabe, empujó a los distintos Estados a
una mayor adhesión individual -mejor dicho, bilateral- a Washington,
cuya reacción consistió en darlo por descontados. Las cumbres
árabes dejaron de ser ocasiones en las que proponer posturas creíbles
y pasaron a ser objeto de desprecio y ridículo. Los políticos
estadounidenses pronto se dieron cuenta de que los dirigentes árabes
no representaban demasiado a sus países ni, mucho menos, al mundo árabe
en su conjunto; además, no hacía falta ser un genio para observar
que los diversos acuerdos bilaterales entre los líderes árabes
y EE UU eran más importantes para la seguridad de sus regímenes
que para los estadounidenses. Por no hablar de las envidias y mezquinas antipatías
que prácticamente arrebataron al pueblo árabe la posibilidad de
ser una potencia en el mundo moderno. No es raro que los palestinos que hoy
sufren los horrores de la ocupación israelí culpen a 'los árabes'
tanto como a los judíos.
A principios de los ochenta, todas las regiones del mundo árabe estaban
dispuestas a alcanzar la paz con Israel como forma de asegurarse la buena fe
de EE UU: por ejemplo, el Plan Fez de 1982, que estipulaba la paz con Israel
a cambio de la retirada de todos los territorios ocupados. La cumbre árabe
de marzo de 2002 representó la misma escena por segunda vez -habría
que añadir que, en esta ocasión como farsa-, con los mismos resultados
prácticamente inapreciables. Fue precisamente a partir de aquel momento,
hace dos décadas, cuando la política estadounidense sobre Palestina
cambió de intereses, para empeorar. Como destaca una antigua analista
de la CIA, Kathleen Christison, en un estudio excelente publicado en la revista
Counterpunch (16-31 de mayo de 2002), la Administración de Reagan -y
luego, con más entusiasmo, la de Clinton- abandonó la vieja fórmula
de tierras por paz justo cuando, paradójicamente, la política
árabe en general y la palestina en particular había concentrado
sus energías en aplacar a EE UU en todos los frentes posibles. En noviembre
de 1988, la OLP abandonó oficialmente la 'liberación' y, en la
reunión del CNP de Argel (a la que yo asistí como miembro), votó
por la partición y la coexistencia de dos Estados; en diciembre de ese
año, Arafat renunció públicamente al terrorismo y en Túnez
comenzó un diálogo entre la OLP y EE UU.
El nuevo orden árabe surgido tras la guerra del Golfo institucionalizó
el tráfico en una sola dirección entre árabes y estadounidenses:
los árabes daban y EE UU concedía cada vez más cosas a
Israel. Los paestinos acudieron a la Conferencia de Madrid de 1991 con la idea
de que Estados Unidos iba a reconocerlos y convencería a Israel para
hacer lo mismo. Recuerdo con claridad que, durante el verano de 1991, Arafat
nos pidió a un grupo de miembros destacados de la OLP y de personalidades
que formuláramos una serie de garantías exigibles a EE UU para
incorporarnos a la reunión de Madrid, que (aunque en ese momento no lo
sabíamos) desembocaría en el proceso de Oslo de 1993. Arafat vetó
todas nuestras sugerencias. Sólo quería garantías de que
él iba a seguir siendo el principal negociador de los palestinos; no
parecía importarle ninguna otra cosa, pese a que había una buena
delegación de Gaza y Cisjordania, encabezada por Haidar Abdel Shafir,
que estaba negociando en Washington con un duro equipo israelí al que
Shamir había ordenado que no cediera en nada y que prolongara las conversaciones
durante 10 años si era necesario. Lo que quería Arafat era debilitar
a toda su gente a base de ofrecer más concesiones -por lo que no hizo
ninguna exigencia previa a Israel ni a EE UU- para asegurar su permanencia en
el poder.
Todo eso, unido al ambiente predominante tras 1967, afianzó sólidamente
la dinámica Palestina- Estados Unidos en las distorsiones de Oslo y del
periodo post-Oslo, que ya tienen carácter permanente. Por lo que yo sé,
EE UU nunca ha exigido a la Autoridad Palestina (ni a ningún otro régimen
árabe) que establezca procedimientos democráticos. Muy al contrario,
tanto Clinton como Gore aprobaron públicamente los tribunales de la Seguridad
Palestina en sus respectivas visitas a Gaza y Jericó, y dijeron poca
cosa, o ninguna, de la necesidad de acabar con la corrupción, los monopolios,
etcétera. Yo llevaba escribiendo sobre los problemas del Gobierno de
Arafat desde mediados de los noventa y recibiendo reacciones de indiferencia
o franco desprecio ante lo que decía (que, en su mayor parte, demostró
ser acertado). Me acusaron de utopismo y falta de pragmatismo y realismo. Era
evidente que un concierto de intereses, tanto para los israelíes y los
estadounidenses como para el resto de los países árabes, produjo
el nacimiento de la Autoridad y la mantuvo en su sitio, primero como policía
al servicio de los israelíes y luego como objetivo del odio de Israel.
Arafat no permitió el desarrollo de ninguna resistencia real contra la
ocupación, y siguió dejando que las bandas de activistas, las
diversas facciones de la OLP y las fuerzas de seguridad camparan por sus respetos
en la sociedad civil. Se ganó mucho dinero ilícito y la población
en su conjunto perdió más del 50% de su nivel de vida anterior
a Oslo.
Todo cambió con la Intifada y con el Gobierno de Barak, que preparó
el terreno para la reaparición en escena de Sharon. Pero la política
de los árabes siguió consistiendo en aplacar a los estadounidenses.
Un pequeño ejemplo es cómo se modificaron las declaraciones de
los árabes en Estados Unidos. Abdulá de Jordania dejó de
criticar a Israel en la televisión estadounidense y empezó a referirse
siempre a la necesidad de que 'las dos partes' detuvieran 'la violencia'. El
mismo lenguaje se oyó en boca de otros portavoces de países árabes
importantes, lo cual quería decir, en definitiva, que Palestina ya no
era una injusticia que había que reparar sino una molestia que era preciso
contener.
Lo más importante de todo es que ese conjunto de factores -las declaraciones,
la propaganda israelí, el desprecio estadounidense hacia los árabes
y la incapacidad árabe (y palestina) de formular y representar los intereses
de su propio pueblo- ha provocado una inmensa deshumanización de los
palestinos, cuyos tremendos sufrimientos de todos los días, de cada hora,
de cada minuto, nadie reconoce. Es como si los palestinos no existieran más
que cuando alguien lleva a cabo un acto terrorista; entonces, todo el mundo
mediático se apresura a ahogar su existencia como pueblo vivo y sensible,
con una historia real y una sociedad real, a base de cubrirlos con un enorme
manto en el que se lee 'terroristas'. En toda la historia moderna, no conozco
ningún caso de deshumanización sistemática que se aproxime
a éste, pese a las voces discrepantes ocasionales.
Lo que me preocupa, sobre todo, es la cooperación de árabes y
palestinos (colaboración sería una palabra más adecuada)
en esa deshumanización. Nuestros escasos representantes en los medios
de comunicación se pronuncian, en el mejor de los casos, con competencia
y sin pasión sobre los méritos del discurso de Bush o el Plan
Mitchell, pero nunca les he visto mostrar los sufrimientos de su pueblo, su
historia, su realidad. He hablado muchas veces sobre la necesidad de una campaña
masiva en EE UU contra la ocupación, pero, al final, he llegado a la
conclusión de que, bajo esta espantosa y kafkiana ocupación israelí,
los palestinos tienen pocas posibilidades de hacerla. En lo que sí creo
que tenemos posibilidades es en el intento (que sugería en mi último
artículo sobre las elecciones palestinas [EL PAÍS, 18.6.02]) de
establecer una asamblea constituyente asentada en la base. Llevamos tanto tiempo
siendo objetos pasivos de la política de Israel y los árabes que
no nos damos la suficiente cuenta de lo importante y urgente que es que los
palestinos den por su cuenta un paso fundacional hacia la independencia, intenten
instituir un nuevo proceso de construcción que genere legitimidad y la
posibilidad de tener un sistema de gobierno mejor que el actual. Todos los cambios
de Gabinete y las elecciones que se han anunciado hasta ahora son juegos ridículos
que aprovechan los fragmentos y las ruinas de Oslo. Para Arafat y su asamblea,
empezar a planear la democracia es como intentar reunir los pedazos de un cristal
hecho añicos.
Ahora bien, por suerte, la nueva Iniciativa Nacional Palestina anunciada hace
dos semanas por sus autores, Ibrahim Dakkak, Mostafa Barghouti y Haidar Abdel
Shafi, responde exactamente a esta necesidad, que nace del fracaso de la OLP
y grupos como Hamás a la hora de ofrecer una vía de avance que
no dependa (ridículamente, en mi opinión) de la buena voluntad
de estadounidenses e israelíes. La Iniciativa propone una visión
de paz con justicia, coexistencia y - cosa muy importante- una democracia social
secular para nuestro pueblo, algo único en la historia palestina. Sólo
unas personas independientes con raíces firmes en la sociedad civil,
limpias de toda colaboración y corrupción, pueden aspirar a perfilar
la nueva legitimidad que hace falta. Necesitamos una nueva Constitución,
no una ley esencial manipulada por Arafat; necesitamos una auténtica
democracia representativa que sólo los palestinos pueden darse a sí
mismos, a través de una Asamblea constituyente. Ésta es la única
medida positiva capaz de invertir el proceso de deshumanización que ha
infectado tantos sectores del mundo árabe. En caso contrario, nos hudiremos
en nuestro sufrimiento y seguiremos padeciendo las horribles tribulaciones del
castigo colectivo de Israel, que sólo puede detenerse con una independencia
política colectiva para la que todavía tenemos gran capacidad.
Jamás lo harán la buena voluntad y la famosa 'moderación'
de Colin Powell hacia nosotros. Jamás.
* Edward W. Said es ensayista palestino, autor, entre otros libros, de Orientalismo,
y profesor de literatura comparada en la Universidad de Columbia