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Medio Oriente

15 de mayo del 2002

¿Por qué John Malkovich quiere matarme?

Robert Fisk
La Jornada

Solía ser una minucia, un persistente goteo de mensajes de odio que llegaban una vez por semana, para castigarme por informar sobre la muerte de libaneses inocentes en ataques aéreos israelíes o por sugerir que también los árabes, al igual que los israelíes, deseaban la paz en Medio Oriente. Comenzó a cambiar a fines de la década de 1990. Una carta típica fue la que recibí después de escribir mi testimonio de la matanza de 108 refugiados en la base de Naciones Unidas en la población libanesa de Qana, cometida en 1996 por pistoleros israelíes. "No me gustan los antisemitas ni los admiro", decía para empezar. "Hitler fue uno de los más famosos de la historia reciente."
Sin embargo, comparada con la avalancha de cartas malignas y amenazantes y las declaraciones abiertamente violentas que los periodistas recibimos en estos tiempos, aquélla era relativamente leve. Ahora la Internet parece haber convertido a quienes no quieren oír la verdad sobre el Medio Oriente en una comunidad del odio, que envía cartas cargadas de insultos no sólo a mí sino a cualquier reportero que se atreve a criticar a Israel o a la política estadunidense en Medio Oriente.
Siempre hubo en el pasado un límite a este odio. Las cartas llevaban la dirección del remitente, o por lo menos estaban escritas con tan mala letra que eran casi ilegibles. Ya no. En 26 años en Medio Oriente, nunca había recibido tantos mensajes soeces e intimidatorios. Ahora muchos exigen mi muerte. Eso fue lo que hizo la semana pasada el actor hollywoodense John Malkovich, al decirles a los miembros de la unión estudiantil de la Universidad de Cambridge que le gustaría pegarme un tiro.
¿Cómo, me pregunto, llegaron las cosas a este extremo? En forma lenta pero segura, el odio se ha convertido en provocación, la provocación en amenaza, y las murallas de la propiedad y la legalidad se han ido derribando de forma que hoy se puede agredir a un reportero, difamar a su familia, festejar con risas e insultos en las páginas de un diario estadunidense la golpiza que le propina una multitud enfurecida, restar valor a su vida y hacerla vulnerable a las amenazas de un actor que, sin siquiera decir por qué, manifiesta su deseo de matarme.
Mucha de esta repugnante insensatez viene de hombres y mujeres que dicen defender a Israel, aunque debo decir que jamás en la vida he recibido una carta grosera o insultante que provenga realmente de ese país. Los israelíes critican a veces mis notas -y a veces las elogian-, pero jamás se han inclinado hacia las porquerías y obscenidades que recibo en estos días. "Tu mamá era hija de Eichmann", fue una de las más recientes. Mi madre, Peggy, que murió después de una larga batalla con el mal de Parkinson, hace tres años y medio, fue en realidad radiotécnica de la Real Fuerza Aérea y reparaba equipos de radio en los aviones Spitfire durante la etapa más intensa de la Batalla de Inglaterra, en 1940.
Los acontecimientos del 11 de septiembre pusieron al rojo vivo estos mensajes de odio. Ese día, en un avión que volaba sobre el Atlántico después de que se le negó la entrada a Estados Unidos, escribí un artículo para The Independent en el que advertía que en los días siguientes se intentaría evitar que alguien preguntara por qué habían ocurrido los crímenes contra la humanidad en Nueva York y Washington. En mi reporte, dictado desde el teléfono satelital del avión, recordé la historia de engaños en Medio Oriente, la creciente furia árabe por las muertes de miles de niños iraquíes a causa de las sanciones aplicadas con apoyo de Estados Unidos y por la continuada ocupación de territorio palestino en la franja occidental y en Gaza por parte de Israel, aliado estadunidense. No culpé a Israel. Sugerí que Osama Bin Laden era el responsable.
Sin embargo, los correos electrónicos que llovieron sobre The Independent en los días siguientes rayaban en lo incendiario. Los ataques sobre Estados Unidos fueron provocados "por el odio mismo, precisamente el odio obsesivo e inhumano que Fisk y Bin Laden han estado propagando", afirmaba la carta de un tal profesor Judea Pearl, de la Universidad de California en Los Angeles. Me acusó de estar "chorreando veneno" y de ser un "pregonero de odio" profesional. Otra carta, firmada por Ellen Popper, anunciaba que yo estaba "conchabado con el architerrorista" Bin Laden. Mark Goun me etiquetó como "un caso de demencia total". Según Lillie y Barry Weiss, yo era "un sicótico". Brandon Heller, de San Diego, me informaba que estaba "sirviendo al mal en persona".
El asunto se puso peor. En un programa de radio en Irlanda, un profesor de Harvard, enfurecido de que haya yo inquirido por los motivos de las atrocidades del 11 de septiembre, me condenó como "mentiroso" y "hombre peligroso", y sostuvo que el "antiamericanismo" -sea eso lo que fuere- era lo mismo que antisemitismo. No sólo era una perversidad insinuar que alguien pudiera tener razones, por disparatadas que fueran, para cometer esa matanza; era todavía más indignante sugerir cuáles podrían ser esas razones. Criticar a Estados Unidos era ser enemigo de los judíos, racista, nazi. Y así por el estilo.
A principios de diciembre, por poco me mata una muchedumbre de refugiados afganos enfurecidos por la reciente matanza de sus parientes en los ataques aéreos de los B-52 estadunidenses. Escribí un relato de la paliza que me propinaron, y añadí que no podía culpar a mis agresores, que si yo hubiera pasado por ese sufrimiento habría hecho lo mismo.
Las ofensas que recibí por tal aseveración no tenían fin. Mark Steyn escribió un artículo en The Wall Street Journal cuyo encabezado decía que un "multiculturalista" -yo- había "recibido su merecido". Llegaron tarjetas con nombres de lugares en Londres donde se realizan sesiones sadomasoquistas con látigos. El sitio web de The Independent recibió un correo en el que se insinuaba que soy un pederasta. Entre las muchas tarjetas de Navidad ofensivas había una que traía la canción Los 12 días de Navidad, pero en el interior se leía: "Robert Fiske (sic), verdadero Lord Haw-Haw de Medio Oriente y notorio propagandista islamófilo antisemita & proto-fascista. Que 2002 te encuentre en el Gehenna (el infierno), con Osama Bin Laden a tu derecha y el mullah Omar a tu izquierda. Te saluda, Ishmael Zetin".
A raíz de la ofensiva de la franja occidental, en represalia por los perversos ataques suicidas palestinos, ha surgido un nuevo tema: los reporteros que critican a Israel tienen la culpa de incitar a los antisemitas a incendiar sinagogas. Por lo tanto, no son la brutalidad ni la ocupación israelíes lo que provoca a las personas enfermas y crueles que atacan instituciones, sinagogas y cementerios judíos: nosotros los periodistas tenemos la culpa. Casi cualquier persona que critique la política estadunidense o israelí en Medio Oriente está ahora en esta zona de fuego a discreción. Uno de ellos es mi colega en Jerusalén, Phil Reeves, al igual que dos de los reporteros de la BBC en Israel, junto con Suzanne Goldenberg, de The Guardian. Y está el caso de Jennifer Loewenstein, trabajadora de derechos humanos en Gaza, que siendo judía escribió una condena de todos los que afirman que los palestinos sacrifican deliberadamente a sus niños. De inmediato recibió el siguiente mensaje electrónico: "PERRA. Puedo olerte desde lejos. Eres una perra y tienes sangre árabe. Tu madre es una maldita árabe. Por lo menos, por Dios, cámbiate el nombre. Ben Aviram".
¿Tiene toda esta suciedad efecto en otras personas? Me temo que sí. Sólo días después de que Malkovich anunciara su deseo de pegarme un tiro, un sitio web aseguró que las palabras del actor eran "un audaz intento de adelantarse en la fila". El sitio contenía una animación de mi rostro golpeado por un puño, con un pie que decía: "Entiendo por qué me están aporreando". Por consiguiente, un comentario desagradable de un actor en el Cambridge Union condujo a un sitio web a sugerir que otros están aún más ansiosos de matarme. Malkovich no fue interrogado por la policía. Supongo que se le podría negar la visa para entrar al Reino Unido hasta que explique sus ofensas y ofrezca una disculpa. Pero el daño está hecho. Como periodistas, nuestras vidas están ahora en manos del círculo de odio de la Internet. Si queremos vivir tranquilos, tendremos que entrar al redil, dejar de criticar a Israel o a Washington. O simplemente dejar de escribir.
* Alusión a William Joyce, apodado Lord Haw-Haw, fascista británico que durante la Segunda Guerra Mundial emitía programas radiofónicos de propaganda nazi desde Berlín. (Nota del traductor.)
Traducción: Jorge Anaya
© The Independent