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Ramallah bajo sitio
Robert Fisk
La gris humareda se alzó como una cortina sobre las oficinas de Yasser Arafat; se posó sobre dos alminares y finalmente desapareció tras la línea del horizonte en el sur de Ramallah.
"Supongo que él mismo lo hizo", dijo un paracaidista israelí con desprecio. "Ese tipo está acabado."
Estábamos en los límites de un asentamiento judío, a poco menos de 400 metros de las primeras casas de la nuevamente ocupada ciudad palestina, rodeados por tanques Merkava, vehículos artillados Magah, jeeps, camiones y cientos de reservistas que descargaban sábanas, colchones y armas de los transportes.
"Esto apenas empieza, ¿sabe?", comentó el paracaidista. "Los idiotas de ahí abajo deberían saber que se acabó su terrorismo. Nunca vamos a regresar a las fronteras del 67. De todos modos, ellos lo que quieren es Tel Aviv." Un estruendo nos perforó los oídos: fue un obús que estalló al otro lado de la colina sobre la cual se ubica Ramallah. Me acerqué más a la ciudad, a través de un jardín de narcisos y flores púrpuras, donde un joven soldado israelí estaba parado.
"Quiero volver a casa", dijo. Le señalé que 20 años parecen ser muy pocos para ser un soldado. "Eso dice mi madre." Comía pan itals matsa con salami, mirando hacia las calles vacías de Ramallah. "Se encerraron ellos mismos en sus casas", añadió. Fue una extraña mañana, sentado con los soldados mirando por encima de Ramallah, un poco como en esas horribles plataformas con vista que los generales armaban para sus huéspedes en las guerras napoleónicas, sobre las cuales se servía comida mientras ellos observaban el campo de batalla.
Incluso había una pareja de colonos sirviendo alegremente comida caliente y café a los reservistas. La mujer me trajo un plato con vegetales y queso. "Mi hija está en la Universidad de Cambridge", me dijo con una sonrisa. "Está estudiando la historia de las Cruzadas". Un asunto sangriento, hice notar, y su compañero coincide de buen humor. Las guerras religiosas son así. Fue cuando vi a los cuatro palestinos. Justo debajo de nosotros, cerca del jardín con narcisos y flores púrpuras, tres de ellos estaban arrodillados sobre el pasto frente a un grupo de oficiales israelíes. Todos estaban vendados, las manos maniatadas por detrás con esposas de plástico y acero, uno con la chamarra amarrada de manera que no pudiera mover siquiera los hombros.
Los israelíes hablaban con ellos en voz baja, uno de los soldados hincado sobre una rodilla, como si estuviera frente a un altar en vez de un prisionero. Entonces vi al cuarto hombre, de mediana edad, atado como pollo, extendido sobre el pasto, con el rostro encapuchado en medio de las flores. El paracaidista se encogió de hombros: "Todos dicen que no hicieron nada, que son inocentes, que nada más entramos en sus casas y los llevamos sin razón. Bueno, eso es lo que dicen". Mencioné lo de los prisioneros a la amigable pareja de colonos. Asintieron con la cabeza, como si fuera casi normal tener cuatro hombres atados y vendados en el pequeño jardín. Cuando le pregunté al muchacho de 20 años sobre ellos, se encogió de hombros al igual que el paracaidista. "No son mis prisioneros", contestó. Caminé hacia el lugar donde los hombres eran interrogados. Un soldado colocaba un nuevo par de esposas a uno de los arrodillados. Otro palestino sacudía repetidamente la cabeza y sus hombros se movían como si estuviera llorando.
Nada de esto preocupaba a los soldados. En su propia, única "guerra al terror", estos prisioneros eran "terroristas". De hecho, otro soldado que estaba comiendo dijo que para él "toda esa gente allá abajo" es terrorista.
Frente a nosotros pasó un tanque Merkava bajo una nube de humo azul, con su cañón balanceándose suavemente hacia arriba y hacia abajo. "Mañana va a estar peor", dijo el paracaidista. "Esto es sólo el comienzo."
¿Habrá estado leyendo los periódicos? ¿O sabe algo que se me escapó? Circulan toda clase de rumores en el asentamiento de Psagot: que la franja de Gaza va a ser totalmente reocupada, que los israelíes pretenden restablecer la denominada "adminstración civil", que la Autoridad Nacional Palestina será desmantelada y sus líderes exiliados.
El amigo del paracaidista, un sonriente sargento que nos dobla a ambos en tamaño, consideró que todo es una buena idea. "Lo único que me pregunto es por qué no lo hicimos hace semanas", añadió. Llegaron entonces más tropas en más camiones, con fusiles de asalto Galil. Más radios y vehículos artillados tomaron posisiones en torno a Ramallah. Un oficial interrogado sobre lo que pasaría si esta operación falla dio su propia respuesta: "Sharon estaría acabado". Sí, no se podía evitar sentirlo, algo se avecinaba. En el camino de regreso a Jerusalén pasé al lado de un viejo autobús oxidado, con ventanillas alambradas. Había manos sobre esos alambres y, detrás de ellas, 20 o 30 rostros mirando a través de la malla. Los prisioneros palestinos estaban en silencio, observando el enorme asentamiento judío, mirándonos, caras oscuras en la sombra, custodiados por tropas is-raelíes en jeeps.
Minutos más tarde me detuve a comprar pan y chocolate en una tienda palestina de Jerusalén este. Los compradores -hombres en su mayoría, sólo dos mujeres cubiertas con velo- estaban parados frente a la televisión, con las bolsas de la compra colgando del brazo. La televisión israelí no duda en decir la verdad sobre sus propias bajas: "El saldo parece ser de 14 muertos", anunció el comentarista. Los palestinos de Jerusalén entienden hebreo. Una cámara a bordo de un helicóptero examina el tejado de un restaurante de Haifa, despegado como la tapa de una lata de sardinas por los explosivos del militante suicida de Hamas. Un joven sacude negativamente la cabeza, pero un hombre se vuelve hacia él: "No", dice señalando la pantalla, "esa es la manera de hacerlo".
Pensé entonces en la chica que estudia en Cambridge las Cruzadas, asunto tan sangriento, coincidimos que eran. Y en cómo las guerras religiosas tienden a ser las más sangrientas de todas.
Traducción: Alejandra Dupuy
©The Independent