|
22 de abril del 2002
¿Qué clase de guerra es esta?
Amira Hass
Ha'aretz
Traducido para Rebelión
Todavía es imposible saber cuánta gente permanece enterrada
bajo los escombros del campo de refugiados de Jenin, donde el olor de los cuerpos
en descomposición se mezcla con el hedor de la basura y el aroma de los
geranios y la hierbabuena.
Apoyado en un bastón, el hombre permanece de pie sobre una
inmensa pila de ruinas: un amasijo de hormigón estrujado, haces retorcidos
de tubos de acero, jirones de colchones, cables eléctricos, fragmentos
de azulejos de cerámica, pedazos de cañerías y un solitario
interruptor eléctrico. "Este es mi hogar", dice el hombre, "y mi hijo
está dentro". Su nombre es Abu Rashid; su hijo se llama Jamal, tiene
35 años y vive confinado en una silla de ruedas. El bulldozer comenzó
a demoler la casa cuando miembros de la familia permanecían aún
en su interior. ¿Y dónde iban a estar sino en casa, tratando de encontrar
allí, como hicieron el resto de los habitantes del campo de refugiados
de Jenin, el refugio más seguro contra los disparos de los morteros,
los cohetes y las ametralladoras, a la espera de que se hiciera la calma por
un instante?
Abu Rashid y los demás miembros de su familia se precipitaron a la puerta
principal, salieron al exterior con las manos en alto y trataron de gritar al
descomunal bulldozer, a cuyo conductor no podían ver ni oir, que dentro
de la casa había gente. Pero el bulldozer no cesó de rugir, reculando
un poco y volviendo de nuevo a la carga para desgajar un bocado de la pared
de cemento, hasta que esta colapsó sobre Jamal antes de que nadie pudiera
salvarlo.
Alrededor de Abu Rashid otras personas suben y bajan por las montañas
de cascotes, abriéndose paso entre pilas de cemento, afilados alambres
de acero, fragmentos de metal, pilares y techos de hormigón derruidos
y fragmentos de fregaderas. No todos son tan introvertidos como Abu Rashid,
que habla más para sí mismo que para quienes se detienen a escucharle.
Algunos tratan de rescatar algo de entre las ruinas: un vestido, un zapato,
un saco de arroz. Cerca, una muchacha casi tropieza con una pila de bloques
de cemento que apuntan al cielo a sus pies y rompe a llorar desconsoladamente.
Entre gemidos alcanza a decir que ésta había sido la casa de sus
padres y que ignoraba quién está enterrado bajo ella, quién
ha conseguido huir, si hay alguien vivo bajo las ruinas, quién podrá
rescatarlos o cuándo.
Entre los montones de ruinas y en mitad de algunas casas --algunas de ellas
de hasta tres pisos de altura-- que permanecen parcialmente en pie con sus paredes
acribilladas por agujeros de proyectiles de todos los tamaños, uno o
dos bulldozers de las Fuerzas de Defensa Israelíes han ascendido varias
veces sobre las montones de escombros, los han allanado, los han machacado hasta
reducirlos a polvo y han construído lo que A.S. denomina "la autopista
transisraelita". Su casa también ha caído bajo las fauces de los
bulldozers. Alguien señala una pequeña abertura en medio de un
montón de escombros. De ahí salían unos gritos de auxilio
que estuvo escuchando hasta el domingo por la noche. El lunes por la mañana
los sonidos cesaron. Otra persona apunta hacia lo que en otro tiempo fue una
casa en la que vivían dos hermanas. Alguien explica que ambas son tullidas.
Se ignora si siguen debajo de las ruinas o si consiguieron escapar del campamento
a tiempo.
Relativa calma
Hay casas que estaban vacías en el momento de su demolición. En
algunos casos los soldados ordenaron a la gente que saliera inmediatamente para
no morir. Un anciano, dice la gente, se negó a abandonar su casa. "Hace
50 años me expulsasteis de Haifa. Ahora no tengo a dónde ir",
cuentan que dijo. Los soldados levantaron en andas al testarudo anciano y lo
transportaron fuera. Hubo casos en los que no se tomaron la molestia de lanzar
ningún aviso. Simplemente, los bulldozers entraron. Sin avisar por los
altavoces y sin comprobar si había alguien en el interior. Esto fue lo
que les sucedió el domingo día 14 de abril a los miembros de la
familia Abu Bakr, que viven en la tenue línea divisoria que separa al
campamento de refugiados de la ciudad de Jenin propiamente dicha.
En ambos lugares -la ciudad y el campamento-se impuso el toque de queda. Los
soldados circulaban en tanques, en vehículos blindados y a pie, disparando
intermitentemente, arrojando granadas de fragmentación o haciendo volar
objetos sospechosos. Pero en comparación con la semana anterior aquello
era la calma: ya no disparaban desde los helicópteros ni intercambiaban
disparos con un puñado de resistentes palestinos. Sin embargo, de pronto,
a las cuatro de la tarde, los miembros de la familia Abu Bakr escucharon el
estrépito de un muro que se derrumbaba. El padre de la familia salió
al exterior, agitó una bandera blanca y gritó a los soldados:
"Estamos en casa. ¿Dónde querèis que vayamos? ¿Por qué
estàis demoliendo nuestro hogar con nosotros dentro?" Los soldados le
gritaron: "Yallah, yallah, entra dentro", y detuvieron la máquina.
Esta estrecha franja de varios metros de ancho en donde se encuentra situada
la casa ha servido en los últimos días como puente de tránsito
entre la ciudad y el campamento de refugiados. Los residentes de la ciudad,
muchos de los cuales proceden del campamento de refugiados, trataron de traer
a sus amigos agua, comida y cigarrillos, esquivando a los soldados. En casa
de Abu Bakrs llegaron a la conclusión de que los soldados querían
ampliar el área que separa la ciudad del campamento a fin de impedir
todo tipo de "contrabando". Al anochecer, un vehículo blindado se situó
al lado de la casa y los soldados peinaron el patio circundante. Después,
el vehículo blindado se marchó. M. fue a tomar café. Apenas
vertió una cucharilla de azúcar en la cafetera de cuello estrecho
y asa alargada y había comenzado a agitar el agua hirviente cuando algo
o alguien entró a toda velocidad por la ventana, rompió el cristal
y prendió fuego a la cocina. ¿Una granada de fragmentación? ¿Una
bomba lacrimógena? ¿Pensaron quizá los soldados apostados en el
exterior que alguien les estaba disparando cuando encendió el hornillo
de gas? M. da gracias a Dios porque las llamas, que se extinguieron inmediatamente,
sólo se le quemaron las manos y la cara, nadie de su familia resultó
herido y la casa no fue destruida.
Mohammed al-Sba'a, de 70 años, no tuvo tanta suerte. El lunes 18 de abril
los bulldozers atronaron cerca de su casa en el barrio Hawashan, situado en
la parte central del campamento. Salió de su casa para decir a los soldados
que había gente dentro -él, su mujer, sus dos hijos, las mujeres
de éstos y sus siete hijos. Cuando salió a la puerta le dispararon
un tiro en la cabeza y cayó muerto, contó uno de sus hijos esta
semana. Algunos miembros de su familia consiguieron arrastrarlo hasta el interior
de la casa, pero después se les ordenó que salieran. Los varones
fueron arrestados, a continuación fueron puestos en libertad y conducidos
a la aldea de Rumani, en el Noroeste de Jenin. Las mujeres fueron conducidas
al edificio de la Media Luna Roja. El cuerpo del padre se quedó en la
casa. Cuando los varones de la familia regresaron de su arresto les fue imposible
encontrar la casa.
La destrucción de docenas de casas por medio de bulldozers comenzó
el sábado 6 de abril, cuatro días después del inico del
ataque israelí contra Jenin. Todavía es imposible saber cuánta
gente quedó sepultada debajo de las casas destruídas. El horrible
hedor de los cadáveres -de los cuales se van descubriendo más
todos los días-se mezcla con el pestilente olor de la basura por recoger,
de la basura quemada y con el sorprendente perfume de los geranios, rosas y
hierbabuenas que crecen cerca de las buganvillas que la gente cultivaba en estrechas
franjas de tierra situadas entre las atestadas casas. Cuando llegue el momento,
la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados (UNRWA) y la Cruz Roja
confeccionarán listas de detenidos, muertos y heridos, pero la tarea
más urgente ahora es la distribución de agua, comida y medicinas.
El campamento ha sido declarado zona catastrófica.
La demolición de las casas por medio de bulldozers fue precedida por
un intenso tiroteo y bombardeo realizado por los tanques desde el inicio del
ataque del ejército israelí la noche del jueves 2 de abril. Dos
días más tarde, cuenta la gente, comenzaron los ataques desde
los helicópteros, que disparaban cohetes y ametralladoras. La gente buscó
refugio debajo de las escaleras, en la planta baja de las casas, en los servicios,
en almacenes contiguos a los patios interiores. La gente se apretujó
en pequeñas habitaciones, tanteándose en la oscuridad, aterrorizados.
Tapaban sus oídos, cerraban sus ojos y abrazaban a los niños pequeños,
que lloraban.
Balance de daños
Cuando la balacera terminó, cuentan, salieron al exterior y hallaron
sus casas quemadas, envueltas en llamas y humo, acribilladas de agujeros, con
los pisos vacilantes, las puertas y ventanas destrozadas, los cristales hechos
añicos y las fachadas salpicadas de enormes boquetes. También
llegará el momento de hacer balance de los destrozos, y cuando eso ocurra
equipos de las Naciones Unidas contarán cómo muchas casas fueron
arrasadas por los bulldozers y muchas otras dañadas por los disparos,
y decidirán si es posible repararlas o si será más seguro
demolerlas definitivamente. Dirán también cuántas familias
y personas había dentro de ellas.
Umm Yasser rescató de la casa de sus vecinos, que había sido bombardeada,
a un bebé de un año de edad. Umm Yasser nos contó que el
padre del bebé, Rizk, se arrastró al exterior con sus dos piernas
heridas y la espalda quemada por el fuego. Salió con sus brazos estirados
hacia delante, sangrando, contó ella. Los soldados rodeaban la casa.
Llegó un médico militar o un paramédico, lavó las
heridas de Ritz , las vendó, los soldados se lo llevaron a la zona del
cementerio y allí lo dejaron. Vecinos que le vieron le asistieron y llamaron
a un doctor. Consiguieron transportarle a un hospital una semana después
de haber sido herido.
H. y su familia se hallaban en su casa cuando ésta fue bombardeada. Corrieron
a buscar refugio en la vecina casa de los padres de ella. H piensa que esto
ocurrió el 8 de abril. A le gente le cuesta recordar las fechas exactas:
todos los días que duró el ataque se han convertido en un único
amasijo de pánico, sangre y destrucción, sin noches y sin días.
Su marido, Y., fue herido en el tiroteo cuando salió a la puerta. Ella
lo arrastró hasta la casa de su padre. Allí vendaron su pierna,
rezaron para que todo saliera bien y solamente consiguieron llevarlo a un hospital
el domingo 14 de abril tras esquivar a los soldados que patrullaban a pie por
el callejón.
A.S. fue herido en el transcurso de una misión que le encomendó
el Ejército israelí: una patrulla de infantería lo sacó
de su casa para que acompañara a los soldados caminando delante de ellos
y abriendo por ellos las puertas del vecindario. A.S. hizo lo que le ordenaron
y, mientras permanecía de pie al lado de una puerta, apareció
otra unidad de soldados. Quizá pensaron que era uno de los mukawamin
(insurgentes, activistas armados), pues nadie excepto ellos se atrevía
a deambular por las calles durante esos primeros días del ataque israelí
contra el campamento. Le dispararon y cayó herido. Durante cuatro días
permaneció en casa de unos vecinos, hasta que sus hermanos consiguieron
conducirlo hasta un puesto médico. Su hogar, situado en el segundo piso
de la casa familiar construída sobre la ladera de la colina, fue dañado
por el impacto de cuatro a cinco cohetes y de numerosas balas. Algunos soldados
tomaron posiciones en una casa alta de la vecindad y comenzaron a disparar.
Su madre narra la historia con detalle, mientras guía a los visitantes
de una habitación destruída a la siguiente. Y después nos
lleva al jardín: le gustaba plantar cosas, amaba la vida, no la muerte,
dice acerca de su hijo. Sus otros hijos ofrecen a los visitantes fruta del jardín:
nísperos deliciosamente agrios, ciruelas jugosas y refrescantes. La mayoría
de los depósitos de agua del campamento fueron alcanzados por los disparos
en los primeros días del ataque. Los bulldozers y los tanques del ejército
israelí reventaron las conducciones de agua. El suministro de agua potable
se cortó inmediatamente. En esas circunstancias, cuando es necesario
salvar hasta la última gota de agua, saborear esos frutos constituye
un verdadero lujo.
Abu Riyad, de 51 años, también fue reclutado, como muchos otros,
para cumplir misiones del ejército israelí. Durante cinco días
acompañó a los soldados. De día caminaba de puerta en puerta
delante de ellos, llamaba a las puertas mientras los soldados se escondían
detrás de él con sus rifles apuntándole a él y a
la puerta. De noche permanecía con los soldados en una casa que éstos
habían ocupado. Cuenta que lo mantenían esposado y que lo vigilaban
dos soldados. Cuando acabó su misión le dijeron que fuera a cierta
casa y que permaneciera allí sólo. Alrededor atronaban los bulldozers
y los tanques. Uno de los tanques avanzó hacia la casa. Abu Riyad saltó
a otra casa, y continuó saltando de un edificio destruído al siguiente
hasta que llegó a su domicilio, que también encontró parcialmente
destruido debido a los impactos de tres cohetes. Había 13 personas en
la casa cuando los cohetes impactaron en ella.
Un soldado limpió el baño
S. declaró que tuvo suerte. Su casa familiar permaneció ocupada
solamente durante una semana, al igual que ocurrió con otra docena de
casas en el campamento que se eleva por la ladera de la colina. S. es una viuda
que vive con su hermano y la familia de éste en una casa situada en el
extremo occidental del campamento. Son cuatro adultos y diez niños. La
mayoría de los residentes abandonaron el barrio antes de la invasión
del ejército israelí. Durante la primera y la segunda noche los
soldados ocuparon dos o tres casas contiguas a la casa de la familia de S. Los
miembros de la familia buscaron refugio en la cocina, pues pensaron que era
la estancia más resguardada. De repente, en mitad de la noche, alguien
abrió un boquete a la altura del piso y penetró en la casa a través
de la pared pasando justo por encima de la cabeza de Rabiya, de 8 años.
Los cristales de las ventanas reventaron y la habitación se cubrió
de polvo. Las 14 personas que se hallaban en la cocina comenzaron a dar alaridos.
A través del agujero en la pared oyeron a alguien gritar en árabe:
"¡Todo el que salga de la casa morirá!". Escudriñaron el exterior
y vieron a un grupo de soldados en el estrecho callejón. Trataron de
negociar con los soldados para que les permitieran ir a casa de sus vecinos
o a una habitación más segura, pero la única respuesta
que obtuvieron fue: "¡Todo el que salga de la casa morirá!".
Tras un breve instante, los soldados hicieron un agujero en la pared que da
a la escalera y entraron por él. Los miembros de la familia, acurrucados
en una esquina, observaron atónitos cómo entraban más y
más soldados con las caras pintadas de negro. Los miembros de la familia
fueron trasladados a otra habitación llena de polvo y cristales rotos.
Fueron retenidos allí desde el atardecer hasta la mañana del viernes.
Los soldados, cuenta S., no les permitieron abandonar aquella estancia sumida
en la penumbra. Cuando rogaron que les permitieran ir al baño, los soldados
les trajeron una olla de la cocina. El cuñado de S. fue arrestado y tres
mujeres con sus hijos fueron abandonados en una casa llena de soldados desconocidos.
Al amanecer, S abrió la puerta y descubrió que los soldados habían
sido reemplazados. Haciendo gestos con las manos y recurriendo al lenguaje corporal
les hizo comprender que quería ir al baño, que quería llevar
a los niños al servicio y traer comida. Alguien que a ella le pareció
un oficial le dijo que adelante. Tuvo que avanzar en medio de un contingente
de soldados acostados sobre el piso de su hogar, caminando de puntillas entre
ellos. El hedor que invadía el baño le produjo náuseas.
El oficial que se hallaba a su lado agachó la cabeza y ella dedujo que
estaba avergonzado por lo que había visto. El oficial se dirigió
a una casa cercana en donde no residía nadie y trajo agua. Y se puso
a limpiar el baño. Cuando los soldados abandonen la casa dentro de una
semana dejarán detrás una enorme pila de restos de sus raciones
de campaña.
Durante la noche, cuando la familia estaba encerrada en una habitación,
los soldados registraron la casa. Vaciaron cajones y alacenas, volcaron muebles,
destrozaron la televisión, cortaron la línea telefónica,
se llevaron el aparato de teléfono y abrieron otro boquete en la pared
que comunicaba con el apartamento contiguo. En la pared rota cuelga un cuadro
pintado a acuarela por su cuñado cuando tenía 15 años.
Pintó un paisaje suizo: un lago, montañas nevadas, árboles
eternamente verdes, un ciervo, una casa con un tejado de tejas rojas y humo
saliendo de la chimenea. En la orilla del lago pintó a dos hombres mustachudos
vestidos con ropas palestinas y montados a lomos de un burro. La fecha: 10 de
mayo de 1995. La firma: Ashraf Abu al-Haija.
Al-Haija perdió la vida durante los primeros días del ataque del
ejército israelí, alcanzado por un cohete. El jueves de la semana
pasada su cuerpo calcinado permanecía todavía sobre el piso de
una de las habitaciones de la casa semi-derruída. Al-Haija era un activista
de Hamas que en compañía de miembros de otros grupos armados había
jurado defender el campamento hasta la muerte. J.Z., dos de cuyo sobrinos se
encuentran entre los resistentes muertos, calcula que en total no eran más
que 70 milicianos. "Pero todo el que les ayudaba se veía a sí
mismo como miembro activo de la resistencia: los que les avisaban desde lejos
de la llegada de los soldados, los que les ocultaban, los que les preparaban
el té". Según J.Z., ninguna puerta del campamento estaba cerrada
para ellos cuando estaban huyendo de los soldados que les buscaban; la gente
del campo, dice, decidió no abandonarles, no dejar a los combatientes
a sus suerte. Esta decisión fue adoptada individualmente de forma mayoritaria.
A pesar de su relación familiar y emocional con muchos de los combatientes
armados, J.Z. admite que le resulta difícil describir con exactitud cómo
transcurrió el combate en el que murieron los resistentes palestinos
y algunos soldados israelíes. "Según la reconstrucción
de los hechos que hemos podido hacer entre varias personas, parece ser que el
ejército israelí atacó el campamento desde diferentes direcciones
con tanques y ametralladoras y trató de introducir en el campamento tropas
de infantería. Pero fracasaron debido a la resistencia de nuestros combatientes.
Entonces, los israelíes comenzaron a atacar de forma indiscriminada todas
las casas del campamento con helicópteros y tanques. Los soldados que
ocuparon las casas situadas en las lindes del campamento señalaban a
los demás los objetivos sobre los que disparar." De forma gradual los
palestinos armados fueron obligados a replegarse cada vez más en el interior
del campamento, donde libraron sus últimos combates.
J.Z. es un obrero de la construcción que construyó con sus propias
manos su casa y la de sus amigos. Su casa fue destruida por impactos directos
de varios cohetes. Ahora duerme en la casa de su joven amigo, A.M. Cuando la
oscuridad se adueña del campamento, cuyo suministro eléctrico
permanece cortado desde el 3 de abril, la luz de las velas brilla detrás
de algunas ventanas. Corre la ilusión de que una ventana que no esté
iluminada no atraerá disparos. El ejército israelí continúa
disparando a intervalos, aunque ya no queden palestinos que disparen contra
los soldados. De cuando en cuando el silencio es interrumpido por el estruendo
de un explosión.
Ansiedad e incertidumbre dominan una conversación típica estos
días entre la madre de A.N. y su tía. El lunes por la tarde la
conversación con el huésped israelí comenzó con
una enumeración de las personas de cuya muerte J.Z. tiene constancia:
siete resistentes armados que murieron en combate y 10 civiles, entre ellos
tres mujeres y al menos dos ancianos. Hay docenas de personas cuya suerte se
ignora.
La conversación salta a los recuerdos del penal de Ketsiot, en donde
estuvo preso J. durante la primera intifada y que ha sido reabierto para acoger
a soldados. Alguien contó a A.M. que un soldado había dejado olvidado
su solideo en una casa que acababa de registrar. Un intenso tiroteo sacudió
el vecindario y la casa donde el soldado había dejado su prenda. El soldado
dijo a un joven palestino que había sido "reclutado" que si le traía
el solideo le pondría en libertad. Esquivando las balas, el muchacho
corrió a la casa, recuperó el solideo y fue autorizado a regresar
a casa. J. cuenta otra historia que circula por el campamento acerca de unos
soldados que fueron atacados desde el interior de una casa que habían
ocupado anteriormente y de la cual huyeron abandonando sus armas. Se cuenta
que uno de ellos gritó: "Madre, madre, ¿qué clase de guerra es
esta?".
19-IV-2002
http://www.haaretzdaily.com/hasen/pages/ShArt.jhtml?itemNo=153462&contrassID=2&subContrassID=5&sbSubContrassID=0&listSrc=Y&itemNo=153462