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19 de abril del 2002
La isla de Polifemo
Wole Soyinka
El País
Era una imagen sorprendente, inesperada e involuntaria, pero total e
inmediata. Incisiva, completa, era una metáfora irresistible en esa tarde
de lunes, nuestro primer día completo en Ramala, en el control que cortaba
la carretera y obligaba a los habitantes y visitantes de la ciudad a bajar de
sus vehículos, cruzar la barrera a pie y subir a un medio de transporte
distinto al otro lado del canalón abierto en la carretera. Un lugar bullicioso
y potencialmente explosivo, en el que unos comerciantes habían instalado
un mercadillo, sobre todo de frutas, chucherías y refrescos. Un joven
con una extraña vestimenta llena de colorido, que llevaba una especie
de bandeja en bandolera con vasos de plástico colocados sobre ella para
servir sus artículos más rápidamente, observó mi
fascinación y me ofreció una bebida. Yo no había cambiado
mi dinero, así que no podía comprar nada, y así se lo expliqué.
A él no le preocupó lo más mínimo. Había
decidido que yo tenía que beber algo, y me ofreció un vaso, sin
cobrarme nada.
Pero no, no es ésa la imagen que resume para mí la visita a Israel
y Palestina; ésa fue la cara benévola de nuestra experiencia,
un abrazo entusiasta, cálido y hospitalario, una necesidad, sobre todo,
de relacionarse con la humanidad exterior y asegurarse de que el mundo no había
olvidado esta tierra de desgaste mortal. La imagen crucial fue la que vimos
cuando volvíamos de la Universidad Bir Zeit. Al salir de Ramala, hicimos
lo mismo que todo el mundo: bajamos de nuestros autobuses en el puesto de control,
que los soldados israelíes habían abandonado, porque se había
convertido en un importante blanco de ataques. Nos abrimos camino entre los
bloques de cemento, cruzamos la profunda hondonada abierta a través del
asfalto y subimos a los taxis preparados por nuestros anfitriones. Al volver,
de nuevo la misma rutina: fuimos en taxis desde el campus universitario, cruzamos
el puesto de control con un grupo variopinto -traba-jadores, estudiantes, profesores,
campesinos, médicos, enfermeras, colegiales, etcétera-, caminamos
hasta el bullicioso aparcamiento improvisado y allí esperamos a los autobuses
que nos habían llevado a la ida. Y entonces surgió, llena de intensidad,
la imagen reveladora.
Llegó un camión al aparcamiento; en vez de soltar seres humanos
o mercancías, empezó a bajar de él un rebaño de
ovejas cargadas de lana, espoleadas por su pastor. Contemplamos al pastor mientras
empezaba a conducir el rebaño, no por el asfalto, sino bajando hacia
el valle de piedras y matorrales que partía del borde de la carretera,
justo donde daba una profunda curva. ¿Estaba tomando un atajo para llegar a
su destino, se dirigía por caminos rurales hacia otro pueblo, o simplemente
quería que sus ovejas pastaran un rato antes de subirlas a un nuevo vehículo
al otro lado de la barrera? No nos quedamos el tiempo suficiente para averiguarlo.
Pero lo que sí pasó es que tuve un destello instantáneo:
Ulises entre los cíclopes, atrapado en la cueva del monóculo Polifemo.
Vamos a recordar algunos detalles fabulosos de la aventura, con varios paralelismos
aleccionadores. Ulises busca refugio para él y sus hombres en la cueva
del gigante Polifemo, pero éste, después de recogerles en su casa,
empieza a devorarlos uno detrás de otro y los encierra con la ayuda de
una enorme roca que los hombres no pueden mover ni uniendo todas sus fuerzas.
Mientras Polifemo duerme, Ulises lleva a cabo su venganza y prepara su fuga
clavando un tronco afilado y caliente en el ojo solitario de su carcelero. El
único problema que queda es cómo escapar de la cueva.
Recordemos también que Ulises, con su astucia y su precaución
habituales, no había dado su verdadero nombre al jovial anfitrión,
sino que se había presentado como Nadie. Cuando, en plena noche, chisporrotea
la estaca ardiente en el ojo del gigante y él aúlla de dolor,
los demás cíclopes corren en su ayuda y preguntan quién
o qué le ha causado su angustia. 'Nadie es el villano', replica Polifemo
una y otra vez. Y sus vecinos, claramente enfadados, le aconsejan que busque
remedio para sus pesadillas y se retiran a sus cuevas. Si nadie te está
atormentando, le maldicen, ¿por qué perturbas nuestro sueño? Al
amanecer, Ulises y sus remeros siguen encerrados en la cueva, esperando a que
Polifemo retire la roca, cosa que está obligado a hacer para que sus
ovejas puedan salir a pastar. Pero el gigante, pese a estar loco de dolor, tiene
todavía la precaución de no abrir más que el espacio necesario
para que pasen las ovejas de una en una, y mueve sus enormes manos por el aire
y sobre cada animal para asegurarse de que no pasa nadie a lomos de él.
Como es natural, el astuto Ulises ha atado a cada uno de sus hombres bajo el
vientre. Polifemo acaricia a sus lanudas compañeras, les susurra palabras
de afecto, pero deja pasar, sin quererlo, hasta el último hombre. ¿Instructivo,
hasta aquí? Ahora llegamos a la parte más peli- grosa.
Una vez en el mar, Ulises no se resiste a burlarse de su enemigo e insulta a
gritos al gigante. En la ira de la fiera herida, Polifemo arroja grandes rocas
en dirección de la voz que le aguijonea, y provoca una oleada que casi
consigue ahogar a sus torturadores. Demasiado tarde. El pájaro ha huido.
Ulises, si hubiera querido, podría haber vuelto y haber herido una y
otra vez a Polifemo, y éste habría levantado todas las rocas -que
tanto destacan en la tierra palestina, con su blanco deslumbrante- y las habría
arrojado a ciegas contra su asaltante, de forma que habría errado el
blanco pero habría provocado una inundación tras otra, que habría
podido sumergir el mundo y ahogar a todos los inocentes que lo habitaban.
El anonimato de Nadie -tan numerosos, de todas las edades y de los dos sexos-
es lo que enfurece al Gobierno de Israel, y a su jefe actual, para el que resulta
muy apropiada la evocación de la figura de Polifemo, incluso físicamente.
En el proceso de vengarse de su enemigo, ha adoptado una táctica que,
o bien va a desencadenar una oleada que sumergirá el mundo, o -una imagen
más adecuada- va a hacer que arda del todo. Incapaz de identificar a
su escurridizo enemigo y de dar golpes preventivos, pero empeñado en
identificar un objetivo, centrar la atención del mundo en él y
dar un nombre y un rostro al cuerpo invisible de Satán, Ariel Sharon
ha preferido obsesionarse con una identidad meramente posible, pero, la verdad,
sencilla-mente cómoda y simplificadora -Yasir Arafat-, y ésa es
la razón de que el fracaso se disfrace de razón y la frustración
de conocimiento objetivo. Sabemos quién es nuestro torturador, grita
Sharon -y el Gobierno de Estados Unidos se hace eco-, y no es otro que Yasir
Arafat.
¡Arafat! ¡Arafat! ¡Arafat! Mucho antes de que existiera la posibilidad de acercarme
a la cueva de Polifemo, me había trastor nado hasta lo más hondo
de mi mente el hecho de que cualquiera con la más mínima inteligencia,
con una mínima comprensión de la psicología de la humillación
y la desesperación, pudiera mostrar tanta estupidez como para imaginar
que, en el contexto del conflicto de Oriente Próximo, un solo individuo
-por mucho que le respeten sus seguidores, por muy sacrosanta que sea su autoridad-
pudiera controlar un tipo de acción nacido de la desesperación
y el trauma, tanto individuales como colectivos. Y, desde luego, Yasir Arafat
no controla los numerosos brazos de la resistencia palestina. Ni siquiera los
diversos grupos existentes pueden asegurar que controlan actos individuales
de determinación e inventiva. Timothy MacVeigh acabó con más
de 200 almas de un plumazo. Nadie ha intentado atribuir al presidente del lobby
de las armas la responsabilidad exclusiva de que MacVeigh tomara la decisión
homicida de vengar a las víctimas de Waco.
Ni ha considerado nadie -y así lo pude señalar en varias ocasiones
durante nuestra visita- al primer ministro de Israel responsable de la acción,
hace muchos años, de aquel reservista, un médico que abrió
fuego sobre una congregación de fieles musulmanes en una mezquita y mató
a más de una decena antes de volver el arma contra sí mismo. Las
irracionalidades de los Gobiernos de Israel y de Estados Unidos han sido increíbles;
serían ridículas si no fueran acompañadas de consecuencias
tan trágicas y previsibles. Por ejemplo, en los primeros tiempos de esta
última Intifada, su insistencia en que los palestinos respetaran, al
menos, una semana de moratoria sin violencia antes de comenzar las negociaciones
de paz era, para todas las personas que se considerasen racionales -excepto
esos dos dirigentes-, una exigencia de un infantilismo increíble, mucho
antes de que el propio Sharon reconociera su inutilidad. Mi breve estancia entre
palestinos de la calle ha servido para hacer que revisitara ésa y otras
declaraciones políticas del Gobierno israelí, fomentadas con una
enorme falta de sensibilidad por el Gobierno de Estados Unidos. Si he sacado
algo de nuestra visita, personalmente, es haber intensificado mi terror particular
al pensar que unos dirigentes semejantes, con un poder militar ilimitado, tengan
en sus manos una capacidad tan fundamental de intervención en los asuntos
mundiales.
No he tenido ninguna gran revelación. Hace meses, en un artículo
para Encarta Africana, escribí que el Gobierno israelí estaba
arrancándole el corazón y el hígado a Arafat y dándoselos
para comer a sus hijos; y era fácil predecir las consecuencias de esa
evisceración. Lo que obtuve la semana pasada fue la confirmación
de lo que tanto me había asombrado, algo que me hizo temer verdaderamente
por los israelíes, porque muchos de aquellos que alguna vez creyeron
que su líder político iba por el buen camino no se habían
molestado nunca en pensar en los campos de refugiados de los palestinos, en
su existencia diaria, aunque no pudieran visitar la realidad física ni
experimentar de primera mano la humillación diaria y las cicatrices mentales
en las que consiste la situación actual de casi todos los palestinos.
Vimos los puestos de control por los que pasan miles de árabes palestinos
todos los días para ir a trabajar a su única fuente de ingresos,
Israel. Nos vimos atrapados en interminables caravanas que tienen que aguantar
para ir y volver del trabajo, es decir, dos veces al día. Las caravanas
me recordaban a mi país, Nigeria, entre el primer golpe militar y la
guerra de Biafra, e inmediatamente después. Me acordaba de las caras
de desesperación y resignación, pero también de la ira
latente de una población que afrontaba la humillación diaria a
manos de un ejército arrogante. Esa sensación de humillación
era igualmente palpable en Palestina: se podía tocar, medir y pesar.
Se expresaba de muchas formas, desde la gente corriente en las calles, hombres,
mujeres y niños, hasta profesores y estudiantes en la universidad, miembros
de ONG, escritores y dirigentes civiles. La confirmaban los extranjeros obligados
a compartir la vida de los palestinos, como los funcionarios de ACNUR, la organización
de Naciones Unidas para los refugiados. Había numerosas historias de
mujeres que dan a luz en los puestos por la inflexibilidad con la que se controlan
los movimientos de la gente, muertes que ocurren en ambulancias atrapadas en
caravanas o también en los puestos. Y, por supuesto, al andar pisábamos
restos de argamasa, teníamos que abrirnos camino entre los escombros
de casas demolidas y veíamos, en toda su crudeza, la política
de ocupación de tierras por parte de los colonos: demoler, crear una
tierra de nadie, y ocupar el lugar que ha quedado desierto cuando los palestinos,
acosados, se van a donde los cañones no puedan alcanzarles. Los organismos
de la ONU, los diplomáticos extranjeros y otros visitantes han dejado
constancia meticulosa de esos casos de despojo y su estremecedora metodología.
Las pruebas visibles son abrumadoras e indiscutibles.
¿Mantuve la distancia necesaria durante esta visita? Por supuesto que sí.
Y por supuesto que no. No es posible tener meramente una visión clínica
y objetiva de la situación en Palestina. Cuando hay seres humanos que
vuelan en pedazos en restaurantes y hoteles, y especialmente con un grotesco
sentido de la oportunidad -cuando están celebrando una fiesta sagrada,
como la Pascua-, se siente rabia y horror respecto a los responsables. 'Martirio'
es una palabra mal utilizada cuando va unida al asesinato de inocentes. Si no
existen inocentes en ninguna lucha, más vale que demos por perdida la
causa de la humanidad. Me estremezco cuando oigo la expresión 'martirio'
como equivalente a un asesinato suicida, sobre todo cuando se refiere a un asesinato
en masa. Y, en el otro tipo de terror, el de Estado, cuando se oye a una familia
relatar gráficamente el paso de los tanques que han derribado sus paredes
de noche, todo el yeso caído sobre quienes estaban acostados, inocentes
aplastados mientras dormían, también es imposible permanecer visceralmente
distanciado o no sentirse moralmente agredido. Esos hogares habían pertenecido
a esos inocentes desde hacía generaciones. Ahora se han convertido en
semilleros de una nueva especie de bípedo: el deshumanizado.
La onda expansiva de la destrucción continúa. Los horrores que
se han convertido en el pan de cada día para ambas partes de este desgraciado
conflicto los comprendí con más claridad aún el domingo
de Pascua, desde la relativa seguridad de California, cuando leía las
informaciones sobre el último atentado en Tel Aviv. El nombre de la calle
me sonaba. La explosión, al parecer, se había producido en un
café en la misma calle donde Russell Banks (el presidente del Parlamento
Internacional de Escritores) y yo nos habíamos tomado nuestra 'dosis'
de espresso mientras esperábamos para entrevistarnos con Simón
Peres, después de haber llegado directamente de Gaza a primera hora de
la mañana del miércoles. Quizá fue incluso ese mismo café;
todavía no lo sé. Sin embargo, mientras tanto, los rasgos afilados
pero nostálgicos de la simpática joven que nos atendió
me vinieron inmediatamente a la retina, y ahí se ha quedado la imagen,
persistente. ¿Se habrá convertido en otra estadística más
de la ciega irritación de Polifemo? Soyinka Wole Soyinka es escritor
nigeriano, premio Nobel de Literatura de 1986.
© Parlamento Internacional de Escritores.