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21 de abril del 2002
Lo que ha hecho Israel
Edward W. Said
El País
A pesar de los esfuerzos de Israel para limitar la información
sobre la inmensamente destructiva invasión de las ciudades y los campos
de refugiados palestinos de Cisjordania, se han filtrado noticias e imágenes.
Internet ha proporcionado cientos de testimonios directos, verbales y visuales,
y también lo han hecho los informativos de las televisiones árabes
y europeas, en su mayor parte inaccesibles, bloqueadas o eliminadas de los principales
medios de comunicación estadounidenses. Son pruebas de en qué
ha consistido (desde siempre) la campaña de Israel, la conquista irreversible
de la sociedad y las tierras palestinas. La versión oficial (que EE UU
y casi todos los comentaristas de los medios norteamericanos han apoyado en
lo fundamental) es que Israel sólo se defiende cuando toma represalias
por los atentados suicidas que han dañado su seguridad e incluso amenazado
su existencia. Esta afirmación se ha convertido en una verdad absoluta,
en la que no se tiene en cuenta ni lo que ha hecho Israel ni lo que de verdad
le han hecho.
Deshacer la red terrorista, destruir su infraestructura, atacar sus nidos (adviértase
la total deshumanización de estas expresiones): estas frases se repiten
tanto y de forma tan automática que han dado a Israel el derecho a hacer
lo que quiere, es decir, aniquilar la vida civil palestina, con la mayor cantidad
posible de daño, destrucción gratuita, muerte, humillación,
vandalismo y violencia abrumadora y sin sentido. Ningún otro Estado en
el mundo habría podido haber hecho lo mismo que Israel y contar con la
aprobación y el apoyo de Estados Unidos. Ninguno ha sido más intransigente
y destructivo, ninguno se ha mostrado más alejado de su propia realidad
que Israel.
No obstante, existen indicios de que esas afirmaciones sorprendentes, por no
decir grotescas (su 'lucha por la existencia'), se están viendo socavadas
lentamente por los estragos espantosos y casi inimaginables causados por el
Estado judío y su primer ministro homicida, Ariel Sharon. Como en la
información de Serge Schmemann (que no es ningún propagandista
palestino) aparecida en la primera página de The New York Times el 11
de abril bajo el título 'Los ataques convierten los planes palestinos
en metal retorcido y montones de polvo': 'No hay manera de evaluar totalmente
los daños en pueblos y ciudades - Ramala, Belén, Tulkarem, Qalqilya,
Nablús y Yenín- mientras permanezcan estrechamente sitiados, con
patrullas y francotiradores que disparan en las calles. Pero podemos decir,
sin temor a equivocarnos, que ha quedado destruida la infraestructura necesaria
para vivir y para construir cualquier futuro Estado palestino -carreteras, escuelas,
postes eléctricos, conducciones de agua, líneas telefónicas-'.
¿Qué cálculo inhumano llevó al ejército de Israel
a asediar durante más de una semana -con 50 carros de combate, 250 misiles
lanzados al día y docenas de incursiones de F-16- el campo de refugiados
de Yenín, un kilómetro cuadrado de barracones que albergaban a
15.000 refugiados y a unas cuantas docenas de hombres dotados de fusiles automáticos
-y sin ningún tipo de defensas, jefes, misiles, carros, nada-, y decir
que era una respuesta contra la violencia terrorista y las amenazas a la supervivencia
de Israel? Se dice que hay cientos de personas enterradas entre las ruinas del
campamento. ¿Acaso los civiles palestinos, hombres, mujeres y niños,
no son sino ratas o cucarachas a las que se puede matar y atacar a millares
sin una palabra de compasión o de defensa? ¿Y qué decir de la
captura de miles de palestinos a los que los soldados israelíes se han
llevado sin dejar huella, de la desolación y el desamparo de tantas personas
corrientes que intentan sobrevivir en las ruinas producidas por las excavadoras
israelíes en toda Cisjordania, de un asedio que se prolonga desde hace
meses, de los cortes de electricidad y agua en todas las ciudades palestinas,
de los largos días de toque de queda total, de la escasez de alimentos
y medicinas, de los heridos desangrados hasta morir, de los ataques sistemáticos
contra ambulancias y personal humanitario, que incluso alguien tan discreto
como Kofi Annan ha calificado de indignantes? Estas acciones no caerán
fácilmente en el olvido. Los amigos de Israel deben preguntarle cómo
su política suicida puede servir para alcanzar la paz, la aceptación
y la seguridad.
La monstruosa transformación de todo un pueblo en poco más que
'militantes' y 'terroristas', gracias al aparato de propaganda más formidable
y temido del mundo, ha permitido al ejército de Israel y a su flota de
escritores y defensores eliminar una historia terrible de sufrimientos y malos
tratos para destruir con impunidad la existencia civil del pueblo palestino.
Han desaparecido de la memoria la destrucción de la sociedad palestina
y la creación de un pueblo desposeído en 1948; la conquista de
Gaza y Cisjordania y su ocupación militar desde 1967; la invasión
de 1982 en la que murieron 17.500 libaneses y palestinos y las matanzas de Sabra
y Chatila; los ataques continuos contra escuelas palestinas, campos de refugiados,
hospitales, instalaciones civiles de todo tipo. ¿Qué objetivo antiterrorista
es de destruir el edificio y eliminar los archivos del Ministerio de Educación,
el Ayuntamiento de Ramala, la Oficina Central de Estadística, varios
organismos especializados en derechos civiles, salud y desarrollo económico,
hospitales, emisoras de radio y televisión? ¿No es evidente que Sharon
está empeñado, no sólo en 'quebrar' a los palestinos, sino
en intentar eliminarles como pueblo dotado de instituciones nacionales?
En este contexto de disparidad y asimetría de poder, parece una locura
seguir pidiendo a los palestinos, que no tienen ni ejército, ni fuerza
aérea, ni carros de combate, ni defensas de ningún tipo, ni una
dirección competente, que 'renuncien' a la violencia, mientras no se
impone una limitación comparable sobre las acciones de Israel. Ni siquiera
la cuestión de los atentados suicidas, a los que siempre me he opuesto,
puede examinarse con arreglo a un racismo oculto que da más valor a las
vidas de los israelíes que a todas las vidas palestinas perdidas, rotas,
trastornadas y acortadas por la prolongada ocupación militar y la barbarie
sistemática abiertamente empleada por Sharon contra los palestinos desde
el comienzo de su carrera, en los años cincuenta, y hasta ahora.
No es posible concebir la paz, en mi opinión, si ésta no aborda
el verdadero problema, que es la tajante negativa de Israel a aceptar la existencia
soberana de un pueblo palestino con derechos sobre las que Sharon y la mayoría
de sus partidarios consideran tierras exclusivas del Gran Israel, es decir,
Cisjordania y Gaza. The Financial Times trazaba, en su número del 6-7
de abril, un perfil de Sharon que terminaba con un revelador extracto de su
autobiografía. Primero, el periódico explicaba que 'ha escrito
con orgullo sobre la convicción de sus padres de que judíos y
árabes podían vivir juntos'. A continuación, citaba a Sharon:
'Pero creían sin vacilaciones que ellos eran los únicos que tenían
derecho a la tierra. Y nadie les iba a expulsar de ella, ni mediante el terror
ni de ninguna otra forma. Cuando la tierra te pertenece físicamente...
tienes poder, no sólo poder físico, sino poder espiritual.'
En 1988, la OLP hizo la concesión de declarar aceptable la división
de la Palestina histórica en dos Estados. Esta postura quedó confirmada
en numerosas ocasiones y, desde luego, en los documentos de Oslo. Pero ese concepto
de partición sólo lo reconocieron explícitamente los palestinos.
Israel nunca lo ha hecho. Por eso hay hoy más de 170 asentamientos en
territorio palestino; por eso hay 500 kilómetros de carreteras que los
unen entre sí e impiden los movimientos de los palestinos (según
Jeff Halper, del Comité Israelí contra la Demolición de
Casas, esa red de carreteras cuesta 3.000 millones de dólares y está
financiada por EE UU); por eso no ha habido ningún primer ministro israelí,
tras Rabin, que haya concedido alguna soberanía real a los palestinos,
y por eso, claro está, han ido creciendo los asentamientos año
tras año. Una rápida mirada a un mapa reciente de los territorios
revela lo que ha hecho Israel durante el proceso de paz, y qué reducción
y discontinuidad geográfica ha sufrido la vida palestina como consecuencia.
Israel considera que el pueblo judío es el propietario de todo el territorio
del país; existen leyes de propiedad de tierras que así lo garantizan,
mientras que, en Cisjordania y Gaza, esa misma función la cumplen la
red de asentamientos y carreteras y la falta de concesiones a propósito
de la soberanía palestina sobre la tierra.
Lo asombroso es que ninguna autoridad -ni estadounidense, ni palestina, ni árabe,
ni de la ONU, ni europea...- se haya enfrentado a Israel por esta cuestión,
que aparece en todos los documentos, procedimientos y acuerdos de Oslo. Ésa
es la razón de que, casi diez años después de las 'negociaciones
de paz', Israel siga controlando Gaza y Cisjordania. Es un control (¿posesión?)
del que hoy se encargan más de 1.000 carros de combate y miles de soldados,
pero el principio básico es el mismo. Ningún dirigente israelí
(desde luego no Sharon, con sus partidarios de Tierra de Israel, que constituyen
la mayoría en el Gobierno) ha reconocido oficialmente los territorios
ocupados como tales ni ha admitido que los palestinos podrían tener teóricamente
derechos de soberanía, es decir, sin el control israelí sobre
las fronteras, el agua, el aire y la seguridad, en lo que la mayor parte del
mundo considera tierra palestina. Por consiguiente, hablar de la 'idea' de un
Estado palestino, tan de moda, se quedará desgraciadamente en eso mientras
un Gobierno israelí no ceda de forma clara y oficial en el tema de la
posesión de la tierra y la soberanía. Ninguno lo ha hecho ni creo
que lo vaya a hacer en un futuro próximo. Es preciso recordar que Israel
es hoy el único Estado del mundo que nunca ha tenido unas fronteras fijadas
internacionalmente; el único Estado que no es Estado de sus ciudadanos,
sino de todo el pueblo judío; el único Estado en el que más
del 90% de la tierra está en fideicomiso para uso exclusivo del pueblo
judío. Si pensamos que, además, es el único Estado que
nunca ha reconocido ninguna de las grandes disposiciones del derecho internacional,
ello nos indica hasta qué punto es profundo y espinoso el rechazo absoluto
con el que se han encontrado los palestinos.
Por ese motivo me producen escepticismo las discusiones y reuniones para hablar
de paz, una palabra hermosa pero que, en el contexto actual, significa que los
palestinos dejen de resistirse al control israelí sobre su tierra. Dos
de los numerosos defectos de la terrible labor de Arafat como dirigente (por
no hablar de los líderes árabes en general, aún más
lamentables) son que nunca hizo que las negociaciones desarrolladas a lo largo
de una década en Oslo se centraran en la propiedad de la tierra, por
lo que nunca presionó a los israelíes para que se declararan dispuestos
a ceder el derecho a las tierras palestinas, ni pidió que se exigiera
a Israel que admitiera alguna responsabilidad por el sufrimiento de su pueblo.
Ahora me inquieta que, de nuevo, sólo pretenda volver a salvarse a sí
mismo, cuando lo que necesitamos, en realidad, son observadores internacionales
que nos protejan y nuevas elecciones que garanticen un auténtico futuro
político para el pueblo palestino.
El interrogante fundamental que deben plantearse Israel y su pueblo es éste:
¿están dispuestos, jurídicamente, a asumir los derechos y las
obligaciones de ser un país como cualquier otro, y renunciar a esas afirmaciones
imposibles sobre la propiedad de la tierra por las que han luchado desde el
principio Sharon, sus padres y sus soldados? En 1948, los palestinos perdieron
el 78 % de su tierra. En 1967 perdieron el 22 % restante. En ambas ocasiones
fue a parar a Israel. Ahora, la comunidad internacional debe imponer a Israel
el deber de aceptar el principio de la partición real -y no ficticia-
y limitar sus insostenibles reivindicaciones extraterritoriales, esas pretensiones
absurdas basadas en la Biblia y unas leyes que le han permitido hasta hoy anular
a otro pueblo. ¿Por qué se permite ese tipo de fundamentalismo? Hasta
ahora, lo único que hemos oído es que los palestinos deben renunciar
a la violencia y condenar el terror. ¿Es que nunca se va a exigir a Israel nada
importante, es que puede seguir haciendo lo mismo que hasta ahora, sin pensar
en las consecuencias? Ésa es la pregunta fundamental que debe hacerse
sobre su existencia: si es capaz de seguir adelante siendo un Estado como todos
los demás, o si va a tener que estar siempre por encima de los deberes
y las limitaciones de todos los demás Estados del mundo. La historia
no resulta tranquilizadora.
Edward W. Said es ensayista palestino, profesor de Literatura Comparada en
la Universidad de Columbia, Nueva York.