25 de octubre del 2002
Israel, Irak y Estados Unidos
Edward W. Said
La Jornada
El 4 de junio de 1982 los aviones de guerra israelíes emprendieron
un pesado bombardeo contra muchas partes de Líbano. Dos días después
el ejército israelí entró en el país por la frontera
sur. Menachem Begin era primer ministro, Ariel Sharon su secretario de defensa.
La razón puntual de la invasión fue el intento de asesinato, en
Londres, del embajador israelí, pero entonces, como ahora, Begin y Sharon
culparon a los "comandos terroristas" de la Organización de Liberación
Palestina (OLP), cuyas fuerzas en el sur de Líbano habían observado,
de hecho, un cese al fuego que duraba ya todo el año previo a la invasión.
Pocos días después, el 13 de junio, Beirut fue sitiado por los
militares israelíes pese a que, al momento de iniciarse la campaña,
el vocero del gobierno israelí había identificado como su objetivo
el río Awali, 35 kilómetros al norte de la frontera. Después
se sabría, no hay equívoco, que Sharon intentaba matar a Yasser
Arafat bombardeando todo lo que rodeaba al desafiante líder palestino.
Con el acoso se instrumentó un bloqueo de la ayuda humanitaria, se practicaron
cortes en el agua y la electricidad y hubo una sostenida campaña de bombardeos
aéreos que destruyó cientos de edificios en Beirut. A finales
de agosto el embate había cobrado la vida de 18 mil palestinos y libaneses,
la mayoría civiles.
Desde la primavera de 1975, Líbano estaba en ruinas a causa de una terrible
guerra civil y, aunque Israel incursionó con su ejército sólo
una vez antes de 1982, las milicias cristianas de derecha buscaron su alianza
desde antes. Contando con un bastión en Beirut Oriental, estas milicias
cooperaron con las fuerzas de Sharon durante el estado de sitio que concluyó
en el horrendo bombardeo del 12 de agosto y por supuesto en las masacres de
Sabra y Shatila. El principal aliado de Sharon fue Bashir Gemayel, cabeza del
partido de las Falanges, quien fuera electo presidente por el parlamento el
23 de agosto.
Gemayel odiaba a los palestinos que, insensatos, entraron a la guerra civil
en apoyo del Movimiento Nacional, una coalición amplia de la izquierda
y los partidos nacionalistas árabes que incluía a Amal, antecedente
del actual movimiento shiíta Hizbollah ?que habría de jugar un
importante papel en la expulsión de los israelíes en mayo de 2000.
Después de que el ejército de Sharon produjera de facto su elección,
Gemayel se vio confrontado con la perspectiva de un vasallaje directo hacia
Israel y parece haber puesto reparos. Lo asesinaron el 14 de septiembre. Dos
días después comenzaron las masacres en los campamentos, al interior
del cinturón de seguridad que el ejército israelí tendió
para que los extremistas cristianos, colegas vengativos de Gemayel, pudieran
perpetrar sin oposición ni distracción su inicua tarea.
El 21 de agosto entraron en Beirut tropas francesas bajo la supervisión
de Naciones Unidas (y por supuesto la de Estados Unidos). Poco después
se les unirían tropas estadunidenses y otras fuerzas europeas, aun cuando
los combatientes de la OLP iniciaron la evacuación de Líbano ese
21 de agosto. Para el primero de septiembre la evacuación había
concluido y Arafat ?junto con un pequeño grupo de asesores y soldados?
recibió alojamiento en Túnez. Pero la guerra civil en Líbano
habría de continuar hasta 1990, momento en que se instaló un concordato
en Taifa para más o menos restaurar el viejo sistema confesional que
perdura hasta hoy. A mediados de 1994, Arafat ?todavía entonces cabeza
de la OLP? y algunos de sus asesores y soldados pudieron entrar en Gaza como
parte de los llamados acuerdos de Oslo.
A principios de 2002 Sharon declaró que lamentaba no haber podido matar
a Arafat en Beirut. No por falta de ganas, porque sus fuerzas redujeron a escombros
docenas de escondites y enclaves militares con gran pérdida de vidas.
1982 endureció a los árabes, supongo que al comprender que Israel
usaría tecnología avanzada (aviones, tanques, misiles y helicópteros)
para atacar civiles indiscriminadamente, y que ni Estados Unidos ni los otros
árabes harían nada por impedir estas acciones aunque implicaran
ir contra ciudades principales y dirigentes. (Si se quiere ahondar en este episodio
hay que revisar los libros Under Siege, de Rashid Khalidi, Nueva York, 1986;
Pity the Nation, de Robert Fisk, Londres, 1990. En cuanto a la guerra civil
libanesa específicamente, véase Going All the Way, de Jonathan
Randall, Nueva York, 1983.)
Así terminó el primer intento contemporáneo de un Estado
soberano por cambiar el régimen de otro, mediante vías militares
de escala total, en Medio Oriente. Lo traigo a cuento, como revuelto telón
de fondo de lo que ocurre ahora. Sharon es hoy el primer ministro de Israel,
sus ejércitos y su maquinaria de propaganda rodean y deshumanizan, una
vez más, a Arafat y a los palestinos acusándolos de "terroristas".
Es importante recordar que Tel Aviv comenzó a emplear sistemáticamente
el término "terrorista" para describir cualquier acto de resistencia
por parte de los palestinos desde mediados de los años 70. A partir de
entonces ésa es la regla, y se utilizó en especial entre 1987-1993,
durante la primera intifada, eliminando cualquier distinción entre resistencia
y mero terrorismo, lo que con eficacia despolitizó las razones de la
lucha armada.
Durante los años 50 y 60, Ariel Sharon se ganó sus espuelas, es
un decir, al encabezar la infame Unidad 101 que asesinaba árabes y arrasaba
sus hogares con la aprobación de Ben-Gurion. Estuvo a cargo de la pacificación
de Gaza en 1970-1971. Nada de esto, incluida su campaña bélica
de 1982, logró erradicar al pueblo palestino, o alterar el mapa o el
régimen lo suficiente como para asegurar con métodos militares
una victoria total israelí.
La diferencia principal entre lo ocurrido en 1982 y lo que ocurre en 2002 es
que ahora los palestinos están sitiados y son victimados en sus propios
territorios ?ocupados por los israelíes en 1967?, donde han permanecido
pese a los estragos de la ocupación, pese a la destrucción de
la economía y de toda su infraestructura civil de vida colectiva. La
semejanza central yace, por supuesto, en los desproporcionados métodos
empleados para perpetrarlo: por ejemplo, los cientos de tanques y bulldozers
usados para entrar a poblados como Jenin o a campos de refugiados como Deheishesh
para matar y vandalizar, para evitar que las ambulancias y los equipos de primeros
auxilios cumplan su tarea, para cortar el agua y la electricidad, y más.
Todo lo anterior con el respaldo de Estados Unidos, cuyo presidente llegó
al punto de llamar hombre de paz a Sharon, y eso durante las peores escaladas
de marzo y abril de 2002.
Que los soldados de Sharon destruyeran todas las computadoras y se llevaran
todos los archivos y los discos duros de la Oficina Central de Estadística,
el Ministerio de Educación, de Finanzas, de Salud, de los centros culturales,
y vandalizaran las bibliotecas y oficinas, ilustra muy bien que las intenciones
de Sharon rebasan "la erradicación del terrorismo" y tienen por objeto
reducir la vida colectiva palestina a un nivel pre moderno.
No quiero recomenzar mis críticas a las tácticas de Arafat ni
a los fracasos de su deplorable régimen durante las negociaciones de
Oslo o de ahí en adelante. Ya lo hice en extenso y en otras partes. Además,
mientras escribo, este hombre se aferra a la vida literalmente con los dientes;
su cuartel general en Ramallah se desmorona y está bajo sitio. Mientras,
Sharon hace lo imposible por herirlo y ha estado a punto de asesinarlo. Lo que
me preocupa ahora es la manera en que la idea de un cambio de régimen
se torna un proyecto atractivo para individuos e instituciones (con sus ideologías)
cuando son asimétricamente más poderosos que sus adversarios.
Qué clase de razonamiento vuelve fácil concebir un gran poder
militar que dé licencia para emprender un cambio social y político
a una escala no imaginada antes, con tan poca consideración por el daño
enorme que dicho cambio, por fuerza, entraña.
Cómo es que la expectativa de minimizar el riesgo de bajas de la propia
parte estimula más y más fantasías de que se puede crear
democracia o algo así mediante ataques quirúrgicos, guerra aséptica,
campos de batalla de alta tecnología o reacomodos totales del mapa. Cómo
es que tales fantasías incuban ideas de omnipotencia, la suposición
de que se puede borrar el pizarrón y mantener un control absoluto de
lo que le importa a "nuestro" bando.
Durante la actual campaña estadunidense por lograr un cambio en el régimen
de Irak, desapareció de nuestra atención el hecho de que es el
pueblo iraquí, su vasta mayoría, quien paga un precio terrible
en pobreza, desnutrición y enfermedades, como resultado de diez años
de sanciones. Lo anterior cumple a la perfección con la política
estadunidense en Medio Oriente, una construida sobre dos poderosos pilares:
la seguridad de Israel y las vastas reservas de petróleo barato.
El complejo mosaico de tradiciones, religiones, culturas, etnicidades e historias
que conforman el mundo árabe, especialmente en Irak, a pesar de la existencia
de Naciones-estados regidos por indolentes y despóticos gobernantes,
se pierde en las maniobras de quienes planifican la estrategia estadunidense
e israelí. Pese a los cinco mil años de su historia, Irak es visto
ahora como una "amenaza" para sus vecinos (lo que en su actual condición
de debilidad y cerco es realmente una estupidez) o como una "amenaza" para la
libertad y la seguridad de Estados Unidos, lo que constituye un sinsentido todavía
mayor. No me voy a molestar aquí en añadir mi condena a Saddam
Hussein como persona espantosa: doy por hecho que merece ser destituido y castigado,
de acuerdo a casi toda consideración. Lo peor es que es una amenaza para
su propio pueblo.
Sin embargo, desde el periodo anterior a la primera guerra del Golfo, la imagen
de Irak como país árabe próspero y diverso ha desaparecido:
la imagen que circula en los medios y en el discurso de la política es
el de una tierra desértica habitada por bandas brutales encabezadas por
Hussein.
Pero lo que nunca se menciona es que esta degradación de lo que es Irak
tiene en la ruina, por ejemplo, a la industria editorial iraquí cuando
que Irak aportaba el mayor número de lectores en el mundo árabe
por ser uno de los pocos países árabes con amplia clase media
profesional ilustrada y competente. Tampoco se menciona que siempre fue el centro
cultural del mundo árabe (el imperio abásida con su gran literatura,
filosofía, arquitectura, ciencia y medicina fue una contribución
fundamental iraquí y es todavía la base de la cultura árabe),
que tiene petróleo, agua y tierra fértil, que para los otros árabes
la herida sangrante del sufrimiento iraquí (al igual que el calvario
palestino) es fuente de pena continua para árabes y musulmanes por igual.
Sus vastas reservas de crudo, empero, son una realidad. El argumento recurrente
es que si "nosotros" se lo quitáramos a Saddam y las controláramos,
no seríamos tan dependientes del petróleo saudita. Vale la pena
mencionar que después de Arabia Saudita, Irak tiene las más grandes
reservas de crudo en el planeta: aproximadamente 1.1 billones de dólares
en petróleo ?mucho del cual Saddam tiene comprometido con Rusia, Francia
y otros cuantos países? que son objetivo crucial para la estrategia estadunidense
y la mejor carta con que cuenta el Congreso Nacional Iraquí en su trato
con los consumidores de petróleo no estadunidense. (Para más detalles
léase Oiling the Wheels of War, The Nation, 7 de octubre.) Buena parte
de las negociaciones entre Putin y Bush tienen que ver con la tajada que las
compañías petroleras estadunidenses podrían prometerle
a Rusia. Esta es un truculenta reminiscencia de los 3 mil millones de dólares
que Bush padre ofreciera a Rusia. Ambos Bush son comerciantes en petróleo,
después de todo, y les preocupa más esta suerte de cálculo
que los aspectos delicados de su política hacia Medio Oriente, como volver
a desmantelar la infraestructura civil de los iraquíes.
Es así que el primer paso en la deshumanización del odiado Otro
es reducir su existencia a unas cuantas frases, imágenes y conceptos
simples, repetidos con insistencia. Esto facilita bombardear al enemigo sin
remordimiento. Después del 11 de septiembre, es bastante fácil
para Israel y para Estados Unidos hacer lo correspondiente con los pueblos palestino
e iraquí. Pero el punto a destacar es la preponderancia avasalladora
de la misma política y los mismos y severos plan uno, plan dos o plan
tres puestos a operar por los mismos estadunidenses e israelíes.
En Estados Unidos, según lo anotó Jason Vest en The Nation (2-9
de septiembre), la gente del Instituto Judío de Seguridad Pública
(JINSA) y del Centro de Políticas de Seguridad (CSP), ambos del ala derecha,
es quien copa los comités del Pentágono y del Departamento de
Estado, incluido el que opera Richard Perle (designado por Wolfowitz y Rumsfeld).
La seguridad estadunidense y la israelí se igualan y el JINSA se gasta
"el grueso de su presupuesto en enviar una parvada de generales y almirantes
estadunidenses a Israel". A su regreso escriben editoriales y aparecen en la
televisión remachando la línea del Partido Likkud. La revista
Time publicó en su número del 23 de agosto un texto acerca de
la Junta de Políticas de Defensa del Pentágono, muchos de cuyos
miembros provienen del JINSA o del CSP, titulado "El consejo secreto de la guerra,
por dentro".
En cuanto a Sharon, sigue remachando que su campaña contra el terrorismo
palestino es idéntica a la guerra estadunidense contra el terrorismo
en general, y contra Osama Bin Laden y Al Qaeda en particular. Y éstos,
alega, son a su vez parte de la misma Internacional Terrorista que agrupa a
muchos musulmanes por toda Asia, Africa, Europa, Norteamérica, pese a
que el eje del mal definido por Bush parezca, por el momento, concentrarse en
Irak, Irán y Corea del Norte.
Hoy son 132 países los que cuentan con algún tipo de presencia
militar estadunidense, toda ella vinculada a la guerra contra el terrorismo,
una que sigue sin definirse flotando así como látigo para acicatear
más frenesí y temor patriotero, más apoyo a las acciones
militares en el frente interno, donde las cosas van de mal en peor.
Las áreas principales de Gaza y la Franja Occidental están ocupadas
por tropas israelíes que de rutina matan o detienen palestinos sobre
la base de ser "sospechosos" de terrorismo o de militancia. Las casas o las
tiendas son demolidas con el pretexto de alojar fábricas de bombas, células
terroristas y lugares de reunión de militantes. No se ofrecen pruebas.
Ni las exigen los reporteros que aceptan las catalogaciones israelíes
sin un murmullo.
Con este esfuerzo de deshumanización sistemática se ha tendido
entonces una inmensa alfombra de mistificación y abstracción sobre
el mundo árabe. Lo que el ojo y el oído perciben es terror, fanatismo,
violencia, odio a la libertad, inseguridad, y las más avanzadas armas
de destrucción masiva que se descubrirían en donde todos sabemos
pero nunca se buscan (en Israel, Paquistán, India y obviamente en Estados
Unidos entre otros países), y no en los hipotéticos enclaves terroristas,
en manos de Saddam o de una banda fanática, etcétera. Una figura
constante en esta alfombra es que los árabes odian a Israel y a los judíos
sin más razón que por odiar también a Estados Unidos.
Potencialmente, el enemigo más temible de Israel es Irak ?por los recursos
económicos y humanos con que cuenta. Los palestinos son formidables porque
se atraviesan en el camino de la hegemonía y la ocupación de tierras
israelí. Los israelíes de derecha, como Sharon, que representan
la ideología del Gran Israel y que reclaman toda la Palestina histórica
como patria judía, han sido especialmente eficaces en hacer de su visión
regional algo dominante entre sus simpatizantes en Estados Unidos.
Según Uzi Landau, ministro de Seguridad Interna israelí (y miembro
del Partido Likkud), quien apareció en la televisión estadunidense
el verano pasado, hablar de "ocupación" no tiene sentido. "Somos un pueblo
que regresa a casa". El conductor del programa, Mort Zuckerman (dueño
de US News and World Report y cabeza del Consejo de Presidentes de las Principales
Organizaciones Judías), no hurgó siquiera en este extraordinario
concepto. Pero el 6 de septiembre, en Yediot Aharanot, el periodista israelí
Alex Fishman describió a Condoleezza Rice, Rumsfeld (ahora él
también se refiere a los "supuestos territorios ocupados"), Cheney, Paul
Wolfowitz, Douglas Feith y Richard Perle (que encargara el famoso Informe Rand
que señala a Arabia Saudita como enemigo y a Egipto como el premio que
obtendrá Estados Unidos en el mundo árabe) y sus "revolucionarias
ideas" como aterradoramente guerreristas porque buscan alterar los regímenes
de todos los países árabes. Fishman afirmó que Sharon ha
dicho que este grupo ?muchos de ellos miembros de JINSA y CSP, y conectados
con AIPAC, filial del Washington Institute of Near East Affairs? domina el pensamiento
de Bush (si es que puede llamársele pensamiento). Y dice: "en comparación
con nuestros amigos estadunidenses, Effi Eitam (uno de los más recalcitrantes
duros en el gabinete israelí) es una blanca paloma".
La otra cara, más aterradora, es la proposición no rebatible de
que si "nosotros" no nos apropiamos en exclusiva del terror (o de cualquier
otro enemigo potencial) seremos destruidos. Es esta proposición el corazón
de la estrategia de seguridad estadunidense y la anuncian a tambor batiente
(en entrevistas y en programas de debate) Rice, Rumsfeld y Bush mismo. La declaración
formal de este punto de vista se presentó hace poco en La estrategia
de seguridad nacional de Estados Unidos, un documento oficial preparado como
manifiesto global de la nueva política exterior del gobierno, posterior
a la guerra fría. El supuesto de trabajo es que vivimos en un mundo excepcionalmente
peligroso donde existe realmente una red de enemigos que cuentan con fábricas,
oficinas e incontables miembros, cuyo único propósito de vida
es destruir "nos", a menos que los destruyamos primero. Esto enmarca y confiere
legitimidad a la guerra contra el terrorismo y contra Irak, para la cual se
ha pedido al Congreso y a Naciones Unidas su respaldo.
Existen individuos y grupos fanáticos, por supuesto, y muchos de ellos
están en favor de infligir daños a Israel o a Estados Unidos.
Por otro lado, en los mundos árabe e islámico se percibe a Estados
Unidos e Israel como los creadores de los extremistas jihadis, de los cuales
Bin Laden es el más famoso, y como quienes (con tal del proseguir con
sus políticas hostiles y destructivas en esos ámbitos) transgreden
impunemente las leyes internacionales y las resoluciones de Naciones Unidas.
David Hirst, en su columna del Guardian fechada el 6 de septiembre en El Cairo,
escribe que aun aquellos árabes que se oponen a sus despóticos
regímenes "considerarán el ataque estadunidense como un acto de
agresión dirigido no sólo contra Irak sino contra la totalidad
del mundo árabe, algo que se tornará supremamente intolerable,
pues se emprenderá en beneficio de Israel, que cuenta con un enorme arsenal
de armas de destrucción masiva que a ellos no les permiten tener. Esto
les parece abominable".
Digo también que existe un relato específico de la experiencia
palestina y, al menos desde mediados de los 80, una voluntad formal por hacer
la paz con Israel que contradice la más reciente amenaza terrorista representada
por Al Qaeda o la supuesta amenaza espuria encarnada en Saddam Hussein, quien
por supuesto es un hombre terrible pero no podría lanzar una guerra intercontinental.
Sólo en ocasiones el gobierno estadunidense se atreve a decir que Hussein
podría ser una amenaza para Israel, pero ése parece ser uno de
sus pecados más graves. Ninguno de sus vecinos lo percibe como amenaza.
Los palestinos e Irak se involucran tan poco, que su relación no constituye
la amenaza que los medios refuerzan como percepción vez tras vez. Las
historias sobre los palestinos que aparecen en publicaciones pulimentadas e
influyentes de gran circulación como The New Yorker y The New York Times
Magazine los muestran como fabricantes de bombas, colaboracionistas, asesinos
suicidas y todo aquello. Ninguna de estas revistas ha publicado nada desde el
punto de vista árabe desde el 11 de septiembre. Nada en lo absoluto.
Así que cuando el gobierno estadunidense cañonea como Dennis Ross
(negociador en jefe de Clinton en las pláticas de Oslo y miembro de una
filial del cabildeo israelí, antes y después), insistiendo en
que los palestinos rechazaron una generosa oferta en Campo David, distorsiona
flagrantemente los hechos, como muestran muchas fuentes con autoridad moral.
Lo que Israel concedía eran áreas palestinas no contiguas rodeadas
de asentamientos y puestos de seguridad israelíes, sin frontera común
entre Palestina y algún otro Estado árabe (Egipto al sur o Jordania
al este, por ejemplo).
Nadie se ha tomado la molestia de preguntar por qué se aplican términos
como "oferta" y "generosa" cuando el territorio lo mantiene ilegalmente una
fuerza de ocupación que contraviene las leyes internacionales y varias
resoluciones de Naciones Unidas. Pero dado el poder de los medios para repetir,
repetir y subrayar frases simples, más los esfuerzos incansables de la
plataforma de cabildeo israelí por remachar la misma idea ?Dennis Ross
es particularmente necio en proferir esta falsedad? la idea ya quedó
fijada: los palestinos escogieron "el terrorismo y no la paz". Hamas y la Jihad
Islámica no son vistas como parte (tal vez una confundida) de la lucha
palestina por librarse de la ocupación militar israelí, sino como
elemento de una ambición general palestina por aterrorizar, amenazar
y ser un peligro. Como Irak.
De cualquier modo, con el nuevo y bastante improbable alegato del gobierno estadunidense
de que el Irak secular ha dado refugio y entrenamiento a la enloquecida y teocrática
Al Qaeda, el caso contra Saddam Hussein parece cerrado. El consenso gubernamental
que prevalece (aunque sigue debatiéndose) es que como los inspectores
de Naciones Unidas no pueden asegurar qué tanto tiene de armas de destrucción
masiva, qué tanto esconde y qué trama, hay que atacarlo y destituirlo.
Desde el punto de vista estadunidense, dirigirse a Naciones Unidas para pedir
su autorización tiene por objeto lograr una resolución tan tiesa
y punitiva que ya no importe si Saddam accede o no: será incriminado
por haber violado "las leyes internacionales" a tal grado, que su mera existencia
justificará un cambio militar de régimen.
A fines de septiembre, por otra parte, en una resolución del Consejo
de Seguridad de la ONU aprobada por unanimidad (con abstención de Estados
Unidos) se emplazó a Israel a poner fin al estado de sitio del cuartel
de Arafat en Ramallah y a retirarse del territorio palestino ocupado ilegalmente
desde marzo (el pretexto de Israel ha sido la "autodefensa"). Israel se niega
a cumplir y la razón subyacente para que Estados Unidos no haga nada
por impulsar su propia postura ?expresada antes? es que "nosotros" entendemos
que Israel debe defender a sus ciudadanos. El porqué se busca a Naciones
Unidas en un caso y se le ignora en otro es una de esas inconsistencias en las
que Estados Unidos simplemente recae.
Donald Rumsfeld y sus colegas profieren una limitada serie de frases inventadas
como "erradicación anticipatoria", "autodefensa preventiva" (o el otro
eufemismo, más extraño, de "destrucción constructiva")
para persuadir al público de que los preparativos para la guerra contra
Irak o cualquier otro Estado necesitado de un "cambio de régimen" están
apuntalados en la noción de la autodefensa. Al público se le mantiene
en ascuas mediante repetidas alertas rojas o naranjas, se alienta a las personas
a informar a las autoridades encargadas de mantener el orden sobre cualquier
conducta "sospechosa", y miles de musulmanes, árabes o sudasiáticos
son detenidos y en algunos casos arrestados bajo sospecha. Todo esto se emprende
a instancias del presidente como una faceta del patriotismo y el amor por America.
Aún no soy capaz de entender qué significa amar a un país
(en el discurso político estadunidense el amor por Israel es también
frase corriente), pero parece significar una lealtad ciega e incuestionable
a los poderes en turno que, con su secrecía, evasividad y renuencia activa
a comprometerse con un público alerta ?pero sin respuestas sistemáticas
o coherentes, hasta el momento? ocultan lo feo y destructivo de toda la política
del gobierno de Bush en torno a Irak y el Medio Oriente.
Es tan poderoso Estados Unidos en comparación con la mayoría de
los otros países importantes combinados, que en realidad no se le puede
constreñir ni obligar a cumplir con ningún sistema internacional
de conducta, ni siquiera con alguno que su propio Secretario de Estado pudiera
anhelar. La abstracción de si "debemos" o no ir a la guerra contra un
Irak situado a más de 11 mil kilómetros de distancia, pesa al
discutir una política exterior que despoja a otro pueblo de cualquier
identidad humana densa o real. Vistos desde los sensores de los misiles inteligentes
o por la televisión, Irak y Afganistán son cuando mucho un tablero
de ajedrez donde "nosotros" tomamos la decisión de entrar, destruir,
reconstruir o no, a voluntad. El término "terrorismo", como la guerra
contra éste, sirve muy bien para alimentar este sentimiento pues, comparada
con muchos europeos, la gran mayoría de estadunidenses no ha tenido contacto
con los pueblos musulmanes ni ha vivido la experiencia de sus tierras. No ha
podido sentir la trama de la vida que una campaña sostenida de bombardeos
haría jirones (como en Afganistán) .
El terrorismo, percibido como una emanación surgida de esos tejidos bien
financiados por "decisión" de gente que odia nuestras libertades y que
está celosa de nuestra democracia, tiene a los polemistas debatiendo
en formas de lo más extravagantes, desubicadas y despolitizadas.
La historia y la política desaparecen, todo porque la memoria, la verdad
y la existencia humana real se han degradado con mucha eficacia. Uno ya no puede
hablar del sufrimiento palestino o de la frustración árabe porque
la presencia de Israel en Estados Unidos lo hace imposible. En una manifestación
fervientemente pro israelí ocurrida en mayo, Paul Wolfowitz mencionó
de pasada el sufrimiento palestino, y fue abucheado sonoramente: nunca volvió
a referirse a éste.
Es más, una política de libre comercio o de derechos humanos coherente,
que se apegara fielmente a las virtudes subyacentes de los derechos humanos,
la democracia y las economías libres que se supone profesamos, resulta
minada al interior de Estados Unidos por ciertos grupos de interés (como
lo prueba la influencia de algunas plataformas étnicas de cabildeo, de
las industrias de defensa y acero, el cártel petrolero, la agroindustria,
los retirados, la camarilla pro armas, por mencionar sólo algunos). Cada
uno de los 500 distritos electorales representados en Washington, por ejemplo,
cuenta con una industria de defensa o relacionada con ella. Como dijera el secretario
de Estado, James Baker, justo antes de la primera guerra del Golfo, la causa
real de la guerra contra Irak son los "empleos".
Si se trata de relaciones exteriores, vale recordar que sólo 25-30 por
ciento de los miembros del Congreso tiene pasaporte (contra 15 por ciento de
estadunidenses que viaja al exterior) y que lo que dicen o piensan tiene menos
que ver con historia, filosofía o ideales que con quién influye
en las campañas de sus miembros, envía dinero, etcétera.
Dos importantes miembros camarales, Earl Hilliard, de Alabama, y Cynthia McKinney,
de Georgia ?personas que apoyan el derecho de los palestinos a la autodeterminación
y mantienen críticas hacia Israel?, fueron derrotados recientemente por
candidatos relativamente oscuros, bien financiados con dinero de Nueva York
(es decir judío) de fuera de sus estados, como ahora se sabe abiertamente.
A ambos derrotados la prensa los vapuleó acusándolos de extremistas
y antipatriotas.
En lo referente a la política estadunidense en Medio Oriente, el grupo
de cabildeo Israelí no tiene parangón y ha convertido la rama
legislativa del gobierno en lo que el ex senador Jim Abourezk llamara alguna
vez territorio ocupado por israelíes. No existe siquiera un grupo árabe
comparable, o que funcione con eficacia. Un caso que ilustra lo anterior son
las periódicas resoluciones, no solicitadas, que el Senado envía
al presidente con el objeto de enfatizar, subrayar, reiterar el respaldo estadunidense
a Israel. Hubo una de estas resoluciones en mayo, justo cuando las fuerzas israelíes
ocupaban, de hecho destruían, todos los poblados principales de la Franja
Occidental.
Una de las desventajas de este respaldo de pared a pared que se brinda a Israel
en sus políticas extremas es que, en el largo plazo, resultará
negativo para Israel como país de Medio Oriente. Tony Judt argumenta
el caso muy bien, sugiriendo que la necedad israelí de permanecer en
tierra palestina no conduce a nada y únicamente difiere la retirada inevitable.
Todo el revuelo de guerra contra el terrorismo permite a Israel y a sus simpatizantes
cometer crímenes de guerra contra la población palestina de la
Franja Occidental y Gaza, 3.4 millones que se han convertido (según la
frase de moda) en "daños colaterales no combatientes". Terje- Roed Larsen,
encargado especial de Naciones Unidas para los Territorios Ocupados, acaba de
publicar un reporte en el que acusa a Israel de inducir una catástrofe
humana: el desempleo alcanza 65 por ciento, 50 por ciento de la población
vive con menos de dos dólares al día, y la economía está
desbaratada, por no hablar de la vida de la gente.
Puestos a comparar, el sufrimiento y la inseguridad de Israel son mucho menores:
no hay tanques palestinos que ocupen parte alguna o que amenacen algún
asentamiento israelí. Hace dos o tres semanas Israel mató a 75
palestinos, muchos de ellos niños, demolió casas, deportó
gente, arrasó valiosa tierra arable, mantuvo a todo mundo en sus casas
mediante toques de queda de 80 horas seguidas, impidió con bloqueos carreteros
el paso de civiles, ambulancias y asistencia médica; practicó
más cortes de agua y electricidad. Las escuelas y las universidades no
pueden funcionar.
Aunque lo anterior ocurre a diario, y la ocupación y las docenas de resoluciones
del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas tienen ya una vigencia de 35 años,
sólo en ocasiones se mencionan en los medios estadunidenses, a manera
de colofones en largos artículos tocantes a los debates del gobierno
de Israel o cuando ocurre algún desastroso bombazo suicida. La frasecita
"sospechosos de terrorismo" es justificación y epitafio para cualquiera
a quien Sharon decida eliminar. Estados Unidos no objeta sino los casos más
leves diciendo, por ejemplo, que hacer tan poco no sirve para disuadir la siguiente
andanada de asesinatos.
Nos acercamos al corazón del asunto. Debido a los intereses israelíes
en Estados Unidos, la política de este país en torno a Medio Oriente
es, por tanto, israelocéntrica. Como escalofriante conjetura posterior
al 11 de septiembre, los halcones neoconservadores, cuya visión de Medio
Oriente tiene por compromiso la destrucción de los enemigos de Israel,
racionalizan en lo teórico a la Derecha Cristiana, el Grupo Israelí
y la beligerancia semirreligiosa del gobierno de Bush, para con eufemismo etiquetar
esta destrucción como el nuevo trazo de un mapa que traerá un
cambio de régimen y "democracia" en los países árabes que
más amenazan a Israel. (Ver "The Dynamics of World Disorder: Which God
is on Whose Side", de Ibrahim Warde, Le Monde Diplomatique, septiembre de 2002,
y "Born-Again Zionists", de Ken Silverstein y Michael Scherer, Mother Jones,
octubre de 2002.)
La campaña de Sharon por reformar Palestina no es sino la otra cara de
su esfuerzo por destruir a los palestinos en lo político, ambición
de toda su vida. Egipto, Arabia Saudita, Siria, incluso Jordania, han recibido
varias amenazas pese a que, aun siendo regímenes desastrosos, recibían
apoyo de Estados Unidos desde la Segunda Guerra Mundial, como el mismo Irak.
A todo aquel que sepa algo del mundo árabe le resulta obvio que este
frágil estado de cosas se recrudecerá una vez que Estados Unidos
ataque Irak. Los simpatizantes de la política del gobierno estadunidense
sueltan de cuando en cuando frases vagas que hablan de lo emocionante que será
instalar una democracia en Irak y en otros estados árabes, sin mucha
consideración por lo que significará ésta para la gente
que vive la experiencia real ahí, especialmente cuando los B-52 desgarran
su tierra y sus hogares, inexorablemente. No me imagino a ningún árabe
o iraquí que no quiera ver destituido a Saddam Hussein. Todo indica que
las acciones militares israelí-estadunidenses han empeorado las condiciones
cotidianas de la gente común, pero ni de lejos se comparan con la terrible
ansiedad, las distorsiones sicológicas y las deformaciones políticas
impuestas a estas sociedades.
Hoy, ni siquiera la oposición iraquí expatriada que han cortejado
por lo menos dos gobiernos estadunidenses, ni algunos generales estadunidenses
al estilo Tommy Franks, cuentan con mucha credibilidad como posibles gobernantes
de Irak después de una guerra. Tampoco parece haber mucha reflexión
en torno a lo que Irak requiere una vez derrocado el régimen, cuando
los actores internos se muevan de nuevo, cuando incluso el partido Baath esté
desintoxicado. Puede ocurrir que ni siquiera el ejército iraquí
levante un dedo para combatir al lado de Saddam.
Es interesante que en una audiencia reciente del Congreso, tres ex generales
del Comando Central estadunidense expresaran serias reservas, y yo diría
devastadoras, por los azares en la planeación militar de toda esta aventura.
Pero aun esas dudas se quedan cortas ante el problema del faccionalismo interno
de Irak o de su dinámica etno-religiosa, sobre todo después de
30 años bajo el poder debilitador del partido Baath, de las sanciones
de Naciones Unidas y dos grandes guerras (tres si Estados Unidos ataca). Es
suficiente saber, para luego estremecerse, que Fouad Ajami y Bernard Lewis son
los dos principales expertos asesores del gobierno. Ambos son ideológica
y virulentamente antiárabes y están desacreditados ante la mayoría
de sus colegas. Lewis nunca ha vivido en el mundo árabe y lo que tenga
que decir es basura reaccionaria; Ajami es del sur de Líbano, un hombre
alguna vez progresista y simpatizante de la lucha palestina, que se convirtió
a la extrema derecha abrazando sin reservas el sionismo y el imperialismo estadunidense.
El 11 de septiembre pudo haber iniciado un periodo de reflexión y ponderación
de la política exterior estadunidense después del impacto de una
atrocidad tan descomunal. Es muy cierto que tal terrorismo debe confrontarse
y combatirse, pero en mi opinión lo primero a considerar es la resaca
de una respuesta de fuerza y no sólo la inmediata e irreflexiva respuesta
violenta.
Hoy nadie argumentaría, ni siquiera después de la debacle de los
talibanes, que Afganistán es un lugar más seguro y mucho mejor,
si asumimos el punto de vista de tantos ciudadanos que aún padecen.
Queda claro que reconstruir dicha nación no es la prioridad de Estados
Unidos, ya que otras guerras y otros escenarios atraen su atención y
lo apartan de su último campo de batalla. Además, qué significa
que los estadunidenses emprendan la reconstrucción de una nación
con cultura e historia tan diferentes de la de ellos como Irak. Tanto el mundo
árabe como Estados Unidos son mucho más complejos y dinámicos
que lo expresado en frases resonantes plenas de lugares comunes en torno a la
guerra. Esto es obvio después de los ataques estadunidenses a Afganistán.
Para complicar las cosas, hay voces de considerable peso en la cultura árabe
de hoy que disienten, y hay movimientos reformadores de amplio espectro. Lo
mismo ocurre en Estados Unidos, donde, a juzgar por mis recientes experiencias
en varias sedes universitarias, la mayoría de los ciudadanos está
angustiada por la guerra, ansiosa por saber más. Deseosa sobre todo de
no ir a una guerra de tal belicosidad mesiánica y tan vagos objetivos.
Entre tanto, como lo puso The Nation en su último editorial, el país
marcha hacia la guerra como en trance, mientras el Congreso (con excepciones
que aumentan) simplemente abdicó de su papel de representar los intereses
del pueblo.
Habiendo vivido al interior de dos culturas toda mi vida, me apabulla que el
llamado choque de civilizaciones, esa noción reduccionista y vulgar tan
de moda, se haya apoderado de la razón y la acción.
Lo que necesitamos es tejer un tramado universalista de ideas que nos permita
comprender y lidiar con gente como Saddam Hussein y con Sharon, con gobernantes
como los de Myanmar, Siria, Turquía y el resto de otros países
donde las depredaciones han pervivido sin la suficiente resistencia.
Debemos oponernos a la demolición de casas, a la tortura, a la negación
del derecho a la educación donde quiera que ocurran. No conozco otra
manera de recrear o restaurar este tramado de ideas sino la educación,
propiciando la discusión abierta, el intercambio y la honestidad intelectual
que no transijan con los alegatos engañosos ni con la jerigonza de la
guerra, con el extremismo religioso o la "defensa" destructiva. Pero eso, caray,
toma tiempo, y a juzgar por los gobiernos de Estados Unidos y el Reino Unido,
su pequeño socio, eso no reditúa en votos.
Debemos hacer todo lo que esté a nuestro alcance para provocar la discusión
y las preguntas comprometedoras, y así frenar y finalmente impedir el
recurso de la guerra que hoy se volvió teoría y no sólo
práctica.
© Edward W. Said
Traducción: Ramón Vera Herrera