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OPINION
La república menemista
Por Luis Bruschtein 
  
  En las últimas semanas la estrategia de Carlos Menem se había 
  reducido a pasar inadvertido. Recluido en su provincia, apostaba al sigilo, 
  a evitar que un encontronazo incómodo agregara la palabra "escrache" 
  o "cacerolazo" al último tramo de su biografía. Un político 
  furtivo y huidizo fue lo que quedó de aquel nuevo Roca que había 
  traicionado su sueño de ser Facundo.
  La caída de la "república menemista" dejó la sensación 
  de que el país sale de una guerra nuclear cuyo estallido arrasó 
  con ideas, políticos e instituciones. Es como si de todo eso sólo 
  hubieran quedado ruinas, montoncitos de ladrillos humeantes sobre los que algún 
  alucinado sobreviviente intenta la reconstrucción sin creer demasiado 
  en lo que hace.
  La imagen de Menem sobrevuela ese caos. Impermeable a la desesperación 
  y la angustia de la destrucción propuso más de lo mismo, preocupado 
  por descargar en sus sucesores el veredicto de los hechos. Aunque ya no tenga 
  peso en su partido y su imagen pública haya decaído al punto de 
  que deba recluirse por temor a la gente, Menem es parte importante de la política 
  argentina. Es un producto más genuino de esta realidad que las dictaduras 
  porque no quebrantó voluntades, sino que logró manipularlas para 
  después gobernar en contra de ellas y, aún así, sostenerse 
  durante diez años. 
  Por esa razón el desmoronamiento de su construcción ha sido tan 
  devastador e impactó también en los argumentos de quienes fueron 
  su oposición y le sucedieron. Para los votos de la Alianza, Menem era 
  ladrón, corrupto o rosquero, pero respetaron el corazón de su 
  proyecto y con su fracaso se fue lo último que quedaba de ilusión.
  Si un gobernante roba es lógico que vaya a la cárcel. Pero durante 
  la era menemista, las limitaciones de una oposición que prefirió 
  no criticar una estrategia de destrucción de la producción, de 
  endeudamiento y enajenación de la soberanía política, de 
  exclusión y empobrecimiento, los llevó a centrar sus cuestionamientos 
  sólo en la corrupción. Ese fue el espacio de la política 
  y por eso la llamada "judicialización de la política" fue un subproducto 
  del modelo. Si la política se limitaba a perseguir el delito, la justicia 
  se convertía en su escenario principal.
  Mucha gente enojada con Menem lo acusa de ladrón y limita la identidad 
  política del riojano a esa categoría delincuencial. Mantienen 
  así la inercia de un juego que fue funcional a la "república menemista". 
  Pero en una república, si bien la justicia es importante, juega un papel 
  secundario en la política donde se tiene que dar esencialmente la confrontación 
  de proyectos e ideas. Así, si Menem delinquió y va preso, sería 
  un triunfo de la Justicia y no de la política, que en todo caso lo que 
  debería condenar es al proyecto socioeconómico del menemismo