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29 de abril del 2002
El telefonazo
Cuauhtémoc Cárdenas
La Jornada
El lunes conocimos, mexicanos, cubanos y el mundo entero, una insólita,
inimaginable llamada telefónica, que raya en lo fantástico, que
hiciera el jefe de Estado de México, Vicente Fox, al de Cuba, Fidel Castro.
Muchas cosas quedaron a la vista con esa conversación. Para los mexicanos
ha resultado una conversación más que reveladora, de confirmación
de lo que ya se suponía respecto a la capacidad política -para
no hablar de las formas y calidades del trato personal o de la falta de perspicacia
o el imperdonable desconocimiento del interlocutor- del titular del Ejecutivo
mexicano y de su gobierno, así como del giro radical que se ha dado a
la política exterior del país.
Cuando conocimos, en voz de Fidel Castro, que un alto funcionario del gobierno
de México le había solicitado abandonar Monterrey a la brevedad
y no quiso revelar quién se lo había pedido, aunque siempre dijo
contar con las evidencias para probar su afirmación -lo que nunca debieron
perder de vista ni la Presidencia ni la cancillería mexicanas-, se dijo
que el presidente cubano estaba en falta. Por su lado, todos los funcionarios
mexicanos que trataron el tema sostuvieron siempre que el presidente cubano
mentía. ¿Desconocían o no imaginaban quién podía
haber hecho un planteamiento en tales términos a un jefe de Estado? ¿Y
finalmente, quién mintió? Por otro lado, los funcionarios mexicanos
mostraron gran torpeza al perder de vista que en toda relación internacional
que se quiere fructífera, se espera reciprocidad, y si los golpes van
siempre en un mismo sentido: la descortesía, que obedecía a un
ignominoso servilismo, de Monterrey; la entrevista con la disidencia en una
visita de Estado, anunciada al gobierno cubano en el último momento;
el voto del gobierno mexicano en Ginebra, y varios desencuentros más,
había que esperar una respuesta, que no iba a ser de halagos y menos
de sumisión.
El que este intercambio entre dos jefes de Estado se haya hecho público,
al divulgar la parte cubana una grabación de la conversación sostenida,
constituye un hecho insólito en la vida internacional. No puede aplaudirse
que se haya faltado a la discreción debida en este tipo de intercambios,
por más que haya habido agravios que resultaban intolerables para la
dignidad de un gobernante y su compromiso de preservar esa dignidad ante su
pueblo y su país.
Sin embargo, sorprenderse los altos funcionarios del gobierno de México
porque se haya grabado una conversación telefónica internacional
-lo que más de alguno de ellos hace todos los días en lo interno
y lo que debe ser usual, para mantener registro de intercambios trascendentes
en las comunicaciones entre jefes de Estado-, resulta, por decir lo menos, ingenuo,
pues sabemos además que de acuerdo con las normas de operación
de las comunicaciones internacionales, toda conexión de un país
a otro se graba y los Estados tienen legalmente derecho a conocer las grabaciones
que corresponden a su país. Y menos debiera sorprenderse Vicente Fox,
quien en comunicación interna, dentro de la misma capital mexicana, sin
tener la mínima consideración y decencia de advertirlo a sus interlocutores,
nos mandó al aire y nos puso ante el público a sus contendientes
Francisco Labastida y a mí, durante la pasada campaña electoral.
No se trata de cerrar los ojos ante problemas reales. La acción de los
gobiernos está en el origen de muchos de estos problemas. Así
sucede en Cuba, en México y por todas partes, pero enfrentar los problemas,
superar deficiencias, encarrilar desvíos o poner orden en el comportamiento
de autoridades es responsabilidad y derecho de cada pueblo, y en este sentido
resulta inadmisible la intervención de un país en los asuntos
de otro.
Es justo decir que en México ha habido un importante avance en materia
de derechos políticos, como la participación en la vida pública
o la libertad de expresión, como también es justo reconocer que
Cuba está muy por encima del resto de América Latina en la atención
a la salud pública y en la educación.
El respeto al ejercicio de ciertos derechos no justifica que se cancele la observancia
de otros, pues es el conjunto de todos lo que establece los índices de
calidad de vida que debemos revisar con objetividad en nuestros países,
antes de emitir juicios condenatorios.
En lo particular, podemos estar de acuerdo o en pleno desacuerdo respecto a
cómo se conducen las cosas en Cuba, cómo se comporta su gobierno
o qué espacios de participación tiene su gente, pero cualquier
cambio, cualquier corrección de rumbo es asunto que sólo a los
cubanos corresponde decidir y realizar. Lo mismo en México: nuestros
conflictos con el régimen político, con nuestras leyes o entre
grupos de la sociedad, habremos de resolverlos nosotros, en tiempos más
cortos o más largos, y no queremos injerencias externas para hacerlo.
Ahora bien, volviendo a la llamada telefónica, lo más grave es
que confirma la servil incondicionalidad del titular del Ejecutivo mexicano
hacia su homólogo estadunidense y la absoluta subordinación de
nuestro gobierno y sus políticas a los intereses de la cúpula
político- financiera que gobierna Estados Unidos. Y en este sentido,
nada mejor para confirmar esta afirmación que la petición hecha
por Fox en esa conversación telefónica, con voz que quería
perderse, cuando al responder a la pregunta de Fidel Castro: "Dígame,
¿en qué más puedo servirlo?", responde: "Pues básicamente
no agredir a Estados Unidos o al presidente Bush..."
Es de conocimiento mundial que la iniciativa de resolución presentada
contra Cuba por el gobierno de Uruguay en Ginebra estuvo impulsada por el gobierno
de Estados Unidos. Al apoyar el gobierno de México esa resolución,
que tiene un claro carácter injerencista, contraviene nuestra Constitución,
que expresamente establece en la fracción X del artículo 89, que
en la conducción de la política exterior el titular del Poder
Ejecutivo observará, entre otros, los principios normativos de autodeterminación
de los pueblos y no intervención.
En consecuencia, en el caso concreto del voto en Ginebra, los distintos funcionarios
mexicanos que hayan participado en cualquier forma en la emisión de ese
voto -autorizándola, materializando la decisión, etcétera-,
al violar el mandato constitucional se convierten en sujetos y deberán
ser, por lo tanto, sometidos a juicio político. Debiera serlo el propio
Presidente si contáramos a este respecto con una legislación democrática,
como la han venido demandando las fuerzas progresistas del país. Esta
conversación hace luz, plena luz, de por qué el gobierno mexicano
sigue al pie de la letra y aplica con todo rigor las políticas que derivan
de los consensos de Washington, por qué no plantea la revisión
del TLC de América del Norte para establecer una relación equitativa
para nuestro país, por qué se apoya un proyecto como el ALCA,
que representa una mayor subordinación y menos oportunidades de desarrollo
para México, por qué se quita el agua de la cuenca del río
Bravo a los agricultores tamaulipecos para dársela a los texanos, por
qué no ha habido sino una tímida protesta en un boletín
de la embajada en Washington ante la resolución de la Suprema Corte estadunidense
que niega los derechos de los trabajadores migrantes -entre ellos, millones
de mexicanos.
Este incidente pone como nada al descubierto, y esto es lo que más debiera
preocupar a los mexicanos, que hoy la política exterior de nuestro país
está regida por la subordinación y la incondicionalidad hacia
el vecino del norte, y también por la incapacidad, la ignominia y la
mentira.
En estas condiciones el gobierno de México no tiene credibilidad y no
tiene, por lo tanto, autoridad moral para haber hecho, por conducto de su vocero,
un llamado a la unidad de todos los mexicanos en torno a su posición
en este incidente. El llamado que quisiéramos escuchar, que lo quisiéramos
respaldado en la congruencia con los hechos, debiera ser en torno al respeto
a los derechos de los trabajadores, a alcanzar una paz digna en Chiapas, al
ejercicio pleno de nuestra soberanía, al fomento del empleo y el fortalecimiento
de la seguridad social, en fin, en torno a la cabal observancia de nuestra Constitución.