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"La pobreza lo impregna todo", según palabras de Cristina Luján, directora de una escuela
En Argentina, los niños van a la escuela a comer 
  antes que a aprender 
  Son 960 alumnos de entre 6 y 19 años que cada día van a la escuela 
  Buque Fragata Sarmiento, en San Francisco Solano, una periférica localidad 
  del populoso partido bonaerense de Quilmes (20 km al sur), con más ansias 
  de llenar la panza y jugar que de aprender.
La mayoría vive en el seno de familias con carencias, con padres desempleados 
  y muchas veces sin nada para comer, en el llamado Barrio Provincial, un asentamiento 
  pobre de casillas precarias. 
  Allí, muy cerca de la capital argentina, donde "la pobreza lo impregna 
  todo", según palabras de Cristina Luján, maestra desde hace veinte 
  años y directora desde hace seis de la escuela, donde intenta "mostrar 
  a los chicos que se puede vivir mejor" y revertir "el vacío de atención". 
  
  "Los chicos vienen a la escuela a vivir: a comer, a jugar, a estudiar", dice 
  a la AFP la directora y recuerda que la única actividad posible fuera 
  de la escuela es un club de fútbol --"un potrero (baldío) cercado", 
  aclara-- que abrieron recientemente en el barrio. 
  El mediodía es el momento más esperado por los 364 chicos que 
  reciben el almuerzo diario, gratuitamente, en dos turnos, mientras otros 464 
  alumnos son beneficiados sólo por una "merienda reforzada" (pizzeta o 
  sándwich), elegidos según el criterio de privilegiar a los más 
  necesitados. 
  Esos niños --algunos adolescentes de tanto repetir grados-- no esconden 
  su ansiedad y se abalanzan en el amplio comedor donde les llenarán su 
  plato con comida, casi siempre polenta, guiso o alguna pasta y una fruta. 
  "Sólo el diez por ciento no es carenciado: menos de cien alumnos viven 
  en casas de material y alguno de sus padres trabaja, lo que no quiere decir 
  que estén bien remunerados", señala Luján, el resto es 
  de población con las necesidades básicas insatisfechas. 
  La carencia se percibe en la ropa o en las zapatillas --muchas de ellas conseguidas 
  por donaciones en el mismo colegio, lo que hace que las medidas no siempre sean 
  las adecuadas para quien las porta-- y la mala calidad de alimentación 
  se refleja en desde manchas en la piel hasta dificultades en el aprendizaje 
  y cierto retraso en la maduración. 
  No parece extraño que esos niños y jóvenes del EGB (los 
  primeros nueve años de estudio) busquen refugio en un ámbito un 
  poco menos hostil, quizás por eso el índice de deserción 
  es bajo en ese colegio, donde juegan, corren y estudian como casi todos sus 
  pares del país. 
  En el establecimiento no hay gas natural ni cloacas. Las paredes de cemento 
  están agrietadas, las puertas fueron reforzadas con irregulares tablones 
  de madera y poco queda en los pasillos de la pintura azul de origen hoy blanqueada 
  por miles de grafiti y anotaciones. 
  Con mínimo aporte financiero oficial, el alma la ponen los maestros, 
  al frente de cursos de treinta chicos, que se esmeran con imaginación 
  o a costa de su propio sueldo, en decorar las aulas con afiches, flores de papel, 
  cortinas o detalles que alegren el ámbito de estudio, tanto como las 
  camisetas y gorritos futboleros que calzan los pibes de guardapolvos blancos 
  como señal de identidad. 
  "Nos podrán sacar todo, pero no nos sacarán la identidad. Eso 
  es lo que nos queda", afirma Luján, orgullosa de impulsar como actividad 
  complementaria la enseñanza del folclore y las danzas argentinas. 
  Ahora intenta conseguir fondos para "levantar cuatro paredes" en la terraza 
  y tener un nuevo salón que reemplace uno que se inundó porque 
  en San Francisco Solano suben las napas de agua. Por eso, los días de 
  lluvia son temidos: las aulas se ven casi vacías y sólo llegan 
  decenas de madres que atraviesan las calles inundadas para rescatar el plato 
  de comida para sus hijos. La violencia, creciente en un país con 22 por 
  ciento de desocupación y catorce millones de pobres sobre 36 millones 
  de habitantes, tampoco perdona a esta escuela. No obstante, en la actualidad 
  hay menos robos --un promedio anual de cuatro--. En 1996 sufrieron un pico de 
  32 robos en el año, época que dejó alambres de púas 
  rodeando el patio y las puertas cerradas con pasadores de hierro y candados. 
  
  La merma en los ataques, estima la directora, fue gracias a la política 
  de "escuela abierta a la comunidad, donde los padres circulan, trabajan, organizan 
  actividades: club de trueque, biblioteca, una manera de hacerla propia". 
  "Aquí todo lo conseguimos con una marcha o cortando la calle: un subsidio, 
  un mobiliario, todo. En el tercer ciclo, hay chicos 'piqueteros'", cuenta y 
  asegura que el objetivo de 2002 es "que la amargura y la depresión no 
  nos invada. Para eso, aun con nada, seguimos luchando".