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Intragables Por J. M. Pasquini Durán
 El 67 por ciento de los consultados desaprueba la gestión del Gobierno, 
  pero, al mismo tiempo, el 58 por ciento prefiere que el Presidente complete 
  su mandato hasta 2003, según una encuesta que levantó Gallup del 
  4 al 8 de abril para el matutino La Nación, que la publicó en 
  la última edición dominical. Otra encuestadora, Catterberg y Asociados, 
  midió la imagen pública de Eduardo Duhalde, difundida ayer en 
  Página/12, entre enero y abril, resultando que la positiva bajó 
  del 29 al 14 por ciento y la negativa subió del 24 al 43 por ciento. 
  Aunque este tipo de estadísticas reconoce un margen posible de error, 
  de todos modos cuando aparecen en un mismo sentido de diversas fuentes están 
  marcando tendencia. A primera lectura, los datos parecen contradecirse unos 
  con otros: si hay tanto descontento, ¿a qué se debe el deseo mayoritario 
  de continuidad? No sólo eso: en la sufrida espera hasta los comicios 
  de 2003 ¿dónde calza la imperativa y estentórea demanda de "que 
  se vayan todos y no quede ninguno"? A partir de esos interrogantes, podrían 
  elaborarse sofismas para todos los gustos y, de hecho, la lectura sesgada es 
  la más frecuente. Unos prefieren anotar la preferencia por el mandato 
  entero y otros sólo registran el descontento. Desde el sencillo sentido 
  común, la conclusión es más lisa: los ciudadanos quieren 
  cambios, pero no comen vidrio. ¿Acaso no acaba de probarse también en 
  Venezuela que hay asuntos intragables? 
  Los conspiradores que dieron el golpe de mano contra el presidente electo Hugo 
  Chávez son un claro ejemplo de la mala percepción de la realidad. 
  Anotaron niveles de malestar en algunos sectores sociales venezolanos por defectos, 
  modales o promesas incumplidas del gobierno y, a partir de ahí, creyeron 
  que tenían luz verde para instalar los parámetros del llamado 
  "modelo neoliberal", para demoler las conquistas sociales y para destruir 
  las instituciones de la república bolivariana, por imperfectas que ellas 
  pudieran ser. A la misma velocidad con que los golpistas se pusieron en evidencia 
  llegó la contraofensiva popular para reponer a hombres y cosas en su 
  lugar. Quedó en claro que los ciudadanos venezolanos tienen la fuerza 
  necesaria, cuando se deciden a aplicarla, para influir nada menos que en la 
  estabilidad presidencial y en los contenidos de la gobernabilidad. Un dato inédito 
  que desde ahora deberán tener en cuenta tanto los adversarios como el 
  mismo Chávez. Como sucede con algunas encuestas que marcan tendencias, 
  el alzamiento cívico en Venezuela vino a ratificar a los cacerolazos 
  de los argentinos que tumbaron y alzaron presidentes en diciembre pasado. Además 
  de la incidencia interna en ambos países, esta constatación tiene 
  toda la pinta de instalar una señal de referencia para toda América 
  latina. ¿Habrá que contabilizar entre los logros populares también 
  la saludable reacción antigolpista de los presidentes de la región, 
  empezando por Duhalde, a pesar de ir en dirección opuesta a la voluntad 
  estadounidense? 
  Por lo pronto, la Casa Blanca no se la llevó de arriba en la derrota 
  de la conspiración, que contó desde el primer día hizo 
  con guiños de aprobación –hay quienes hablan incluso de patrocinio– 
  debido a que Bush detesta a Chávez por lo que es y porque cultiva la 
  rosa blanca del poeta Guillén con varios miembros del "imperio del 
  mal" (Irak, Irán, Libia) y sobre todo con Cuba, aunque Estados Unidos 
  necesita a Venezuela porque es su tercer proveedor de petróleo en el 
  mundo. Otra muestra de que las ideologías devenidas en dogmas absolutos 
  y cerrados siempre son malas consejeras. No es casual que el embajador norteamericano 
  en Caracas, nombrado en febrero, sea Charles Schapiro, ex director de Asuntos 
  Cubanos en el Departamento de Estado y que el actual secretario para América 
  Latina sea Otto Reich, fanático anticastrista: ambos acaban de ofrendarle 
  a su jefe una de las derrotas más formidables que haya sufrido la política 
  neocolonial de Washington en la región, que también se volvió 
  vulnerable. En adelante, antes de alentar, consentir o aplaudir conjuras similares 
  deberá sopesar las posibles reacciones populares. No es una lección 
  menor, por cierto. "Ponga a calentar el café / que Chávez 
  no se fue", coreaban en los festejos callejeros por la reposición 
  del presidente venezolano. 
  Un buen consejo, asimismo, para los que negocian con el Fondo Monetario Internacional 
  (FMI) sobre bases de resignación anticipada, en especial si leyeron lo 
  que opinan sus votantes en la encuesta de Graciela Römer y Asociados que 
  publicó ayer este diario. Ahí el 75 por ciento de las opiniones 
  apoya la idea de un programa propio para el progreso nacional, aunque discrepe 
  el FMI. Este dato importa por sí mismo, pero además porque acota 
  otro elemento que se menea bastante en estos días: la influencia real 
  de los medios de difusión masiva, en primer lugar de la televisión. 
  Chávez y sus seguidores sostienen que esos medios fueron partícipes 
  activos en la estimulación del desánimo popular, apelando inclusive 
  a la distorsión de noticias, para abrir la puerta al golpe fallido. Aunque 
  antes de caer Chávez los sacó del aire, es obvio que volvieron 
  a transmitir, consumada la destitución, con renovado entusiasmo, en cadena 
  voluntaria, sin disimular su compromiso con las autoridades de facto, pese a 
  lo cual no pudieron inmovilizar las conciencias ciudadanas. Es decir: no son 
  omnipotentes ni las audiencias son recipientes vacíos que esos medios 
  llenan a voluntad con el contenido que les da la gana. Son adversarios de temer, 
  pero no son infalibles o invencibles. Conformarse con culpar a la prensa, aun 
  con argumentos válidos y sin que esto implique exonerarla de responsabilidades, 
  implica el riesgo de perder de vista el panorama completo de los procesos sociales, 
  más complejos siempre que la relación mecánica de causa/efecto. 
  Por eso, cuando en la alianza gobernante (Duhalde-Alfonsín) o en alguna 
  oposición del Congreso se preguntan qué podrían hacer si 
  reniegan del nuevo ajuste que exige el FMI, la premisa básica para la 
  respuesta válida es confiar en la opinión popular: ¿por qué 
  no trasladan la pregunta al plebiscito o la consulta vinculante? Igual que en 
  la canción: ¿quién dice que todo está perdido? Dejen de 
  tomar café frío