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26 de abril del 2002
México vs. Cuba
Adolfo Sánchez Rebolledo
  La Jornada 
  La crisis en las relaciones entre Cuba y México avanza hacia un 
  desenlace desastroso para ambos países, pues el único que sale 
  ganando con este desencuentro es el gobierno de Estados Unidos. El viraje emprendido 
  por el gobierno mexicano en materia de relaciones exteriores tiene sus primeros 
  resultados y nadie en su juicio podrá decir que son satisfactorios, al 
  menos que se piense todavía en una cruzada de la guerra fría. 
  Si el presidente Fox quería marcar una diferencia con el pasado, vaya 
  que lo ha conseguido, pero a costa de sacrificar los mejores esfuerzos de varias 
  generaciones y el prestigio de una postura singular en el mundo. 
  La revelación, por parte del presidente Fidel Castro, de una conversación 
  privada en la cual Vicente Fox le pide, "como amigo", que restrinja su próxima 
  estancia en la cumbre a fin de no complicarle la situación ante la llegada 
  a Monterrey del Big Huésped, George Bush, desencadenó una reacción 
  en cadena de acusaciones y condenas mutuas que ha enrarecido la atmósfera 
  nacional. Nunca, al menos desde el asesinato de Allende que marcó la 
  justificada ruptura con el gobierno militar de Pinochet, la relación 
  de México con otro país latinoamericano había caído 
  a un punto tan bajo y deplorable, sólo que ahora ocurre en un contexto 
  de aparente normalidad y confianza entre ambas naciones. 
  Los hechos son conocidos. Cuando parecía diluido el episodio de Monterrey 
  por el voto mexicano en Ginebra, sorpresivamente Fidel decidió replicar 
  en conjunto poniendo sobre la mesa las pruebas que insistentemente se le habían 
  exigido -y que había mantenido en reserva durante un mes- para probar 
  que su salida precipitada de Monterrey se debía, en efecto, a una "inexplicable 
  situación creada" por su presencia en la reunión. La delegación 
  cubana señaló que una alta autoridad mexicana, que no fue mencionada, 
  plegándose a las presiones estadunidenses había hecho gestiones 
  para que Castro no permaneciera hasta el final de la conferencia, lo cual de 
  por sí ya significa un agravio que contraviene sin excusas las normas 
  de una reunión convocada expresamente por Naciones Unidas, organismo 
  del cual Cuba forma parte con plenos derechos. Por si fuera poco, la grabación 
  nos muestra a un Vicente Fox ansioso y arrogante con Fidel Castro, pero obsecuente 
  con George Bush. 
  Fox tutea dando órdenes, pero Castro revira hablándole de usted, 
  sin que aquél se percatara de la ironía. En un momento estelar 
  de la conversación, sin el menor tacto político, el anfitrión 
  mexicano pide a Fidel que suspenda durante la cumbre las críticas al 
  presidente estadunidense para no descomponer la buena marcha del encuentro. 
  Uf. 
  Como se sabe, los funcionarios mexicanos, incluidos el secretario de Relaciones 
  y el mismo Presidente, en principio negaron la versión cubana como si 
  en verdad todos ignoraran la conversación sostenida entre ambos mandatarios. 
  En vez de salir al paso de las acusaciones dando su propia versión de 
  los hechos, negaron o prefirieron dejar correr las cosas buscando que el escándalo 
  funcionara como última justificación del voto en Ginebra, cuyo 
  sentido seguramente para entonces ya se había decidido. En fin, esa parte 
  de la historia ya no tiene caso repetirla, pero es evidente que fueron la cancillería 
  y el propio mandatario mexicano quienes mintieron a la opinión pública 
  al decir que no hubo ninguna petición de alto nivel a los cubanos antes 
  de la cumbre para que éstos constriñeran a unas cuantas horas 
  su participación. 
  Se ha dicho, no sin razones, que el método empleado por los cubanos es 
  inadmisible entre países que aceptan las normas del derecho internacional 
  para relacionarse diplomáticamente. Y, en efecto, no se debe grabar una 
  conversación sin conocimiento de una de las partes y menos darla a la 
  publicidad sin su consentimiento expreso. Pero eso no anula el contenido político 
  de lo que allí se dice. Tampoco es cierto que hubiera un pacto de caballeros 
  de silencio, como si los temas tratados y sus implicaciones fueran de verdad 
  asuntos "privados", puestos por encima de las razones legítimas de Estado. 
  
  Por lo demás, no es la primera vez que el presidente Fox confunde las 
  impersonales relaciones políticas con la "amistad" entre los líderes, 
  siempre con malos resultados: ya le ocurrió con Bush, que le cerró 
  la puerta tras el 11 de septiembre, y con el sub Marcos, que no lo quiere ver 
  ni en pintura. 
  En todo caso, lo sustantivo es que el gobierno mexicano trata de justificar 
  el viraje en la política hacia Cuba en función del cambio democrático 
  que, hay que subrayarlo, lograron los mexicanos de muchas generaciones y no 
  sólo los panistas y los ultrademócratas de la última hora 
  que están de regreso de ninguna parte. Pero esa interpretación 
  encubre la cuestión central: lo que verdaderamente ha cambiado es la 
  visión de México como país independiente en sus relaciones 
  con la todopoderosa potencia del norte. 
  Hay, como dicen algunos incorregibles, un cambio de paradigma, pues ya no se 
  trata de salvaguardar los principios de no intervención y autodeterminación, 
  que están todavía en la Constitución, sino de librarse 
  de tal "monserga", a fin de sumarse acríticamente a los valores de democracia 
  tal como la entiende Estados Unidos, actualmente en guerra universal para extender 
  y profundizar su hegemonía en la globalización. 
  Se quiere presentar la postura de apoyar a Cuba en su derecho a existir y pronunciarse 
  con libertad en todos los foros como una adhesión incondicional a su 
  política interna. Pero ésa es otra trampa del razonamiento proimperial. 
  Cierto es que los derechos humanos son universales y tienen que hacerse valer 
  en todas partes, pero nada obliga a un país independiente como México 
  a seguir el ritmo y las órdenes de Estados Unidos en esta materia. México 
  no debe juzgar a Cuba sin observar que sus más graves dificultades provienen 
  de la torpeza estadunidense de sostener la guerra fría en el Caribe, 
  mientras acepta normalizar sus relaciones con China y Vietnam. Es un trágico 
  error pretender que, asociándose a la política estadunidense en 
  esta materia, México adquirirá fuerza moral o influencia en el 
  futuro político de la isla, cuando la única postura válida 
  es, en todo caso, promover el respeto al derecho de los propios cubanos a decidir 
  sin injerencias su destino histórico. ¿De veras cree el gobierno mexicano 
  que la campaña por los derechos humanos en Cuba fortalece una opción 
  democrática? 
  Los mexicanos no podemos, en nombre de los principios democráticos, olvidar 
  de un plumazo oportunista la aportación de Cuba a la búsqueda 
  de libertad y la independencia en este continente. Es injusto e inmoral condenar 
  a Cuba mientras subsistan el bloqueo y la agresión cotidiana contra la 
  isla y sus dirigentes, pero es igualmente absurdo e irracional pensar que nada 
  debe cambiar en la isla, como parecen creer algunos legisladores extraviados 
  que ofrecen ridículos "desagravios" que no les corresponden. Pero el 
  cambio, en cualquier caso, han de decidirlo los cubanos, no los gobiernos extranjeros. 
  
  Cuba no se reformará bajo presión de ningún Estado, menos 
  si la iniciativa sigue en manos de sus adversarios históricos. Fidel 
  no se rendirá ante Estados Unidos por el gusto de obtener el reconocimiento 
  y los recursos que se le han negado durante 40 años. Quien no lo entienda 
  así, no ha comprendido nada de la Revolución Cubana y tampoco 
  entenderá a Cuba.