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Latinoamérica

"Las cacerolas pueden generar una renovación"

Por José Natanson

Tiene el raro mérito de ser una de las pocas figuras de la UCR que quedaron más o menos en pie luego de la catástrofe aliancista. Rodolfo Terragno fue uno de los primeros en diferenciarse de la gestión de Fernando de la Rúa y el único radical que en octubre pasado logró imponerse en un distrito importante. En diálogo con Página/12, el senador toma distancia del acuerdo entre el radicalismo y el Gobierno, no descarta la construcción de una opción por fuera de su partido, e incluso admite que el clima cacerolero puede producir una renovación masiva de la clase política que deje afuera a los protagonistas de la última década (y se incluye).

–Usted habla siempre del modelo industrial-exportador. Duhalde, al menos desde el discurso, dice defender lo mismo. ¿Cuál es la diferencia?

–Lo primero es el tipo de cambio. No se podía pasar de un tipo de cambio fijo a uno imprevisible. Había que pasar de un tipo fijo a uno con variación acotada, que hiciera que su evolución fuera previsible. Por eso propuse modificar la convertibilidad, ligar el peso a una canasta integrada por las monedas de los países con los que comerciamos, y ponderada según la participación de las exportaciones. Daba 1,36 y, según la cotización a futuro, se estiraría a 1,40 en un año. La banda de flotación, entonces, era de 1,36 a 1,40. Para el hombre de la calle quizás esto no significa nada. Pero para los operadores económicos sí, y son ellos los que determinan el valor de la moneda. Ese error ha llevado a otro: los economistas, del Gobierno y algunos radicales, están enamorados del corralito. Secretamente, por supuesto, pero están enamorados. Creen que gracias al corralito no se disparó el dólar y la inflación, y que eso permite este período de transición hasta que llegue un acuerdo con el Fondo. Pero el corralito es parte del problema y no de la solución: habría que tener un sistema cambiario que no generara incertidumbre para que la gente no se volcara masivamente sobre el dólar si se abriera el corralito. Lo que pasa es que razonaron al revés.

–Pero el poder político y la autoridad económica están tan debilitados que parece difícil garantizar un valor estable para el peso.

–Por eso mi tesis era modificar la convertibilidad y que la ley fijara el valor, no atándolo al dólar sino a la canasta: esto permitía flexibilidad y, por otro lado, la previsibilidad y la garantía legal para impedir la incertidumbre. Admito que no era lo mismo hacerlo de entrada que ahora. Pero si yo estuviera en el Gobierno, tendría la obsesión de salir del corralito cuanto antes. No dormiría pensando en eso.

–El Gobierno se sostiene por un acuerdo con el radicalismo, particularmente con Raúl Alfonsín, que se ve muy claro en el ámbito legislativo. ¿Usted cómo se para ante este acuerdo?

–Es público: yo he votado en contra de muchas iniciativas. No porque tenga una actitud de hostigamiento sino porque creo que muchas medidas no son las indicadas, como la manera en que se salió de la convertibilidad o la reforma a la ley de quiebras. En cuanto al Presupuesto, no voy a votar ningún recorte a la salud, la educación o los salarios.

–¿Este acuerdo entre el PJ y la UCR es un último reflejo de los partidos tradicionales para que no se los coma la ola antipolítica?

–Es lo único que faltaría para que la gente quisiera comerse a los políticos. Sería un acuerdo de supervivencia, corporativo, en el cual los dos grandes partidos del pasado quieren lograr un tiempo suplementario.

–¿Y no es así?

–No. Muchos dirigentes pueden verlo como una tabla de salvación, pero hay otros que genuinamente piensan que el problema de la Argentina es que no hay formas de llenar un vacío de poder. En el pasado existían formas, a veces perversas, como los golpes militares. En este momento no hay una fuerza en expectativa. Si hubiera elecciones hoy, mucha gente no iría a votar, otros impugnarían y el voto positivo se atomizaría: nadie surgiría con legitimidad. Entonces, me parece que muchos, genuinamente, piensan queéste es un gobierno de transición que tiene una tarea que cumplir: reordenar la economía y aquietar las aguas para que vaya surgiendo una alternativa. Y yo creo que si se supera la crisis, la transición puede dar lugar a soluciones políticas imprevisibles, al nacimiento de nuevas fuerzas o nuevos liderazgos. Tengo esperanza de que este movimiento inorgánico de cacerolazos y protestas genere una renovación importante.

–¿En el marco de los partidos tradicionales?

–Puede que no. Es muy difícil prever eso, y más difícil querer liderarlo. Puede ser que ninguno de quienes hemos estado en escena en los últimos años podamos ser protagonistas de ese cambio. Es algo que hay que analizar con humildad.

–¿Elisa Carrió puede liderar esta renovación?

–Ella cuestionó lo que llamó la matriz de la corrupción y logró que su mensaje llegara a mucha gente. En octubre, el ARI sacó un millón de votos, de modo que no se me ocurriría subestimarla. Puede alcanzar una magnitud mayor, pero hoy por hoy no aparece como una fuerza tan importante como para pensar que ante un vacío de poder es la alternativa inmediata.

–¿El radicalismo va a desaparecer?

–En 1995, cuando la UCR salió tercera, muchos se apresuraron a proclamar el fin, y cuatro años después de esa debacle, aliada con el Frepaso, llegó al poder. No hay duda de que la reiteración del fracaso y la frustración de la Alianza colocan al partido en una situación aún más débil. Pero cuando pienso en la UCR, no pienso en los dirigentes sino en la gente que vota: hay un sector que sigue necesitando esta opción.

–Suponiendo que el Gobierno se sostenga hasta el 2003, muchos creen que podrían darse tres opciones: una tradicional, integrada por el peronismo y el radicalismo, quizás en un frente; otra de centroderecha, encarnada por Mauricio Macri, Patricia Bullrich o Ricardo López Murphy; y una de izquierda liderada por Carrió. ¿Dónde se sentiría más cómodo?

–En ninguna. La primera me parecería el intento de supervivencia de dos aparatos políticos que, como tales, no tienen nada que ofrecer. En la derecha no me podría ubicar nunca. Y con Lilita me siento muy cómodo, pero creo que lo que necesita el país es una estrategia de desarrollo económico. Una de las tragedias de este país es que no hemos tenido presidentes que sepan de economía: todos han terminado otorgando una concesión. Problemas tan graves como la desindustrialización, el desempleo, la pobreza, han sido delegados a los ministros. No han gobernado ni (Carlos) Menem, ni (Fernando) De la Rúa, ni (Eduardo) Duhalde. Gobiernan los equipos económicos. Y en cualquiera de las tres opciones que usted señala ocurriría lo mismo.

–Su proyecto queda afuera de este esquema.

–Yo me siento más en condiciones de liderar una alternativa que de sumarme en una de esas tres.

–¿Está muy atado al radicalismo? ¿Estaría dispuesto a romper?

–Uno puede construir desde cualquier lugar. La gente se suma a una alternativa o a un líder. Ninguno de los partidos puede hoy constituir una mayoría por sí solo, de modo que vamos a la formación de alternativas y liderazgos nuevos o a una política de coalición, que se puede hacer desde cualquier lado. No hace falta emigrar.

–¿Le interesa ser jefe de Gobierno de la Ciudad?

–No. Muchos me persiguen para que acepte eso, pero yo no creo que un distrito pueda florecer en medio de un país en decadencia. Lo que a mí me gustaría es luchar para que la Argentina adopte una estrategia como la que vengo propugnando desde hace muchos años, hasta ahora sin éxito.

–Usted vivió en Venezuela, un país institucionalmente en decadencia. ¿Puede ocurrir lo mismo en la Argentina?

–Sí. En Venezuela, ser de Acción Democrática o de Copei era más que ejercer una opción electoral: había una identidad, un estilo, una estética, una manera de vestir, hasta un lenguaje. Y todo se desmoronó, igual que el APRA peruano o los liberales colombianos. –¿El giro puede ser a la derecha, con una opción no tradicional estilo Macri?

–Sí. Es un riesgo altísimo. En psicología se estudia un síndrome: una persona está colgada de una rama sobre un precipicio. En determinado momento se suelta, voluntariamente: el deseo de terminar con la angustia supera el instinto de conservación. Toma una decisión objetivamente contraria a su interés, no espera el salvataje y se suicida. La ansiedad, la angustia, muchas veces llevan a las sociedades a tomar decisiones contraproducentes. El vacío político, la falta de liderazgo y de alternativas pueden hacer que se busque el orden y una capacidad de conducción económica no vinculada con la política. Entonces, la idea de que un empresario puede manejar las cosas mejor que un político puede tener éxito.