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Latinoamérica

El Terminator imperial en Argentina

Adolfo Gilly / LA JORNADA

En Argentina estamos ante un gran cortocircuito, de esos que echan chispas todo el tiempo en el circuito globalizado de acumulación del capital. Sería por eso una simplificación tomarlo sólo como la quiebra de un "modelo económico" a escala nacional. Esa quiebra existe, pero Argentina no es un país marginal que los grandes centros del capital pueden dejar indefinidamente flotando a la deriva.
Hasta 1997, su ingreso anual per cápita (muy desigualmente distribuido) era el primero en América Latina: 8 mil 950 dólares. Hoy ha caído al sexto lugar, con 3 mil 190 dólares, por debajo de Uruguay (6 mil 130 dólares), Chile, Brasil, México y Venezuela, en ese orden, y casi al mismo nivel que Panamá. Es una situación anómala para un país urbano, educado e industrial.
Argentina, hoy en estado de insubordinación general contra su clase gobernante, es caso de estudio y señal de alarma para toda América Latina. Es también, para el Fondo Monetario Internacional (FMI) y los centros mundiales del capital, un terreno de experimentación en vivo sobre la aplicación, la consolidación y los ajustes del modo de dominación globalizado que desde Washington y el Pentágono se está tratando de imponer, no sólo sobre los países sino en especial sobre sus clases gobernantes: un mundo de estados-vasallos en diversos niveles, frente al cual parece juego el tosco sistema de países satélites que en otro tiempo estableció la Unión Soviética.
En esta perspectiva, la próxima meta es la nueva subordinación de América Latina y la unificación de la dominación sobre todo el continente mediante el ALCA. Bajo la apariencia de una estrategia económica, ésta es en realidad una estrategia militar de seguridad continental de Estados Unidos y de subordinación imperial de los países latinoamericanos, excluyendo al máximo proyectos o inversiones europeos o asiáticos en todo el continente. El terreno inicial de ensayo de esta estrategia han sido el TLC y la creciente subordinación de los gobiernos del vecino México -Carlos Salinas, Ernesto Zedillo, Vicente Fox-, confirmada por el comportamiento del presidente George W. Bush en Monterrey, donde se condujo como el dueño de casa que de visita en su hacienda recibe a sus huéspedes. En este contexto, suena patética la declaración de Vicente Fox en Monterrey de que ya no somos "vecinos distantes" sino "vecinos cercanos": tan cercanos, que ahora deciden en Texas quiénes tienen derecho o no a ser invitados a Monterrey.
En esta estrategia es preciso moldear (como se quiere en México) y, si hace falta, triturar (como se pretende en Argentina) a las elites dirigentes locales, para que no osen encabezar cualquier asomo o intento de resistencia, o de negociación de sus términos, hacia la nueva dominación imperial. Eso es lo que está sucediendo en Argentina, donde la ineptitud, la corrupción, la cobardía y la extranjería de esas clases dirigentes dejó a la nación, y a ellas mismas, en el presente estado de indefensión y orfandad. Quebrar definitivamente el Mercosur y dejar tierra arrasada para el ALCA es un objetivo inmediato del imperio en esta crisis. De ahí las cuidadosas pero reiteradas protestas de funcionarios de los gobiernos de Brasil y de Chile, que piden a los centros financieros mundiales ayuda urgente para Argentina.
"Esta no es una crisis económica o financiera, ni de solvencia, y menos aún una superficial crisis de liquidez. Esta es una crisis social en toda la extensión del término", escribía a principios de marzo el economista Roberto Lavagna en Clarín, de Buenos Aires. "El deterioro socioeconómico que se produce desde mediados de los años 70, con escasos y no sustentables periodos de mejoría, ha afectado la 'cohesión social' y ha generado una movilidad social 'descendente' (...) Una sociedad en quiebra social y política y con movilidad descendente no puede ser productiva. Precisamente por eso el objetivo hoy es la reconstrucción del tejido social como una condición para afirmar la productividad."
Quién y cómo va a realizar esa reconstrucción de una sociedad desgarrada es todavía una incógnita. La bancarrota completa del sistema financiero es la imagen de la bancarrota de la clase dirigente y de todas sus expresiones políticas, sin excepción alguna. No es una situación de coyuntura, sino una tragedia histórica. La burguesía industrial argentina nunca tuvo capacidad para sustituir a la vieja clase terrateniente que construyó la Argentina oligárquica y la ciudad-puerto de Buenos Aires, ni expropió jamás a los dueños de la tierra, usufructuarios de la fabulosa renta agraria y de las divisas de las exportaciones agropecuarias. Al mismo tiempo, en ese país creció una fuerte industria desde fines del siglo XIX y se extendieron, en la ciudad y en el campo, las relaciones salariales, es decir, una población acostumbrada a vivir de su trabajo y su salario; asalariados urbanos y rurales y clase media, fuertemente organizados en torno a la defensa de esos ingresos y del "salario social": educación, atención a la salud, vivienda, vacaciones, jubilaciones; sencillo disfrute cotidiano obtenido del propio trabajo.
El golpe militar de marzo de 1976 tuvo como objetivo central destruir esas defensas. De los 30 mil asesinados y desaparecidos, más de la mitad eran obreros o dirigentes fabriles, no guerrilleros urbanos. Sin embargo, caída la dictadura después de su vergonzosa derrota en las Malvinas, el tejido social de la resistencia del trabajo volvió a reconstituir esas defensas en torno de la defensa del salario y de los modos sociales e históricos de la vida. En la década de los 90, con los gobiernos de Carlos Menem, la operación de desmantelamiento fue aún más insidiosa que la sangrienta represión militar. En síntesis, consistió en crear una prosperidad artificial para algunas capas medias urbanas; financiar el presupuesto estatal y sus dispendios con el endeudamiento externo y la venta de todas las empresas del Estado; debilitar la resistencia social con la creciente desocupación, y alentar el envío al exterior -Miami y paraísos fiscales- de las ganancias extraordinarias de los empresarios industriales y agrarios y de las fabulosas sumas de la corrupción política en todo tipo de negocios, narcotráfico y venta de armas incluidos.
En esta política suicida, renunciaron a instrumentos indispensables de ejercicio del poder estatal. El ejército fue deshecho en la derrota sin honor de las Malvinas; en la represión sanguinaria y corrompida contra su propio pueblo; en los negocios de venta clandestina de armas al exterior; en los negociados del poder; en la impunidad garantizada de sus crímenes, impunidad que es el principal factor de socavamiento de la seguridad jurídica en Argentina, y en el odio con que lo mira la población entera. El Estado privatizó las propiedades estatales que son sustento y garantía de un ejercicio equilibrado del gobierno: petróleo, ferrocarriles, aviación, telecomunicaciones, electricidad, gas, aguas corrientes, bancos, puertos, flota mercante, carreteras, todos aquellos bienes públicos que son a la vez redes para la organización de la vida social y palancas para las funciones de la administración pública.
Esta venta vergonzosa de las propiedades nacionales permitió a esas elites enriquecerse, llevarse el dinero al exterior, crear la ficción de una prosperidad pasajera y artificial, aceitar sus aparatos políticos y conceder miserables subsidios clientelares a la masa creciente de desocupados y subocupados. Mientras tanto, el funcionamiento de su maquinaria estatal dependía cada vez más de los préstamos externos como una especie de droga paralizante. Cuando el prestamista, teniéndolos ya en su poder, les dijo "basta", entraron en crisis aguda: el proveedor les había quitado la droga, como se hace con los expendedores dispendiosos y mentirosos.
Al terminar el siglo XX, Argentina no tenía ya una clase dirigente que, explotadora o no, apostara a su país como si fuera su empresa. Apostaban, al contrario, a poner a salvo sus ganancias en el exterior, dejando al país más y más frágil, como si no fuera cosa suya. Y, en efecto, no lo era: por eso el rasgo más marcado de la situación argentina es la ausencia, la fuga, la quiebra moral y política de sus elites. El actual estado de insubordinación generalizada del pueblo argentino, al grito de "Que se vayan todos", es la síntesis de esa pérdida de control y, sobre todo, de legitimidad.
Es significativo comprobar que, desde el extremo opuesto, las voces públicas del amo imperial dicen lo mismo: esta clase dirigente no sirve para nada, tampoco para nosotros. El 3 de marzo, Rudi Dornbusch presentó el siguiente diagnóstico, que dice en voz alta el estado de opinión de los funcionarios del FMI en las reuniones privadas con el gobierno de Eduardo Duhalde:
En Argentina, "es hora de ser radicales. Cualquier programa de reconstrucción aceptable debe ser construido en torno a tres puntos:
"- El reconocimiento de que se requerirá una década de esfuerzos, no unos pocos años. La economía productiva, el crédito y las instituciones argentinas han sido destruidos. Su capital físico y moral tendrá que ser reconstruido y eso requiere un tiempo muy largo.
"- Como el sistema político argentino está desbordado, debe renunciar temporariamente a su soberanía en todas las cuestiones financieras. La seguridad financiera es el área clave donde hay que crear una cabeza de playa de estabilidad para poder siquiera empezar a pensar sobre finanzas públicas, ahorros e inversiones seguros.
"- El resto del mundo debe proveer apoyo financiero a Argentina. Pero debe hacerlo sólo después de que Argentina acepte una reforma radical y el control y la supervisión extranjeros del gasto fiscal, la impresión de moneda y la administración de impuestos. Cualquier préstamo externo debe servir para tender un puente entre las necesidades fiscales inmediatas y el día, de aquí a uno o dos años, en que esta reforma radical logre crear finanzas sustentables."
La respuesta del gobierno argentino a este insultante desafío fue lastimera. El ministro de Economía, Jorge Remes, rechazó débilmente la propuesta y agregó esta confesión de ineptitud: "En el futuro, los historiadores tendrán un tortuoso trabajo para entender a la Argentina actual, que pocos años antes creyó que había entrado en el primer mundo, pero inició el nuevo milenio aislada, sin crédito externo y con récords de pobreza y desocupación".
A esto llamo "triturar" desde arriba y desde afuera a una elite dirigente vuelta ya inservible. Sin embargo, el escollo insalvable de este nuevo modo de dominación es que termina por deslegitimar a las elites que le son leales, y luego se encuentra con que esa pérdida total de legitimidad -"Que se vayan todos"- impide afirmar esa misma dominación. Para dominar, necesita locales, no extranjeros como pretende Dornbusch llevando a su extremo lógico las conclusiones del sistema. El mando sobre el Estado-nación (y eso es lo que existe, no otra cosa) sólo puede ejercerse por medio de nacionales. Y los "nacionales" dominantes, por esa misma lógica del sistema, se ven privados desde afuera de los atributos que permiten ejercer el mando, incluso los atributos simbólicos de la soberanía (ejemplo, el triste espectáculo de Monterrey).
La falla gigantesca de este modo de dominación global por medio de las finanzas y el Pentágono es que no genera legitimidades en la escala donde la dominación se ejerce en los hechos, las comunidades estatal-nacionales. Es una dominación sin hegemonía posible, porque la hegemonía -consenso y coerción- a esa escala no puede establecerse desde afuera.
Por otra parte, las economías nacionales subordinadas a este modo de dominación se ven constantemente minadas por turbulencias externas poderosas, incontrolables e incontenibles. Las consecuencias las pagan las poblaciones, cuya vida cotidiana se hunde más y más en la penuria y el desorden, y esas poblaciones hacen responsables a sus gobernantes de ese estado de cosas. Es un modo de dominación que erosiona sin remedio los pilares internos de la dominación en cada país subordinado. De la constatación de esta contradicción debería partir la reflexión de quienes se le oponen en cada país, aunque las respuestas requieran tiempo y experiencias para madurar.
Le exigen al gobierno argentino que restablezca el orden y la disciplina. Es imposible, pues no se trata de una simple tarea represiva. La represión tiene algún éxito cuando en el sustrato de la relación social persiste una estabilidad. En Argentina, sociedad industrial asalariada, hay 25 por ciento de desocupados y otro tanto de subocupados. Sin trabajo, en ésta o en cualquier otra sociedad no hay disciplina posible. No se trata de la disciplina de los cuarteles, sino de aquella que existe en la vida social. El trabajo es el gran organizador y el gran disciplinador, en todos los sentidos. No se pueden pasar todos los límites en la reducción de los niveles históricos de ocupación, ingresos, protección y niveles de vida, sin provocar una rebeldía social a partir de la cual desaparece hasta el terreno común para una negociación, y sin destruir los sustentos del orden en las relaciones de la vida cotidiana y en la vida de cada individuo.
La población argentina, donde los territorios de la pobreza eran menores que en muchos otros países, se resiste a ser pobre. Puede estar empobrecida. Pero no quiere y no quiere ser pobre. No quiere reducir su nivel histórico de civilización. No acepta, como pide Dornbusch, disminuir a la tercera parte -vía recortes, flexibilización y desocupación- sus ingresos y sus salarios. Tiene además un entramado también histórico de experiencia y de organización, una cultura de resistencia conquistada mediante sindicatos independientes y huelgas generales, así como conquistó México la suya por medio de las revoluciones, las reformas cardenistas, las luchas sindicales y las rebeliones campesinas e indígenas.
Esa experiencia de resistencia industrial reapareció desde 1996 en los cortes de ruta de los piqueteros, iniciados en las zonas petroleras y extendidos después a todo el país, con los cuales los desocupados, como ya no pueden hacer piquetes de huelga en torno de las fábricas e interrumpir la producción para negociar conquistas, interrumpen con piquetes la circulación de las mercancías para obtener el apoyo social y lograr concesiones. Iguales experiencias reaparecen y se multiplican en las asambleas barriales en las ciudades de todo el país, en los cacerolazos, en las manifestaciones, en el castigo a los locales de los bancos y el abucheo a los políticos allí donde los encuentren.
Quiebra de una hegemonía no significa, necesariamente, su sustitución por una hegemonía alternativa. Esta no puede brotar de la tierra: se prepara en el tiempo y en la organización. Otra faceta de la tragedia argentina es que ningún sector significativo de los aparatos políticos o sindicales se preparó de antemano, en una oposición consistente y convencida de sus razones y su programa, para ofrecer una salida a esta crisis. Las tres grandes formaciones políticas -radicales, peronistas y frepasistas- hicieron en cambio en el Congreso y entre bambalinas una especie de "unión nacional" para defender, en la crisis, lo ya indefendible: el entero sistema financiero, institucional y jurídico, incluido el corrupto Poder Judicial, en cuyo seno está el foco de la descomposición. No vieron lo que venía, jugaron a ser "estadistas responsables", se hicieron cómplices de una deriva infame, se unieron en los momentos decisivos para "salvar las instituciones" (totalmente carcomidas) frente a la marea popular. El grito "Que se vayan todos" es la merecida respuesta. Pero ese grito, legítimo a más no poder, no alcanza a ser una salida. Las organizaciones de la izquierda radical, presentes en los piquetes y desde el primer día de las cacerolas, tampoco aparecen, sin embargo, como una alternativa general.
Mientras tanto, el peronista Eduardo Duhalde, con esa unión nacional a sus espaldas, sigue ejerciendo un poder que, pese a su debilidad, basta para mantener la continuidad de la increíble (y en la crisis, incontrolable) trasferencia de riqueza a los sectores financieros y empresariales nacionales y extranjeros, únicos en condiciones de ejercer sus presiones desde adentro del sistema y con el apoyo del FMI y de los gobiernos extranjeros (Estados Unidos, España, Francia en los primeros lugares).
No es desde lejos el lugar para imaginar o proponer soluciones, así sean provisorias. Desde aquí, uno sólo alcanza a colegir dos breves reflexiones.
La salida del pueblo, los asalariados, desocupados, subordinados, despojados y oprimidos en todos los niveles de la sociedad argentina, tendrá que ser construida -se está construyendo, creo, en las grandes movilizaciones y debates- en lo que se ha denominado el terreno de la política autónoma de los subalternos. Allí los argentinos han acumulado en todo el siglo XX una larga experiencia. Este terreno no descarta (aunque no se subordine a él) la utilización transitoria de las elecciones, si ésta es para generar organización y fuerza autónomas y no para subordinar esa autonomía a apuntalar una institucionalidad carcomida y corrompida.
El nuevo modo de dominación global del imperio no genera legitimidad ni consenso en las naciones y en sus pueblos, salvo en el corazón mismo del imperio. Pero mantiene una fuerza material, financiera y militar que en su dinámica se propone seguir arrasando cuanto obstáculo se oponga a su extensión en superficie y profundidad. Argentina, la vida de su pueblo y el mando de su desgraciada clase dirigente han entrado en esa trituradora. Detrás viene el Mercosur y todo lo que aparezca como un obstáculo o un desvío frente al ALCA. Cuba obviamente está en la mira cercana, como se vio en Monterrey con la aquiescencia del gobierno mexicano, y Venezuela también, como ejemplo y escarmiento para quienes sueñen con resistir o buscar senderos alternos. Son éstas estructuras históricas de resistencia que la nueva dominación necesita destruir.
Entre esas estructuras están, nadie lo dude ni por un instante, la Revolución Mexicana y las relaciones estatales y sociales que de ella todavía persisten en la vida cotidiana del pueblo mexicano, en sus formas de hacer política y de organizarse, en sus maneras de ser, de vivir y de pensarse a sí mismo. La fracción de la clase dirigente que hoy ocupa el mando en México puede tal vez allanarse a esas exigencias. La solemne ceremonia de vasallaje montada en Monterrey por el gobierno mexicano ante los ojos de los jefes de Estado y representantes de las naciones del mundo así parece probarlo. Que esos gobernantes crean que el México surgido de la Reforma y de la Revolución Mexicana ya se desvaneció es para ellos tan insensato e ignorante como, digamos, sería para el gobierno francés creer que en su nación y en su Estado se ha desvanecido la herencia de la Revolución Francesa.
Los de allá al norte necesitan el petróleo, el subsuelo, el territorio de México y la subordinación del pueblo mexicano como parte indispensable de su plataforma de seguridad imperial. Si la maniobra actual de moldeo y subordinación de la clase gobernante no tiene éxito, intentarán entrar, entonces, a la trituración. Consideremos y estudiemos el drama de los argentinos para pensar nuestra propia resistencia. Quienes en cambio se plieguen al moldeo, en el gobierno o fuera de él, no se hagan ilusiones: también ellos podrán ser triturados por el actual Terminator imperial (hasta que éste acabe, claro, como el Terminator mismo. ¿Recuerdan?).