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Latinoamérica

HOMENAJE A ALFREDO ZITARROZA

Dolor y pegatina /SURMEDIA
Escribe: El Húngaro

Perdida al costado de la plaza de deportes, la casa de los vidrieros hervía de silencios y actividad. El crimen de la noche anterior había sido un rayo demasiado grande en aquella oscuridad comenzada años atrás y parecía no tener fin.
Lo ocurrido pocos días atrás en la casona de Sierra, cuando una banda de tiras, bien anormales y dopados, entraron de pesados y tirando algún plomo que otro, aún asombraba a los montevideanos, desconcertados por aquella violencia sin límites.
Un hombre gordo de mameluco descolorido, revolvía en silencio el gigantesco tacho donde el engrudo se cocía. Le parecía que aún estaba conversando con Mendiola sobre la venta del diario o que el Pulpita lo rezongaba por no haber estado en la última reunión de agrupación. O que el alemán Elmer le hacía cuentos, entre vinos, de cual era la mejor forma de proteger el violín. Y el Flaco aquel, puta cómo se llamaba, trabajaba el la fundición al lado del Miguelete, ah, si, el Torito Servetti, que había conocido una noche cuando andaba convidando pizzas, un día de quincena en el boliche de Zufriategui.
En la mesa, armada entre dos caballetes, enrollaban murales algunos veteranos muy castigados por los inviernos y varios jóvenes, muchos con pinta de estudiantes y otros de obreros recién estrenados. Las conversaciones iban en susurros, de aquí para allá. El roce de los murales arrullaba canciones de pesar.
Clamaban por un paro general. Repudiaban siete asesinatos.
Se elevaba, muda, entreverándose con las ramas peladas en otoño, una melodía "de fruto maduro del árbol del pueblo, la canción mía, siempre porfía".
Observados con miradas respetuosas, Antonio y Juan, caminaban entre aquellas gentes, conversando bajito.
Los milicos seguían en la vuelta. Los escuadrones no eran nuevos en el Prado, "no tiene miedo a la bala, ni a la bomba, ni al infierno".
Y el velorio será en Sierra. Monseñor Partelli dijo que iría.
"Lleva en las manos heridas, una flor con una espina, agua y marina".
Apresurado, un viejo flaquito, abordó a los dos caminantes. Había dejado en la puerta a otro compañero en la ingrata y necesaria tarea de vigilancia. Alarmado, trasmitió que un auto pelotudo y lujoso andaba en la vuelta, mirando "pa´ todos laos".
Acompañados por el "Crudo" salieron a la puerta, en el momento en que aquel Jaguar atracaba en la puerta del local de la Federación de Obreros del Vidrio.
"Canto del pueblo que ama, también canta por dinero, como un obrero".
Un hombre pequeño, de muy prolijos cabellos renegridos, enfundado en un jean recién comprado, se dirigió hacia ellos, saludando. En la escasa luz de ese anochecer triste, el trío de recepción reconoció al visitante. "Si cantando no razona como cualquier proletario deja de ser necesario cuando el pueblo lo abandona".
Se estrecharon las manos en la vereda. Eran un estorbo parados en la angosta puerta del local sindical. Hombres y alguna piba que otra, entraban y salían cargando los camiones para la pegatina inminente. "Desconfianza a los cantores que tiran tiros con la guitarra y luego tiemblan en la escalera".
- Qué tal Alfredo, qué hacés- le dijo el hombre flaco, mientras el más gordo lo saludaba en un trato de Usted.
"Quiere ser flor y se cierra como un puño".
- Aquí estoy compañeros, para lo que haga falta.
Y continuó en un desahogo:
- Ya veo que hay pegatina, no tengo mucha experiencia pero algo podré ayudar.
Antonio y Juan intercambiaron miradas, bastantes asombrados por la aparición y decisión militante del cantor mayor. Las pegatinas necesitaban manos, y cuántas más mejor. Pero esto era demasiado. Aquellos hombres y mujeres, imprescindibles todos, reconocieron al recién arribado. Miraban al pasar. Era él. Aquel cantor tantas veces aplaudido. Y compañero. Y hoy está aquí, con nosotros. No está arriba del escenario. Está en el sindicato y justamente hoy. "Con nuestros muertos más queridos".
Ya en el patio se arrimó a una mesa donde enrrollaban los últimos murales. Convidó con cigarros y saludó a todos. Manos con manos. "Hago falta... Yo siento que la vida se agita nerviosa si no comparezco, siento que hay un sitio para mí en la fila...".
Y se fueron aprontando todos. En el gran patio no quedaba nadie. Sólo flotaban en el ambiente oscurecido, los nervios, la decisión y también el temor.
Un auto pequeño y una moto, con varios compañeros, harían las veces de equipo de seguridad. Algún fierro garantizaría la autodefensa de los pegatineros.
Antonio y Juan, los jefes de aquella jornada y de tantas otras, discutieron brevemente. Dónde ubicar al cantor. Su presencia fue un incentivo bárbaro para todos aquellos militantes, sufridos, cansados y nerviosos por la noche a enfrentar.
Pero la responsabilidad de contar con Alfredo en la pegatina era fuerte, incluía el riesgo de exponerlo a una balacera con los jupos, o a marchar en cana, o a que apareciera otro malón militar como la noche anterior en la 20.
"En mi país somos duros".
La gente acomodaba los murales, brochas y baldes. Los camiones tenían los motores prendidos.
El Flaco se apersonó a los responsables, inquiriendo:
- Y bueno?, ... en cuál voy?...
Habían casi acordado que fuera en un auto, en tareas de vigilancia, pero sin ningún caño. Pero la decisión implícita en la pregunta, los hizo dudar y resolver sin mucho (o quizás demasiado) criterio.
- Subí ahí, en la cabina del primer camión.
Y Antonio, el obrero y murguista, y jefe comunista de la zona, sentado a su lado lo acompañó durante toda aquella noche de peregrinaje por los asfaltos cicatrizados con huellas de generaciones de laburantes de la Teja, el Paso Molino, Pantanoso y Nuevo París. "Canta mi pueblo una canción de paz. Detrás de cada puerta está alerta mi pueblo".
Estaba muriendo la noche, cuando se acabó el engrudo. La tarea había sido cumplida, sin interferencias. Algún patrullero los había escoltado un trecho, una que otra chanchita fue avistada, pero la jornada fue calma.
Volvieron todos al sindicato.
Un mate los aguardaba. Una botella de grapa apareció, sin anuencia ni reproche de los responsables, y en aquel beso, que uno a uno le fue dando al pico de vidrio, sellaron "la certeza en un sol puntual que nos espera".