VOLVER A LA PAGINA  PRINCIPAL
Latinoamérica

El disenso de Monterrey

Abraham Nuncio /lajornada

"Antes se nos había dicho que el modelo cubano era malo y por lo tanto rechazable; ahora nosotros pensamos que malo es el modelo que nos han impuesto en Argentina y en el resto del mundo, pues nos ha conducido a la pobreza y el fracaso." Este juicio lo vertió un argentino durante las jornadas del Foro Global auspiciado por la ONU, donde participaron las organizaciones no gubernamentales sobre el tema de la financiación para el desarrollo.
Rusos, africanos, vietnamitas, brasileños, mexicanos, argentinos se dan cuenta de que el capitalismo neoliberal jamás les permitirá desarrollarse; al contrario, profundizará, como los ha profundizado, su dependencia y subdesarrollo. Hugo Chávez, el presidente de Venezuela, lo puso en cifras: del sur han salido hacia los países acreedores 800 mil millones de dólares en intereses por concepto de deuda externa en los últimos años y una cantidad igual por concepto de capital. Esa es una de las dos manos a las que se refirió Kofi Annan; la otra les regresa a los países de esa vasta región un apoyo cicatero, residual y condicionado.
Al orden económico mundial creado sobre esas bases, Fidel Castro lo llamó "sistema de saqueo y explotación".
Los aplausos que interrumpieron el discurso de Castro en la Conferencia sobre la Financiación para el Desarrollo fueron más significativos que las palabras de quienes los produjeron. El presidente de Cuba demandó la condonación de la deuda y préstamos blandos para tales países. Préstamos que, además, debía regular la ONU y no el Banco Mundial o el Fondo Monetario Internacional.
Ningún representante de otro país no industrializado habló en la conferencia con el vigor y el rigor crítico de Fidel Castro. A sus palabras agregó el gesto dramático de retirarse abruptamente debido, dijo, a "una situación especial" creada con motivo de su presencia en la reunión. Pronto se sabrá la causa de haberla suspendido de golpe.
La otra voz protagónica en el evento fue la de George Bush, quien desde antes había puesto menos énfasis en el combate a la pobreza (el equivalente a 15 mil millones de dólares en el curso de cinco años) que en la guerra al terrorismo (48 mil millones de dólares en sólo un año). Los aliados de Estados Unidos no hicieron juicios particularmente relevantes, mientras que la mayoría de los países subordinados a las potencias capitalistas podrían tener por epígrafe la frase lapidaria de Bertolt Brecht: "Apuraos, que se os enfrían las sobras".
Fueron, pues, dos voces y dos visiones las que marcaron la conferencia. Las de Fidel Castro tuvieron eco en la calle, donde -para sorpresa de no pocos- aparecieron miles de pancartas con la leyenda "Cuba sí, yanquis no", y también, aunque en voz baja, entre los jefes de Estado o de gobierno y los ministros de Asia, Africa y América Latina. Las de George Bush es conjeturable que hayan encontrado una buena caja de resonancia en gobiernos como el nuestro y en los empresarios con quienes los mandatarios se reunieron por lo general a puerta cerrada. Antes, con el régimen priísta, los trabajadores, aunque sometidos a las decisiones presidenciales, estaban presentes en eventos similares; hoy, simplemente no cuentan.
La intempestiva retirada de Castro de la conferencia rompió, al menos en un carril, los puentes (qué tanto levadizos, qué tanto selectivos) que México se proponía tender, según Vicente Fox, entre los países pobres y los países ricos.
Para el régimen panista, con la hermana república de Cuba sólo nos unen intereses comerciales y políticos; con Estados Unidos, nuestra relación es la de una sociedad amistosa, en pie de igualdad si hemos de atender a los términos del TLCAN, y puede ser que hasta fraterna. No deja de ser preocupante. Más lo sería, desde luego, si quienes nos gobiernan desde Los Pinos en verdad representaran los intereses y sentimientos del pueblo mexicano. Pero no es así. Las urnas conquistadas a base de marketing político y el ejercicio tan errático como alejado de sus compromisos electorales no constituyen ni la mitad de un gobierno representativo y democrático.
En el planteamiento de Castro se insinuó una tesis que Oswaldo Rivera, diplomático peruano que ha desempeñado importantes puestos en la ONU y la OMC, ha lanzado con verdadero arrojo al rostro del desarrollo. En su libro El mito del desarrollo, lleva al lector al convencimiento de que el desarrollo es un mito y de que en el siglo XXI los países pobres o medianamente industrializados serán inviables. Propone, en consecuencia, que la elusiva agenda de la riqueza de las naciones, un espejismo asperjado por los economistas clásicos, comenzando por Adam Smith, y recuperado de alguna manera por quienes siguieron a Marx, deba ser remplazado por la agenda de la supervivencia de las naciones.
Sin abandonar la idea del desarrollo, los que participaron en el evento internacional de Monterrey como jefes de Estado o de gobierno y los representantes de la sociedad civil estuvieron lejos de acercarse a un consenso. La demagogia podrá llamar así a un acto unilateral al que los demás se someten, y esto sólo en la esfera gubernamental cuyos accidentes representativos son muy obvios. Pero lo que la realidad puso a la vista de todos, aun en esa esfera, fue un claro disenso. El disenso de Monterrey.