|
28 de marzo del 2002
El medio es el principio o Cuento y Línea
Daniel Videla
Corta eficiente la piel del vientre. El bisturí corre abriendo capa tras
capa el hermoso packaging de Marcela. Las manos del cirujano, con prisa pero
sin pausa, lo tocan todo. Una víscera aquí un conducto allá;
mover y acomodar constante y seguir buscando. El rojo sangre no es doloroso
ante la fuerte luz, los pulcros blancos, la técnica fría del quirófano.
Los ojos de la instrumentista, brillantes, alternan entre los del cirujano,
los indicadores de colores y el campo abierto de Marcela. Es allí, no
obstante, donde se concentra con fuerza máxima de cejas y pestañas.
Casi un felino, se diría, sudando instinto ante su presa herida. Los
instrumentos, tomados casi de memoria, viajan del panel al agujero en procesión
de servicio. Cortar, oprimir, atar, sangrar, suturar, abrir, mirar, perforar.
Un tono agudo y monocorde rebota rítmico pero nervioso en las paredes
azulejadas. El respirador mecánico aporta el necesario compás
dramático. El cirujano no transpira, pero la enfermera, a su izquierda,
le seca la frente con frecuencia óptima. Un sacudir de la mano dentro
de Marcela, un insulto breve, un movimiento brusco - ¡Tijeras, tijeras! - y
una rosada víscera va a parar al tacho. La fuerza aplicada aflora en
los músculos del cirujano, en los sonidos de su muñeca, en el
quejido de cansancio; más y más febril abre y penetra, hurga y
arranca. Un repiqueteo en los aparatos y el anestesista lo mira fijo, serio.
No se detiene ni un instante. Ya su brazo derecho penetra hasta el codo. Empuja,
arranca, se abre camino con violencia entre corazón y pulmones. Arriba,
en el pecho de Marcela, afloran protuberancias, lomas y bolutas en movimiento,
los dedos del médico, desde dentro. El frenético palpar y revolver
desespera a todos, no hay ojos menos que desorbitados en el equipo. Los aparatos
comienzan a chillar. La enfermera de la derecha no soporta la ansiedad, se abalanza
sobre el cirujano, lo empuja, se hace lugar e introduce sus dos manos en el
campo quirúrgico y revuelve con esmero. La piel de Marcela se estira
aquí y allá empujada desde dentro, piernas, cuello y pómulos
incluso. Dos aparatos gritan alarmas y rojos, un asistente insulta y los detiene.
Ya algunos líquidos rompen la forzada pulcritud y derraman por los trapos,
la camilla, el piso. El brazo del cirujano penetra íntegro, se debe recostar
esforzadamente sobre Marcela, decide subir y arrodillarse sobre ella, el anestesista
lo ayuda. Las roturas de costillas ahogan un poco los desagradables sonidos
de borbotones de sangre, órganos que resuman aplastados, descorches,
sopapas. - ¡Encontré, encontré! - Sonrisas en los rostros, suspiros
y bendiciones. - ¿Cuánto es? ¿Cuánto encontraste? - Diez... veinte...
veinticinco dólares, hay. Tomá, repartí. La enfermera de
la izquierda seca un hilo de sangre que chorrea de los labios de Marcela. Apagan
la luz.
Nadie, en su sano juicio, pondría su vida en manos de quienes tienen
un único e ineludible fin económico en sus acciones. No obstante,
no nos espantamos cuando los medios de comunicación, toda su eficacia,
responde al lícito pero monocorde objetivo de ganar dinero. Nadie podría
concebir que el cirujano revuelva nuestras tripas en busca de monedas o lindas
vísceras para regalarle a su perro. Pocos podrían aceptar un señor
de prolijo uniforme de comidas rápidas, encargado, a sueldo, de redactar
la ley que nos juzgue en vez de aquellos a quienes se votó. Presumo que
pocos admitirían que los programas educativos, los salmos de su iglesia
o plataformas de su partido los redactara alguien por dinero, solo por dinero.
No obstante, ese pizarrón infinito, esa inmensa plaza pública
y moderno oráculo que son los medios de comunicación, responden,
mayoritariamente, a un nombre y apellido, no a la sociedad. Claro es que el
marketing o las más fervientes y eficientes producciones no necesariamente
convencen a alguien. No es cuestión de tener un medio y lograr poder,
pero allí se construyen los signos, ideas, conceptos y colores que luego
lo determinan todo: la cultura, bajo las reglas del propietario. Es muy simple:
los medios de comunicación no son empresas, son medios de comunicación.
Momentáneamente funcionan como empresas y están en manos de grupos
o personas que los administran con fines de lucro o poder corporativo. En algunos
casos propiedad pública pero administrados por el poder de turno. Todo
esto, visto con simple lógica, con el más elemental sentido común
¿no debería ser solo coyuntural?. La empresa con fin de lucro es eso,
lucro. No está mal, pero es eso. Accesoriamente, utilitariamente, accidentalmente,
incluso, cumple funciones de interés común, fines opuestos a su
esencia. Circunstancialmente da trabajo, servicios o placer, solo si le es redituable
de alguna forma a quien la posee. Esa es la pérdida de una empresa, debe
hacer algo además de ganar dinero y poder. En su plural equilibrio de
mercado, dicen, nos beneficiamos todos, supongamos por un momento que sí.
Pueden hacer miles de cosas pero seguridad, justicia, gobierno, educación,
salud, son las cosas de todos ¿estamos en acuerdo hasta aquí?. Pues,
la cultura es profundamente de todos más que ninguna otra cosa y los
medios su centro contemporáneo. No necesariamente se trata de la vieja
dicotomía estatales-privados, trampa con salida. Entes públicos
no gubernamentales, por ejemplo, gerencias electivas, por ejemplo, redes públicas,
por ejemplo, férreas normativas de pluralidad real mediante pequeñas
empresas locales, por ejemplo. Todos caminos que espantan a las corporaciones,
seguramente más, incluso, que el viejo grito de ¡nacionalizar la banca!.
Sucede que no se trata de televisión, no solo de ella. Las redes, la
prensa, la gestión en línea y hasta el voto electrónico;
la necesaria transparencia y quién la hace, teléfono, correo,
banco y periódico juntos y personalizados, marketing dirigido, mercantil
y político; educación electrónica, la vedette de las inversiones;
banda ancha, el nuevo Hollywood por los pocos produciendo para muchos, mayores
costos y Windows para todo el mundo, Grandes Hermanos y pequeños canales
y leemos poco y vemos mucho y etcétera interminable... lo medios y sus
bancos y su soft y sus gobiernos y celulares y trenes y deudas y leyes y misiles
y. Círculos, los medios influyen en las cosas que influyen en los medios
que influyen en las cosas y así por los siglos de los siglos insultando
a las cosas. Pues bien, comencemos por los medios ¿por qué no?. Tal vez,
el medio es el principio.
Daniel Videla, La Plata, 26 de marzo de 2002,