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Alemann y lo que ayudó a crear
Por Luis Bruschtein
El barrio paró el desalojo de Brukman
Habría que empezar por una larga lista de las cosas que sería
mejor que no sucedan: que no mueran niños por causas evitables como la
desnutrición; que los hospitales públicos no se queden sin insumos
básicos, que la educación pública no se convierta en un
simple comedor para niños, que nadie esté sin trabajo, que no
se expropien los ahorros de los ciudadanos y que no le hagan zancadillas a Roberto
Alemann. Ninguna de estas situaciones son defendibles en términos racionales,
a pesar de que muchos economistas tienen argumentos para justificarlas a todas,
menos a la última.
Esa clase de economistas, cuya función en la vida es encontrar formas
para aumentar las ganancias de las empresas que dirigen o aconsejan, nunca hablan
del desempleo, del hambre o la miseria, a menos que se refieran a los gastos
que consideran excesivos: bajar costos sociales, salarios, puestos de trabajo,
ajustes en la administración pública. Por supuesto, quieren prebendas
del Estado a las empresas que representan: piden que el Estado se achique para
ahorrar, y al mismo tiempo exigen que el Estado se haga cargo, con el dinero
público, del riesgo que asumen sus empresas.
Hablar de las víctimas de determinadas situaciones sin conocerlas personalmente,
como es el caso de Roberto Alemann, pone una distancia que atenúa las
consideraciones de tipo afectivo. Quizá por esa misma razón, uno
pone más acento en las víctimas de otras situaciones de violencia,
porque tiene amigos que han perdido el trabajo o la vivienda, o cuyos hijos
han tenido que emigrar; o tiene padres a los que han estafado con la jubilación.
Los economistas por cuyas decisiones se han creado estas situaciones de violencia
no conocen a las víctimas de sus acciones y tampoco les interesan, porque
de lo contrario pensarían de otra manera.
Roberto Alemann puede ser encuadrado en esta clase de economistas, que desde
hace por lo menos 40 años forma parte o representa a los grupos económicos
responsables de la situación del país. El primer cargo oficial
de Alemann, que en varias oportunidades ha dicho que de joven simpatizaba con
el Partido Socialista, fue en 1961, cuando reemplazó a Alvaro Alsogaray
como ministro de Economía. Más allá de sus simpatías
juveniles, Alemann transitó por la política argentina por sendas
paralelas a las de Alsogaray.
En 1981 volvió al mismo puesto con el dictador Leopoldo Fortunato Galtieri
y sobrellevó la guerra de Malvinas como su ministro de Economía,
una etapa donde se volvió a la libertad cambiaria y el salario real fue
el menor de la década. De allí en adelante hasta ahora se le hicieron
decenas de ofrecimientos –los que rechazó– para ocupar cargos políticos
o en la administración de la economía. Pero siempre apareció
como un factor de presión del establishment sobre los distintos gobiernos.
Eduardo Angeloz se lo propuso a Raúl Alfonsin para reemplazar a Juan
Vital Sourrouille. Cuando asumió Domingo Cavallo, Eduardo Bauzá,
Eduardo Duhalde y Eduardo Menem trataron de convencerlo para que aceptara la
presidencia del Banco Central y las dos veces que renunció Cavallo –con
Menem y De la Rúa–, su nombre volvió a figurar entre los posibles
reemplazantes. Era usual que sus apariciones en los medios fueran para impedir
la indexación de salarios en períodos de inflación o para
plantear el despido de 500 mil empleados públicos.
Inevitablemente, su nombre es visualizado por la gente común como parte
de un poder que no es elegido pero que termina imponiendo sus condiciones. Los
que votaron a Menem o a De la Rúa y al Frepaso están enojados
con esos partidos. Se sienten defraudados porque los políticos se aliaron
con ese poder, o se doblegaron ante él, cuando habían sido votados
para equilibrarlo. Millones de vidas han sido destruidas por la hegemonía
absoluta de estas políticas que impulsaron los grupos económicos
del establishment a los que suelen expresar Alemann, Cavallo o Ricardo López
Murphy. Demostraron que no tienen capacidad de pensar en términos de
proyecto común, de Nación, y que sólo atienden a la voracidad
de un sector que logra imponerse sobre otro, aun cuando eso implique el desastre
amediano o largo plazo. Y, cuando el desastre llega, vuelven a presionar para
no pagar los costos y vuelven a ganar. Por lo que termina pagándolos
la gente.
Los parámetros que manejan estos economistas no incluyen a los ciudadanos
en términos individuales o sociales, sólo a las empresas y el
mercado. Las personas no forman parte de ese universo, no existen. Pero la realidad
es que existen y, por todo lo anterior, ven en esos economistas y grupos económicos
a sus victimarios, como pudo constatar Roberto Alemann cuando fue insultado
y obligado a refugiarse en un banco. El veterano economista comprobó,
y no de la mejor manera, que así como una parte se favoreció con
algunas de las ideas que impulsó, hay una contraparte muchísimo
más grande que se perjudicó al punto de arruinar sus vidas, las
de sus padres y las de sus hijos. El episodio fue desagradable, pero esa situación
de antagonismo y rabia es la expresión de un país con profundas
desigualdades e injusticias que él ayudó a conformar.