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La
paz en Colombia
Editorial de Liberación
Liberación
La semana pasada
en conferencia de prensa el presidente colombiano, Andrés Pastrana,
había rechazado la propuesta presentada por las Fuerzas Armadas Revolucionarias
de Colombia (FARC) para reactivar el diálogo de paz, y advirtiera de
un plazo de 48 horas para que la guerrilla abandonara la zona desmilitarizada.
El mandatario explicó en ese momento que las propuestas de las FARC
«no son satisfactorias y se refieren a temas ya pactados», agregando que si
el grupo guerrillero no aceptaba su propuesta de pactar un cese el fuego en
el que se incluyera el fin de secuestros, el gobierno daba por terminado el
diálogo. Las FARC, consideradas como el ejército rebelde más
antiguo y numeroso de América Latina y la representación de
Naciones Unidas habían entregado poco antes una propuesta para salvar
el proceso en la que se aceptaba que una comisión especial vigile que
estén dadas las garantías en la zona de distensión para
continuar con el proceso de paz mediante una propuesta de 14 puntos en la
que se comprometían a estudiar de manera inmediata un documento de
la contraparte que contenía temas como la tregua con cese al fuego,
de hostilidades y de secuestros. Las conversaciones de paz se habían
iniciado tres años atrás con el propósito de poner fin
a una guerra interna de 38 años, y que ha dejado más de 40 mil
civiles muertos en la última década.
Pero para Pastrana, que
continúa pretendiendo navegar entre las presiones de Estados Unidos
con su Plan Colombia y la impunidad de los paramilitares, eso no parecía
ser suficiente y estaba dispuesto a dejar de lado el esfuerzo de sacar adelante
un proceso que, a pesar de estar varias veces a punto naufragar definitivamente,
pudo mantenerse a flote gracias a la voluntad manifiesta de las FARC.
Todo así hasta
que el lunes Pastrana, volvió a comparecer para anunciar que tras las
intensas gestiones del Grupo de Países Amigos (representado por diez
embajadores, y jerarcas de la Iglesia católica) y el representante
de la Organización de Naciones Unidas, James Lemoyne, que el proceso
de paz continuaba en virtud de que existen las «garantías para seguir
con las conversaciones», algo que negaba sólo pocas horas ante, pero
a su vez, en otro gesto de poca voluntad, daba seis días a las FARC
como límite para fomentar acuerdos de tregua concretos, y advertía
que de lo contrario no prorrogará el enclave desmilitarizado.
En definitiva, para conseguir
el acuerdo de última hora se recurrió a una fórmula verbal
de mutuo reconocimiento de buena voluntad de las partes y a la exhortación
para lograr acuerdos concretos, a la brevedad, en materia de cese del fuego
y suspensión de ataques a la población civil. De todas formas
y a pesar de las objeciones que se puedan presentar creemos que lo conseguido,
cuando parecía inminente un choque frontal del Ejército con
las fuerzas irregulares en la llamada «zona de despeje» bajo control de las
FARC, es sin duda alentador y reconfortante, no sólo porque contribuye
a alejar la perspectiva de un recrudecimiento de las acciones bélicas
-que no se han detenido en los tres años que dura el proceso de negociación-
sino también porque permite abrigar esperanzas en torno al futuro de
un esquema de negociación gobierno-insurgencia.
Lo anterior no significa,
de ninguna manera, que la anhelada paz se encuentre próxima en Colombia
ni que se hayan superado los peligros del momento. El hecho de que Pastrana
haya puesto un plazo de seis días para que las FARC se comprometan
a suspender las acciones militares y otras prácticas que afectan a
la población civil puede dar al traste, por poco realista, con los
contactos.
No debería olvidarse
que en un escenario de guerra civil como el colombiano, las dirigencias de
las partes -las FARC, del Ejército de Liberación Nacional (ELN),
de los grupos paramilitares y de las propias fuerzas armadas gubernamentales-
difícilmente podrán ejercer control y mando absoluto sobre sus
efectivos, y que muchas de las acciones atribuidas a la guerrilla parecen
ser, en realidad, resultado de iniciativas de individuos que actúan
por cuenta propia.
Sin olvidar que el ELN
(que tiene empantanados los contactos con el gobierno), así como los
paramilitares, quedan fuera del marco de las negociaciones que se desarrollan
y otro tanto puede decirse de diversos factores de violencia, como los estamentos
militares interesados en proseguir la guerra, el narcotráfico y la
delincuencia común. Por lo demás, ha de asumirse que la confrontación
en curso entre las organizaciones insurgentes, por un lado, y los paramilitares
y el Ejército, por el otro, ha llegado a adquirir una cierta condición
estructural en la conformación política, económica y
social de Colombia, y que, en esa medida, la pacificación plena y perdurable
requiere, más que compromisos en el terreno militar, transformaciones
sociales profundas que deben ser acordadas en la mesa de negociaciones. De
lo contrario éstas no dejarán de ser un mero espejismo de paz.
Es el tiempo y el momento
para empezar las definiciones en este proceso de paz y no desmayar en la búsqueda
de que la misma sea alcanzada con la imprescindible justicia social.