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Argentina: la infamia universal del capital
Adolfo Gilly
(La Jornada, México)
Por su duración, por su radicalidad práctica, por su carácter
casi totalmente urbano, por su despliegue de experiencia de lucha acumulada
y por su extensión a múltiples ciudades en todo el territorio
del país, la rebelión argentina casi no tiene precedentes, si
es que alguno tiene.
La aparición a
plena luz de la movilización y del discurso de los hechos de las multitudes
urbanas, la reapropiación discursiva de la palabra "pueblo" en el lugar
ocupado por el ambiguo sucedáneo "gente", el vaciamiento y la deslegitimación
repentinos -pero largamente preparados en procesos y experiencias anteriores-
de la política entendida como simulación y de la entera clase
política como ocupantes y propietarios de la gran escena de la "democracia",
son algunos de los rasgos de la novedad total de la situación en el
país del sur. Esa novedad, sin embargo, viene de lejos. Ahora que sale
violentamente a la luz, en muchos existe un miedo de mirarla porque temen
que queden congelados sus antiguos modos y costumbres de pensar y explicar.
Aunque esto sea verdad,
no es solamente un "modelo económico neoliberal" lo que tronó
en Argentina. Si además miramos a lo que el pueblo hizo ante ese truene,
las cosas van más lejos. Lo que quebró y se fundió es
una parte, pequeña pero muy significativa, del circuito de la valorización
global del capital. Definir la quiebra de la economía capitalista argentina
como un cortocircuito del proceso global de valorización y de
acumulación no es una metáfora demasiado lejana de la realidad.
En ese circuito global,
controlado por los organismos y los centros de las finanzas internacionales,
Argentina pasó de vitrina de lujo de las virtudes de la privatización,
la desregulación y la apertura irrestrictas de la economía,
a la categoría de fusible. Los centros rectores de las finanzas
internacionales -el Departamento del Tesoro de Estados Unidos, su subordinado
el Fondo Monetario Internacional y el Servicio Privado de Seguridad de ambos,
más conocido como el Pentágono-, llegado el momento no realizaron
la esperada (por sus socios argentinos) operación de salvamento y dejaron
que el fusible cumpliera su función: que se fundiera para asegurar
la continuidad del sistema.
Se
trataba de dejar quebrar un sector considerado marginal, un país del
fin del mundo, para escarmentar a quienes se resistieran a llevar hasta el
fin en las relaciones sociales y en la política las reformas exigidas
por el capital financiero. No habría contagio económico, decían,
no habría debilitamiento militar estratégico y en una recesión
siempre es bueno un saneamiento del capital por destrucción de sus
sectores marginales u obsoletos: por ejemplo, Argentina.
Aquellos centros rectores
ven al mundo como una red de intercambios de mercancías y de circulación
de capitales, es decir, como una red de relaciones entre cosas y no de relaciones
entre seres humanos. Por eso no podían alcanzar a imaginar cuál
iba a ser la reacción de esa comunidad de seres humanos que viven en
aquel lejano territorio y que se llaman "argentinos". No llegaron a sospechar
la rebelión inminente de esa entidad que se llama "pueblo", que es
el sujeto -no las cosas, no los capitales- de cualquier sistema económico
imaginable. No contaron con "la economía moral de la multitud", como
la llamaba E. P. Thompson, en cuyos marcos, agregaba, "la ética popular
legitima la acción directa de la muchedumbre", no las negociaciones
opacas de las elites políticas gobernantes.
En consecuencia, contra
todas las disposiciones constitucionales y legales que sancionan la supuesta
"inviolabilidad de la propiedad privada", el capital financiero, sus socios
argentinos y los gobernantes de los partidos a su servicio realizaron una
expropiación masiva de los ahorros y los salarios de ese pueblo, vaciaron
las cajas y, en complicidad con los bancos extranjeros cuyas matrices se negaron
a responder por el desfalco, se llevaron decenas de miles de millones de dólares
de los ahorristas dejando las arcas vacías e imposibilitadas de devolver
los pequeños depósitos. En una operación de delincuentes
cercana a una escena del teatro del grotesco, en los días previos a
la quiebra bancaria cientos de camiones blindados de transporte de valores
se dirigieron en caravana a los dos aeropuertos de Buenos Aires para sacar
por vía aérea su carga de billetes en dólares, llevándose
consigo los depósitos de los ahorristas y precipitando la inminente
quiebra.
Esta
faz delictiva, depredadora y cínica del capital es la misma que se
mostró en su mero centro mundial, Estados Unidos, con la quiebra de
Enron, empresa estrechamente ligada a la elite gobernante del presidente Bush.
Los grandes inversionistas y miembros del consejo de administración
de Enron vendieron sus acciones en agosto pasado, sabiendo inminente la catástrofe,
dejando que se convirtieran en humo fondos de jubilación de sus empleados,
colocados en acciones de la empresa. Aquellos se llevaron los millones, éstos
se quedaron sin ahorros y sin empleo.
No
se trata sólo de un caso de "crony capitalism, american style"
(capitalismo mafioso, estilo norteamericano), como con contenida y legítima
ira lo llama Paul Krugman en su columna de The New York Times. Va más
lejos. Se trata del modo de funcionamiento del capital en nuestros días,
tanto en Argentina como en Estados Unidos. No son rasgos mafiosos, es su rostro
verdadero, en el cual se confunden en un solo haz las operaciones financieras,
la industria de armamentos, el narco y los negocios de la clase polìtica
al servicio de ese funcionamiento.
Es
significativa la lúcida percepción de las multitudes de Buenos
Aires, Rosario, Córdoba y las demás ciudades argentinas. El
objeto de su odio y su desquite no fueron Estados Unidos como país
o su bandera como símbolo. Fueron los bancos y sus sucursales, sin
hacer distinción entre bancos extranjeros y argentinos. Todos fueron
atacados, sus vitrinas destruidas, sus computadoras reventadas contra el pavimento,
sus papeles arrojados al viento. Algunos supermercados habían sido
saqueados porque el pueblo no tiene qué comer: Muchos pagaron con la
vida el atrevimiento. Pero de las sucursales bancarias nada había que
sacar y nada se llevaron. No había en estas destrucciones ni pizca
de vandalismo. Eran una expresión altamente política, pues no
se equivocaba en el objeto de su ataque, de aquella "ética popular"
que "legitima la acción directa de la muchedumbre", esa que Thompson
vio en las multitudes inglesas del siglo XVIII y que, trasfigurada, reaparece
cada vez que la ira del pueblo desborda a su paciencia.
El
preciso objeto del odio fue el capital financiero en su representación
material en las ciudades: las sucursales de los bancos que se habían
robado el dinero de los que tienen poco, los ahorristas, y protegido el dinero
de los que tienen mucho, los inversionistas (quienes invierten y ganan también
con el dinero de los ahorristas obtenido a través de préstamos
de esos mismos bancos).
Las
consecuencias económicas de este desastroso cortocircuito del capital
global en Argentina todavía no alcanzan a ser percibidas. La élite
financiera mundial (de la cual forman parte los financistas argentinos), que
no temía al contagio económico de la crisis (como llegaron a
temerlo en la crisis mexicana de 1995), comienza ahora a percibir la amenaza
del contagio social de la movilización sin precedentes de las multitudes
urbanas argentinas.
Por otra parte, la pieza
rota del sistema global no parece fácil de recomponer. Los bancos y
las finanzas no funcionan porque tienen en sus cuentas o en sus arcas los
símbolos materiales del dinero, sino porque a través de ellos
y por la confianza en ellos manejan el dinero de los depósitos. Aunque
volviera una apariencia de normalidad en el funcionamiento de los bancos,
¿cuántos argentinos van a volver a depositar allí sus salarios,
sus fondos de jubilación, sus ahorros, el producto monetario de sus
trabajos, sus privaciones y sus penas puesto al cuidado de esas instituciones
para poder cubrir gastos futuros, planes de vida o desgracias imprevistas?
La
quiebra del sistema financiero argentino no es un simple producto de los políticos
corruptos y de los administradores incapaces, aunque ambas especies estén
presentes. Es una expresión concentrada de la infamia universal del
capital, de la crueldad impersonal de un sistema social que tiene su lugar
ganado en la historia universal de la infamia.
La
tragedia argentina, pero sobre todo la rebelión de las multitudes urbanas
en este verano violento que vive el país del sur, incita y exige volver
a pensar la vida y el futuro fuera de los marcos de ese sistema. No aparece
visible una salida inmediata que no sea, como será, un precario remiendo
de la expropiación de los pobres por los ricos y de los trabajadores
por los financistas. Pero la rebelión y su experiencia, junto con el
miserable fracaso de todos los políticos del régimen existente,
requieren y permiten persistir en pensar, además de las urgentes medidas
inmediatas, una sociedad y un mundo fuera de la relación de capital,
como lo pensaron los socialistas de los dos siglos pasados, sin cuyos trabajos
y cuya obra práctica la infamia del sistema no habría tenido
los contenes que tuvo.
No
es para mañana, ahora que urgencias inmediatas nos esperan. Pero el
hechizo está roto, no ya en la teoría, sino en la acción
práctica de esta fantástica rebelión de las ciudades.
El
nuevo siglo no empezó el 11 de septiembre de 2001 con los atentados
terroristas contra las Torres Gemelas donde murieron miles de trabajadores.
Empezó antes, en julio de ese año, cuando en Génova la
multitud organizada del trabajo italiano cercó a los Ocho Grandes encerrados
en un barco de guerra. Esa acción simbólica se prolonga y se
expande ahora en la acción práctica de las ciudades argentinas.
De
Génova a Buenos Aires, las ciudades son nuestras. Atreverse otra vez
a pensar y a imaginar el socialismo, la sociedad de los iguales y de los libres,
contra esta barbarie sin sentido y sin piedad que es el mundo global del capital,
es el mensaje que en este nuevo viento del sur puede leerse.