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18
de enero del 2002
Diez
años de impunidad y desigualdad
ante la ley marcan la paz en El Salvador
Dagoberto Gutiérrez
Equipo Nizkor
Las banderas al viento y los colores al sol se casaron hace diez años
con la sonrisa y la esperanza. Una negociación nunca antes vista y
unos acuerdos desconocidos, se presentaron con su primera y quizás
única victoria: el fin negociado de la guerra de doce años.
En
el afán de terminar la guerra se dieron encuentros y desencuentros,
y así: para el imperio estadounidense, se trataba de acabar con una
guerrita que no valía una intervención directa; para nosotros,
el fin negociado de la guerra era una victoria en un mundo desfavorable y
la negociación era hija de los fusiles; para las derechas, los acuerdos
eran una negociación inevitable; para el pueblo, la negociación
era el fin de los disparos; para la ONU, era su negociación más
completa, y para el grupo de amigos (Colombia, Venezuela, México y
España), era geopolítica triunfante.
Ciertamente el pueblo
celebró el fin de la guerra mucho más que el nacimiento de los
acuerdos, aún cuando estos se presentaron como muestra de democracia
vigorosa y demostración de voluntad , y hasta nobleza del bloque del
poder.
Los acuerdos fueron resultado
de la armonía conflictiva entre la concertación y la confrontación,
tal como son todos los acuerdos, pero frente al pueblo, la concertación
se presentó solitaria, como solución en sí misma, y las
derechas y la izquierda sistémica, en armonioso conjuro, satanizaron
la confrontación, como si la vida social pudiera pensarse sin el conflicto
que la nutre y la define.
Guerra y negociación
se ubicaron en estancos separados y todo el heroísmo y el valor desplegado
en la guerra fueron sepultados para que sus ecos de sangre no despertaran
la confrontación ni perturbaran la concertación.
El pueblo atribuyó
la paternidad de los acuerdos a los negociadores y no pudo encontrar su vida
reflejada en los textos laberínticos del documento de paz. En realidad,
desde la firma y presentación en sociedad de los acuerdos, desaparecen
las partes y se esfuma la mesa de negociación, por mucho que se rezara
a la concertación. En estas condiciones estalla la lucha desigual para
la aplicación de los acuerdos, los cuales no han sido cumplidos.
Cuando sed abre la lucha
para la aplicación de los acuerdos, el mapa político el país
y había cambiado y la correlación de fuerzas que los hizo posible
también había desaparecido.
Como un dique deteniendo
las aguas con sus manos, el logro más colorido: la conversión
del FMLN en partido político, funcionó como la ilusión
mayor que confinó las esperanzas colectivas en las elecciones, las
aspiraciones en los cargos públicos e hizo de la historia un secreto
bajo llave. Todo esto pasó a formar parte del ideario político
de los insurgentes, ahora convertidos en partido político.
Los acuerdos fueron hijos
legítimos de la guerra de doce años, sin la cual no es posible
pensarlos; pero estos acuerdos debían matar a su madre para ser elegantes
y presentables. Esta muerte fue, en realidad, la prenda codiciada de la mesa
de negociación y los componentes del acuerdo eran el precio a pagar
y a cobrar por la joya apetecida. Así las cosas, se trataba de pagar
lo menos posible y de cobrar la mayor cuenta.
Para el FMLN, la negociación
era el ajuste histórico de cuentas con la dictadura militar de derecha,
que desde su montaje en 1932, llegaba a su final cuando el siglo también
terminaba. Los elementos democratizadores del acuerdo fueron el precio a pagar
por el silencio de las armas y no fueron parte de una agenda política
ni de una visión democratizadora. La negociación fue un acontecimiento
extraño en la vida política del país y fue impuesta por
las realidades internas y externas al país. Los acuerdos logrados en
la mesa, aún teniendo cierto correlato social, no eran expresión
fiel de una correlación que en esos momentos determinaba la nueva organización
y distribución del poder que se tejía en el país y se
definiría en el curso de la posguerra. Los acuerdos expresaron la madurez
de la guerra y por eso, con rigor cuántico, se negoció en la
mesa solamente aquello que permitía el juego de los fusiles y no se
negoció nada que no tuviera su debida correlación político
militar, por eso se negoció afuera del país y lejos de las miradas,
adentro de la guerra y afuera de la paz. Todo esto estaba confirmando que
la paz nace de la guerra.
La negociación
requirió, a su vez, de negociaciones afuera de la mesa y adentro de
la sociedad. La pluralidad de la negociación fue un fenómeno
vigoroso pero no visible y expresó la resistencia de las derechas a
los acuerdos políticos, pero también expresó las diferentes
visiones en el seno del FMLN rebelde. No resulta acertado hablar de negociación
y es más correcto pensar en negociaciones, de tal manera que la mesa
fue, solamente, la parte pública de un proceso intrincado que transcurría
en el bloque de poder y de otro proceso similar, que transcurría entre
nosotros los insurgentes.
El fin de la guerra no
significó el fin del conflicto, y muy consecuente con esta verdad,
una vez cesados los fogonazos, cada parte negociadora siguió su camino
propio, desapareció la mesa, y el encuentro es vencido por el desencuentro
y la concertación es derrotada por la confrontación.
Los acuerdos resultaron
ser civilizatorios y depuradores de lo más grotesco del sistema político,
de aquello que debía sanearse para la salud del sistema. La fuerza
armada fue reducida y su conducta examinada y evaluada en el informe de la
Comisión de la Verdad, cuyas recomendaciones fueron ignoradas; el ejercito
al no ganar la guerra la pierde y el FMLN al no perder la guerra la gana;
pero la oligarquía nunca fue depurada ni evaluada, solamente lo fueron
sus guardianes; y los cuerpos de seguridad, odiados y temidos, fueron disueltos.
La oligarquía resultó
ganadora de los acuerdos de paz, en la medida en que la insurgencia deja de
ser rebelde, en la medida en que el Frente deja de serlo para hacerse partido
político, en la medida en que se auto-disuelven sus organizaciones,
en la medida en que se diluye su identidad política buscando una identidad
partidaria.
Todos estos pasos de derrota
son una especie de ofrenda de reconocimiento a la inclusión en el sistema
político; mientras, la oligarquía financiera acapara la economía,
somete al Estado, y entrega el país a los globalizadores.
En estos diez años,
el pueblo ha perdido poder, ha perdido sus empleos y deja su vida en los caminos
que conducen hacia el norte; es más pobre que hace diez años,
menos libre, sin democracia y sin paz; por eso, a diez años de los
acuerdos, no hay nada que celebrar pero sí hay mucho que conmemorar
y aprender.
El pueblo necesita defender
su memoria de los enterradores, recuperar el aliento inmortal de los héroes
y los mártires, ganar fortaleza en la lucha diaria y aprender a apoyarse
en la lucha internacional de todos los pueblos. A diez años, el pueblo
salvadoreño sigue caminando.
[Fuente: Por Dagoberto
Gutierrez del diario Co Latino, El Salvador, 16ene02]