|
Gustavo Espinoza
M.
El Siglo
Recientemente, Benjamín Ziff, un oscuro consejero político de la Embajada
de los Estados Unidos en Lima, entregó a la Comisión Parlamentaria que investiga
la corrupción en el Perú un conjunto de "documentos secretos" que el Departamento
de Estado yanqui decidió "desclasificar". Fueron alrededor de 200 páginas,
conteniendo 38 reportes referidos a la materia, las que recibiera Anel Townsend
Diez Canseco como una muestra de la cantada "voluntad de cooperación" del
gobierno de los Estados Unidos.
Los documentos muestran
que la administración norteamericana sabía todo lo que ocurría en el Perú
bajo el régimen de Alberto Fujimori. Tenía no sólo conocimiento exacto de
la violación constante y sistemática de los derechos humanos, sino también
de la existencia de escuadrones de la muerte manipulados por las más altas
esferas del poder y cuya misión era aniquilar adversarios en todos los niveles.
Los textos revelan, en efecto, que ya en 1990 Washington fue informado de
ejecuciones extrajudiciales y de la formación de comandos asesinos encargados
de las mismas. Ciertamente, guardó silencio en toda la década.
También, el gobierno de
los Estados Unidos conocía desde un inicio que el afamado "asesor para asuntos
de inteligencia" del Presidente peruano estaba estrechamente ligado a las
mafias de la droga en el país y en el exterior y que tenía intereses afincados
en el narcotráfico, en cuyo provecho hacía uso de los recursos del poder.
A ambos extremos se suma
el hecho también relevante de que la Embajada de los Estados Unidos en Lima
recibió precisiones definidas en torno a un complot oficial alentado por el
gobierno peruano contra el entonces parlamentario de la oposición y director
del diario "La República", Gustavo Mohme Llona, quien muriera en abril del
año 2000 formalmente víctima de desórdenes de tipo cardiovascular. El documento
específico está fichado con el número 2000 LIMA 06752 y registra que la modalidad
operativa para el caso consistió en infiltrar dentro del personal de seguridad
del fallecido parlamentario a un agente del servicio de inteligencia con la
misión de sustituir los medicamentos usados para combatir la hipertensión
arterial.
Independientemente de
la necesidad de procesar investigaciones en torno a estos elementos que configuran
delitos, incluso novedosos en el panorama peruano, hay que formular algunas
observaciones.
Los documentos, en primer
lugar, son escasos. La administración norteamericana sabe mucho más de lo
que ha dicho y tiene muchísimos más documentos que mostrar, que aquello que
entregara el 7 de enero a los parlamentarios peruanos. De alguna manera se
podría decir que los comentados papeles son apenas la punta de un iceberg
mucho más consistente y definido que lo anunciado ya.
En segundo lugar, hay
que subrayar el hecho de que los documentos desclasificados poseen párrafos
íntegros que han sido censurados por la propia administración norteamericana.
Ello implica que formalmente el gobierno de los Estados Unidos reconoce que
en torno al caso hay secretos que no puede revelar a las autoridades peruanas,
y que deben seguir siendo mantenidos en reserva por Washington. ¿De qué tipo
de secretos se trata? ¿Por qué, si son asuntos vinculados al Perú, el gobierno
de los Estados Unidos no los pone íntegramente en conocimiento de las autoridades
de nuestro país? ¿Qué lazos quiere ocultar el Departamento de Estado yanqui
en la materia?
Es conveniente también,
en el marco de esa reflexión, preguntarse ¿por qué el gobierno de los Estados
Unidos, que tenía en sus manos todos estos elementos de juicio, siguió colaborando
hasta el fin con el gobierno de Alberto Fujimori? Porque si bien es verdad
que esporádicos informes sobre los derechos humanos reconocían en el plano
general la violación de éstos en el Perú, y si incluso algunos funcionarios
de la embajada norteamericana en Lima fueron hostigados por el régimen fujimorista,
también es cierto que virtualmente hasta el fin el Presidente depuesto siguió
gozando de la plena confianza de Washington, que tuvo además en el asesor
presidencial para temas de inteligencia un consultor y un operador privilegiado
para toda la región. Eso no lo niega en absoluto el gobierno de los Estados
Unidos, aunque ciertamente se muestra reacio para admitirlo.
Cada día está más claro
que una buena parte de los hechos ocurridos en el país en esta materia, a
lo largo de toda la década pasada, fue producto del trabajo de la Agencia
Central de Inteligencia de los Estados, en cuyo provecho y beneficio trabajó
laboriosamente Vladimiro Montesinos.