17 de agosto del 2002
Venezuela: un gobierno sin Estado
Heinz Dieterich Steffan
La liberación de cuatro generales y almirantes golpistas por parte
del Tribunal Supremo de Justicia de Venezuela, el 14 de agosto, inauguró
la ofensiva final contra el gobierno de Hugo Chávez. La fecha tentativa
para el fin de la "operación relevo" es el mes de diciembre y su objetivo
estratégico el desmantelamiento del régimen bolivariano, para
entregar la plaza a Washington, Wall Street y Miami. La pregunta es: ¿cuántas
divisiones y qué estrategia tiene el gobierno para resistir este asalto
final?
En términos militares, la situación de la revolución bolivariana
en los últimos tres años ha pasado por tres etapas principales:
su ofensiva estratégica, el equilibrio de poderes y, ahora, la fase de
la ofensiva final. Durante la ofensiva estratégica, que duró prácticamente
desde la campaña electoral de 1998 hasta el golpe de Estado del 11 de
abril de 2002, el movimiento bolivariano tuvo la iniciativa y la fuerza necesaria,
para determinar los lugares, tiempos y formas de conflicto con las fuerzas de
la oligarquía. Este hecho resultó en sus contundentes victorias
en todas las contiendas electorales y sociales que se presentaron.
Fue esa escenografía del éxito ininterrumpido que generó
un exceso de autosuficiencia analítica y política dentro del movimiento
y, particularmente, en su liderazgo, que les imposibilitó ver que la
oposición oligárquica había entrado en una fase de recuperación,
a partir de mediados del año 2001. Auspiciada por Washington, Miami y
Madrid, esa reorganización llevó al coup d´etat del 11 de abril
de 2002. Por la naturaleza militar del golpe se trataba de una especie de operación
de comando improvisada, que ante su inesperado y prematuro éxito generó
un problema de software en la conspiración transnacional, que ésta
no pudo resolver a tiempo. Al no estar preparado para la realidad del poder,
el poder real se le escapó de las manos y regresó a sus dueños
legítimos, en la tarde del sábado, 13 de abril.
La confusión y la desbandada entre los desestabilizadores internos y
externos, generadas por el fracaso, devolvieron al movimiento bolivariano la
posibilidad de una rápida y contundente contraofensiva para desmantelar
a la quinta columna de Washington. Sin embargo, por razones desconocidas ---acuerdos
previos, debilidades insuperables o errores de conducción--- se desaprovechó
la coyuntura del contragolpe que transcurrió entre el 13 y 20 de abril.
A partir de ese momento, la iniciativa regresó a la reacción.
Y desde entonces, el gobierno se viene debilitando mes a mes, perdiendo una
bastión tras otra.
Ante este proceso de debilitamiento y su desenlace previsible, la pregunta es,
¿cómo puede evitarse el triunfo de la oligarquía proimperial en
Venezuela, con sus desastrosas consecuencias para todas las fuerzas patrióticas
y democráticas latinoamericanas? Siguiendo razonando en términos
militares, puede descartarse la defensa estratégica, porque ni los espacios
ni los tiempo necesarios para tal opción existen. ¿Qué hacer,
entonces?
El problema de fondo del movimiento bolivariano es que, esencialmente, ha perdido
el Estado como medio para enfrentarse a la subversión transnacional.
Hace meses advertimos que la subversión había abierto dos nuevos
frentes de ataque, el sistema judicial y el Parlamento. Dentro de esta lógica,
la decisión de once jueces del Tribunal Supremo de Justicia en favor
de la impunidad golpista, con ocho abstenciones (sic), demuestra dos cosas:
a) que la reacción ya triunfó en esta institución y, b)
que se encamina hacia el enjuiciamiento y la destitución del presidente.
Si el golpe de Estado del 11 de abril actualizó el inmortal dicho de
un oficial mexicano de que ningún general resiste un cañonazo
de cincuenta mil pesos, hoy hay que extender este aforismo a los veinte jueces
venezolanos y, por supuesto, a los parlamentarios que están abandonando
el barco que se hunde.
De hecho, la aglomeración de fuerzas estatales en manos de los conspiradores
es impresionante: entre ellos, sectores centrales de la justicia, del parlamento,
del servicio diplomático, de la transnacional energética PdVSA,
de la Policía Metropolitana, de la burocracia estatal armada ---fuerzas
paramilitares (Guardia Nacional) y militares--- y no-armada. A este arsenal
de poder hay que agregar los medios de comunicación, la iglesia, sectores
de la alta burguesía, los sindicatos patronales, el sector universitario
e intelectual, así como Washington, Miami y Wall Street.
Ante esta falange imperial el movimiento bolivariano se ha quedado, esencialmente,
con algunos sectores del gobierno (federal, estatal y municipal), presumiblemente
la mayoría de los pobres y un núcleo militar de alrededor de doce
generales. Tres inferencias se derivan de esta correlación de fuerzas:
1. las fuerzas bolivarianas no son suficientes para realizar políticas
ofensivas ni para la defensa estratégica; 2. dentro de los poderes bolivarianos,
la única potencia disuasiva real es el núcleo militar; 3. La actual
estrategia de los conspiradores es una guerra de desgaste que ocupa una posición
táctica tras otra, para avanzar hacia el asalto final.
Washington parece preferir que la salida del presidente sea constitucional,
pero con la creciente crisis económica y la desestabilización
deliberada, nadie puede garantizar que el proceso no entre en una fase caótica
y termine en un régimen de facto. Regresamos, entonces, a la clásica
pregunta política de Lenin, ¿Qué hacer?
La primera condición para responder a esta interrogante, es analítica.
Desde hace mucho tiempo, la debilidad fundamental del proceso ha sido la incapacidad
o falta de voluntad del sistema conductor ---y de la mayor parte del movimiento,
también--- de ver la realidad como es. El camino hacia el abismo está
pavimentado con ilusiones y, mientras más se pospone este análisis
objetivo de la situación, menos posibilidad de salvación habrá
para el proceso popular-democrático. Los comentarios y exhortaciones
del liderazgo bolivariano, por ejemplo, del vicepresidente José Vicente
Rangel, no son muy alentadores en este sentido. Lo paradójico es, que
muchos de los líderes son militares cuyo quehacer cotidiano profesional
es un análisis realista del campo de batalla y de la correlación
de fuerzas, pero por algún motivo se niegan a aplicar su sabiduría
profesional a la batalla que están librando.
Sobre este análisis realista habría que tratar de formar un Bloque
de Poder entre los militares patrióticos y el movimiento de masas, en
torno a algunos elementos constitutivos de la vida nacional, como la no-privatización
de PdVSA y la negación de una salida no-constitucional.
Este Bloque de Poder debería llegar al consenso de usar la fuerza de
las armas y de las masas, para defender esas demandas vitales, porque tal determinación
es el único poder de negociación real que le queda a la revolución
bolivariana que ha perdido las instituciones.
Esta estrategia sería esencialmente la misma que usó el Frente
Sandinista de Liberación en 1990, después del robo electoral de
su triunfo revolucionario. Y fue esa estrategia que le entregó a la burguesía
el gobierno, más no el poder armado del Estado, garantizando, de esta
manera que las conquistas populares no pudieran ser destruidas por la oligarquía
de Washington. Los sandinistas interpretaron esa política como una retirada
estratégica inevitable, pero protectora del grueso de sus fuerzas para
una posible contraofensiva posterior.
Los intereses populares y democráticos venezolanos y latinoamericanos
no pueden ser defendidos en las circunstancias actuales dentro de la institucionalidad
del país, porque ella se encuentra en manos del imperio.
Sólo la alianza entre los militares patrióticos y las masas pobres,
orientada hacia la defensa de la legitimidad y legalidad del proceso, puede
impedir el triunfo de la reacción. También habrá que pesar,
dentro de esta estrategia, la conveniencia de convocar a elecciones, mientras
el gobierno tiene todavía capacidad para definir parte de las circunstancias
en que se realizarán.
Lo que puede decirse con certeza es que cada día que pasa sin que se
analice adecuadamente el problema de una revolución sin Estado, deteriora
la posición del proceso bolivariano y acercará un fin caótico,
imprevisible que sólo beneficiará a la derecha.