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23 de julio del 2002
Ordenación sacerdotal de mujeres y visita del Papa a Guatemala
El colmo de la desvergüenza
Laura E. Asturias
Tertulia
No deja de indignarme la jerarquía católica allá
en la llamada Santa Sede. Tras conocerse públicamente la ordenación
sacerdotal de siete mujeres europeas, realizada el pasado 29 de junio, saltó
como resorte aceitado la Congregación para la Doctrina de la Fe, amenazándolas
con la excomunión.
En su "Monitum" o carta de advertencia del 10 de julio (tomó algunos
días cocinar el sumario textito de apenas tres párrafos), el cardenal
Joseph Ratzinger, prefecto de la Congregación, recuerda las enseñanzas
de la Carta Apostólica 'Ordinatio Sacerdotalis' del papa Juan Pablo II,
según la cual "la Iglesia no tiene en modo alguno la facultad de conferir
la ordenación sacerdotal a las mujeres". Razón por la cual la
mentada ordenación -así reza la sentencia- es inválida
y nula, además de que "constituye una grave ofensa a la divina constitución
de la iglesia".
El prefecto considera, además, que el hecho de que el obispo "ordenante"
(las comillas son de Ratzinger), el argentino Rómulo Braschi, pertenezca
a una "comunidad cismática" es "un serio ataque a la unidad de la Iglesia"
y que ello representa "una afrenta a la dignidad de las mujeres, cuyo papel
específico en la Iglesia y la sociedad es distintivo e insustituible".
Con dicha declaración, aquel señor da "advertencia formal" a las
osadas mujeres para que sepan que "incurrirán en excomunión reservada
a la Santa Sede si, para el 22 de julio no (1) reconocen la nulidad de las 'ordenaciones'
que han recibido de un obispo cismático en contradicción a la
doctrina definitiva de la Iglesia y (2) declaran su arrepentimiento y piden
perdón por el escándalo causado a los fieles".
Qué duda cabe: esas siete mujeres le tocaron los huevos al león
o, dicho en buena castilla, puyaron el hormiguero. Basta con leer las diez preguntas
que dos de ellas le plantearon el 11 de julio al prefecto, así como el
contenido de la carta que el mismo día le enviaron al papa.
Ya quisiéramos que los varones ejecutivos del Estado Vaticano saltaran
así, igual de indignados, amenazando con la excomunión a cada
uno de los sacerdotes que han abusado sexualmente de tantas niñas y niños
en el mundo.
Pero no. Cuando de estos asuntillos se trata, esos señores no mueven
uno solo de sus sacrosantos dedos, aunque parezca que lo hacen. Porque si bien
se reúnen para discutir los escándalos sexuales protagonizados
por clérigos en números que aumentan cada día, y luego
emiten una que otra declaración que nos pasan como zanahoria frente a
las narices, al final todo es cuestión de cerrar filas y sacar de su
viejo armario la chamarra polvorienta bajo la cual se cobijan los abusadores
y sus cómplices. Es esa peculiar "solidaridad de género" que lleva,
por ejemplo, a los obispos estadounidenses a decidir (como de hecho lo hicieron)
que podrán permanecer en el ministerio sacerdotal aquéllos que
"han sido tratados por abuso sexual contra menores y no tienen más de
un acto de abuso sexual en sus antecedentes".
A menudo, cuando se habla sobre la violencia sexual perpetrada por curas, no
falta quien salte para disculparlos diciendo "es que son humanos". Y claro que
lo son. Justamente por ello deben ser juzgados por autoridades humanas, según
leyes humanas. Si esperamos hasta que reciban el "castigo divino" que merecerían
de acuerdo a sus propias creencias, corremos el riesgo de fosilizarnos en la
espera.
Y ahora, carentes de toda vergüenza, brincan porque otro grupo de católicas
(no olvidemos a la legión de defensoras del derecho a decidir), hartas
de las discriminaciones en la iglesia a que aman y sirven, han osado hacer realidad
su propia ordenación, les guste o no a los caducos vaticanos. Y al hacerlo
restriegan en la cara de la "Santa" Sede la hipocresía que ésta
ha venido enseñando, con sus propios actos, desde hace siglos. El discurso
oficial de la iglesia es el de un diablo que no se convierte si ésta,
como institución, continúa siendo foco de discriminación.
Quizás me afrontan mucho más estos asuntos al observar el borreguismo
de pueblos como el mío que -aun con las auténticas obscenidades
y faltas a la moral y la religión que la "Santa" Sede continúa
protagonizando, apañando o encubriendo- caen de rodillas frente al pontífice
cuando éste pone pie en nuestros suelos.
No es sólo que me choque el que, por las 25 horas que Juan Pablo II estará
visitando Guatemala el 29 y 30 de julio, el colegio LAICO al que asiste mi hijo
decida cerrar durante dos días, como lo hará la mayoría
de centros de estudios tras la "recomendación" del presidente de la República.
Y claro, yo podría alegarles que no pagaré los trece dólares
que ese tiempo cuesta, aunque una vez más me vean como desquiciada (ha
ocurrido antes a raíz de otros reclamos). Pero me molesta que, por la
llegada de un líder religioso, las madres que trabajan fuera del hogar
se vean obligadas a hacer arreglos adicionales para el cuidado de sus proles
mientras la comunidad católica delira frente a su pastor. Dos días
libres con goce de sueldo para trabajadores gubernamentales, privilegio que
probablemente no gozarán las mujeres empleadas en el sector privado (aunque
sí el cuerpo docente de los colegios privados).
Me enoja que nuestro aeropuerto internacional permanecerá cerrado durante
esa visita, así como el bloqueo -en dos días hábiles- de
calles normalmente con pesado tránsito de vehículos mientras el
papa las recorre en su escaparate.
Dicen que vendrán 500.000 visitantes de otras partes del país,
así como 5.000 personas extranjeras, entre jefes de Estado, alcaldes
de toda Centroamérica, periodistas, etc. Y como si fuera el mismo Cristo
en procesión, al papa le harán alfombras (esas coloridas, tan
famosas de Guatemala).
En este país, a diferencia de otros como Holanda, donde le han recibido
hasta con piedras, el papa no encontrará, por los abusos que consiente,
indignación alguna de un pueblo donde tantos han olvidado no sólo
nuestra terrorífica historia reciente, sino también la más
añeja, en la cual la institución de la iglesia católica
ha perpetrado crímenes al estilo de los bárbaros dictadores latinoamericanos
o ha sido cómplice de éstos.
Porque aquí no sólo somos uno de los patiecitos traseros de Estados
Unidos. Éste también es alguno de los lejanos jardines del Vaticano,
donde muchos de los señores de faldas largas juegan con una moralidad
caprichosa y oportunista.
Lo escribí ya en un artículo publicado el 3 de febrero de 1996
durante la anterior visita de Juan Pablo II, y lo repetiré aquí
pues todo ello sigue vigente:
El fervor fanático de mis compatriotas me impide salir a las calles a
condenar la inclemencia de la cúpula católica. Mi solo recurso
es retirarme a la seguridad de mi espacio -donde el único "pecado" es
saberme irreverente y desde ya excomulgada- para decir, desde aquí, que
no encuentro en mí misericordia ni inteligencia para justificar, ni dejar
de denunciar, la violencia histórica que esta iglesia ha perpetrado sobre
las minorías para ella "indeseables". Y especialmente sobre las mujeres,
desde las tantas que fueron brutalmente asesinadas por ser consideradas "brujas"
herejes, hasta las contemporáneas comunes y corrientes que dejan la vida
en la sacrosanta función biológica de ser madres.
No hay en mí nobleza suficiente para perdonar a una institución
que, a la vez que nos pide perdón por pasadas atrocidades, continúa
imponiéndonos culpabilidad, en el presente, por no querer tener más
hijos, y que destina a la indigencia a las criaturas que vienen al mundo aun
en contra de nuestros deseos y posibilidades, mientras sus jerarcas viven en
una opulencia vergonzosa y condenable.
No acepto que Karol Wojtyla asuma la defensa (tan insistentemente proclamada)
de mi dignidad de mujer, si ello implica el compromiso moral -y mortal- de doblegarme
a mandatos que irrespetan mi cuerpo, mi vida y mi autonomía. Y porque
sé que tal discurso es falso cuando, a cambio de su divina bendición,
debemos ser siempre nosotras, pobres e ignorantes mortales, quienes aportamos
los muertos en esta guerra sucia de los hombres de la iglesia contra las mujeres...
y cuando para nosotras y nuestras hijas no hay lugar alguno en lo que él
y su Concilio Vaticano entienden por dignidad humana.