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18 de junio del 2002
Immanuel Wallerstein
La Jornada
Los inmigrantes no son muy populares en estos tiempos, especialmente en los países ricos. En América del Norte, Europa occidental y Oceanía los residentes locales tienden a pensar tres cosas acerca de los inmigrantes: 1) que han llegado principalmente para mejorar su situación económica, 2) que reducen los niveles de ingreso de los nacionales al trabajar en empleos poco remunerados y obtener beneficios de los programas de asistencia del Estado, y 3) que representan un "problema" social, ya sea porque son una carga para los demás, porque son más propensos al crimen o porque insisten en conservar sus costumbres y no logran "asimilarse" a los países receptores.
Por supuesto, todo esto es cierto. Por supuesto que el principal motivo de los inmigrantes es mejorar su situación económica. Por supuesto que están dispuestos a aceptar trabajos con salarios bajos, especialmente cuando acaban de llegar. Y visto que como resultado de todo esto son más pobres en conjunto que los habitantes del país en el que se instalan, buscan diferentes tipos de asistencia pública y privada, y ciertamente plantean "problemas" a los países de acogida.
La pregunta que realmente debemos hacernos es: ¿y qué con ello? Primero que nada los inmigrantes no pueden entrar a otro país de manera legal o ilegal sin cierto grado de connivencia por parte de los que allí viven. En consecuencia deben desempeñar alguna función para ellos. Están dispuestos a tomar empleos que los habitantes locales rehúsan considerar; no obstante, son necesarios para el funcionamiento de la economía. No se trata exclusivamente de empleos desagradables que requieren poca calificación; también se trata de trabajos de profesionistas.
Actualmente, por ejemplo, las estructuras médicas de los países más ricos estarían en serios problemas si decidieran eliminar al personal médico inmigrante (no sólo enfermeras, sino también doctores). Más aun, dado que la mayoría de los países ricos tienen tasas de crecimiento demográficas descendentes (el porcentaje de personas mayores de 65 años sigue creciendo) los nacionales no podrían beneficiarse de las pensiones de las que actualmente gozan si no fuera por los inmigrantes (entre 18 y 65 años de edad) que expanden la base de contribuciones que permite financiarlas. Sabemos que en los próximos 25 años, si es que el número anual de inmigrantes no se cuadruplica, habrá recortes presupuestarios drásticos hacia 2025.
En lo que respecta a los "problemas" que esto generará, dependerán de cómo se definan. No obstante, es común que los movimientos populistas de derecha constantemente exploten el miedo a los inmigrantes.
Estos movimientos son "extremistas" y no alcanzan más de 20 por ciento de los votos (¿más de 20 por ciento? ¿Acaso ese porcentaje no es ya de por sí alto?), pero el recurso a ese tipo de demagogia por parte de políticos situados en el centro del espectro político contribuye a favorecer a la derecha en estos temas.
Así pues, tenemos un curioso rompecabezas político que evoluciona continuamente: los países ricos imponen barreras para la entrada (legal e ilegal), mientras los inmigrantes siguen llegando, atraídos por traficantes y empresas que desean emplearlos a bajos costos. Al margen encontramos algunos grupos relativamente pequeños que buscan aminorar el trato injusto y frecuentemente cruel que recibe la población inmigrante. El resultado neto es más inmigración y más quejas contra ella.
Ahora observemos algo. Esta es una descripción que los países ricos hacen de los inmigrantes provenientes de países pobres.
Dado que la riqueza nacional se encuentra fuertemente jerarquizada, estas acusaciones se aplican no sólo a los mexicanos que van a Estados Unidos, sino también a los guatemaltecos que ingresan a México, a los nicaragüenses que entran a Costa Rica, a los filipinos que van a Hong Kong, a los tailandeses que llegan a Japón, a los egipcios que van a Bahrein, a los mozambiqueños que se instalan en Sudáfrica, etcétera.
Observemos algo más: esta descripción no se aplica al movimiento de personas de los países ricos hacia los pobres. Tal movimiento existe, si bien menos que antes. La colonización fue eso, y los colonialistas de hoy son relativamente pocos debido a razones políticas (Israel vendría a ser el único país colonizador verdadero del presente).
Sin embargo, aún se registran movimientos de personas ricas que compran tierras en zonas pobres, lo cual hace que se eleven las rentas y los costos de terrenos, y se impida a los residentes locales permanecer donde están.
Ese tipo de movimientos ocurre normalmente dentro de las fronteras estatales, y por eso no se llama inmigrantes a esas personas. La creación de la Unión Europea hizo que este fenómeno sucediera de muchas maneras en toda Europa.
En pocos temas hay tanta hipocresía como en la inmigración. Los proponentes de la economía de mercado casi nunca la extienden al libre movimiento de la fuerza laboral, debido a dos razones: 1) sería políticamente impopular en las regiones más ricas, y 2) socavaría el sistema mundial diferencial de costos laborales, crucial para maximizar los niveles mundiales de ganancias.
El resultado es que cuando la Unión Soviética no permitía a sus habitantes emigrar libremente, se le acusaba con indignación de violar los derechos humanos, pero cuando los regímenes poscomunistas permiten a la gente emigrar sin restricciones, inmediatamente los países más ricos imponen barreras a su entrada. ¿Qué pasaría si dejáramos que el agua alcanzara su propio nivel? ¿Qué sucedería si se eliminaran todos los obstáculos al movimiento, entrada y salida, alrededor del mundo? ¿Toda India emigraría hacia Estados Unidos, todo Bangladesh a Gran Bretaña, toda China a Japón? Por supuesto que no. No más de lo que dentro de Estados Unidos los habitantes de Mississippi emigran a Connecticut, o no más de lo que los de Northumberland lo hacen hacia Sussex, en Gran Bretaña.
La mayoría de la gente tiende a preferir el lugar en el que creció porque comparte con él su cultura, conoce su historia, tiene lazos familiares. ¿Acaso todas las culturas se convertirían en híbridos? Ya todas lo son. Tómese cualquier zona de Europa o Asia y se constatarán oleadas de comunidades que han atravesado esas tierras en los últimos mil años; a su paso han dejado residuos de sus lenguas, religiones, hábitos alimenticios, modos de ver el mundo.
Debemos acostumbrarnos a que existan movimientos de personas. De hecho es el área en la que el laissez-faire puede realmente funcionar; recuérdese que el eslogan original era laissez- faire, laissez-passer (dejar hacer, dejar pasar). Dentro de los países dichos movimientos ocurren todo el tiempo.
Sabemos que el movimiento hacia las zonas donde viven personas consideradas de bajo nivel social normalmente provoca la salida de las que dicen pertenecer a un nivel social superior. Podemos aplaudir o deplorar dicha situación, lo cierto es que frecuentemente tratamos de regularla mediante la prohibición de movimientos entre zonas y comunidades. ¿Dónde estaría lo terrible si se aplicara tal principio a los estados? ¿Se asimilarían los inmigrantes? Si por asimilación se entiende que los inmigrantes se vuelvan clones de los habitantes del lugar al que llegan, es evidente que no sucedería así. Pero ¿sería eso una virtud?
Todos los países se caracterizan por su diversidad, lo cual es una virtud, no defecto. Un poco más de especias en la cacerola daría más gusto a las cosas. Evidentemente los inmigrantes (especialmente sus hijos) intentarán encajar con sus vecinos. Todos lo hacemos. Y los vecinos pueden incluso intentar encajar con los recién llegados. Esto es aprender, adaptarse.
Claro, ésta es una de esas ideas que sólo funcionarían realmente si todo mundo las aceptara y aplicara. Si un país aceptara la inmigración libre, sin que los demás hagan lo mismo, se vería abrumado. Pero si todo el mundo lo hiciera, creo que los flujos migratorios no aumentarían mucho más que en el presente, serían más racionales y menos peligrosos, y provocarían menos oposición.
Traducción: Marta Tawil