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Latinoamérica

16 de junio del 2002
Fidel Castro y George W. Bush

Adolfo Gilly
La Jornada

Como consecuencia de las crecientes revelaciones acerca de los informes y las advertencias recibidas desde múltiples fuentes por el gobierno de Estados Unidos, antes del 11 de septiembre de 2001, sobre la posibilidad de ataques terroristas de envergadura sobre su territorio, una polémica ha recrudecido y ha llegado hasta los círculos institucionales de ese país.
Tres son las preguntas: ¿Era posible prestar atención a esas advertencias y prevenir los ataques? ¿Fue la incompetencia de los servicios de inteligencia lo que les impidió procesar e interpretar esa información o es que no había posibilidad material de hacerlo? ¿O, peor todavía, hubo una conspiración dentro del propio gobierno para permitir que los ataques se produjeran y capitalizar para su política interna y externa sus traumáticos efectos sobre la población?
Las dimensiones que hoy adquiere esta discusión en aquel país indican un comienzo de crisis en el apoyo interno ampliamente mayoritario alcanzado por la política de guerra del presidente Bush después del 11 de septiembre.
Fuera de Estados Unidos, esas informaciones no han hecho más que acrecentar el recelo, la reticencia o la desconfianza silenciosa de muchos gobiernos de los cinco continentes hacia el curso aventurero de la Casa Blanca y el Pentágono. Pero muy pocos entre ellos, si es que alguno, han tratado de razonar y explicar con claridad esas percepciones a sus pueblos.
Conveniencia, temor o diplomática precaución dictan tales silencios. "En Washington están fuera de si. Esperemos a que se les pase: así como están, son muy peligrosos", sería una paráfrasis adecuada de los comentarios que circulan en esos medios.
Sin embargo, la discusión tiene extrema importancia, porque ya ha ido más allá de los ambientes opuestos a la política de Washington y se está instalando en donde mayor efecto puede tener: en la opinión pública estadounidense. Pues si de alguna parte puede surgir la fuerza que detenga el actual curso hacia nuevas guerras es desde adentro de Estados Unidos. Si ese cambio no llegara a producirse, lo peor sería inevitable.
En numerosos sectores de la izquierda y del nacionalismo en América Latina y en otros continentes, la hipótesis de la conspiración interior como explicación de los atentados del 11 de septiembre tuvo desde el primer momento muchos partidarios.
Esa hipótesis ha ganado adeptos en los actuales debates incluso en Estados Unidos. Sólo conjeturas y deducciones, pero ninguna prueba de hechos se ha presentado hasta ahora en su favor. Lo peligroso es cuando sus defensores saltan, sin mediaciones, de la hipótesis a la afirmación terminante, con lo cual la discusión queda cerrada. El Internet, donde hay de todo, alberga una entera galaxia de esta variante.
Me parece mucho más verosímil -y comprobable- la hipótesis de la incompetencia, la rivalidad y la ineficiencia de los servicios de inteligencia, sobre todo frente a desafíos que escapan totalmente a su capacidad de razonamiento y discernimiento y convierten al incalculable cúmulo de información que cada día reciben en una maraña abrumadora e indescifrable para ellos. Las revelaciones en cascada que ahora surgen en la disputa interior del establishment estadounidense fortalecen esta interpretación.
Cualquier investigador serio sabe que no es la cantidad de información sino la capacidad y la percepción del investigador para ordenarla, razonarla y comprenderla lo que le concede sentido, coherencia y valor explicativo. No hay maravilla tecnológica que pueda reemplazar a esa capacidad humana cuando ésta se embota o decae por ineptitud intelectual o relajamiento moral en quienes la dirigen. Los redactores de discursos no pueden sustituir la vaciedad del pensamiento.
El pasado 8 de junio el gobierno de La Habana, por boca del presidente Fidel Castro, intervino en aquella discusión.
Después de señalar el silencio de tantos gobiernos del mundo ante la política de Washington, el presidente cubano dijo: "Ante tanta cobardía, muchos pueblos del mundo pondrán sus mayores esperanzas en el propio pueblo norteamericano. Es el único que puede frenar y poner una camisa de fuerza a los fanáticos del poder, la arbitrariedad y la guerra".
A continuación, Fidel Castro descartó en forma terminante la hipótesis conspirativa como explicación de los hechos. Cito sus palabras:
"No me pasa ni un segundo por la mente que alguien deliberadamente, sea cual fuere su cargo, por ansia de popularidad, poder o cualquier otro objetivo, pudiéndolo impedir, permitiera el horrendo crimen de las Torres Gemelas".
Concentró su crítica, en cambio, en la política de George W. Bush inmediatamente posterior a los atentados: "Pienso que quien ejerce el cargo de presidente de Estados Unidos ha cometido serios errores en el manejo de la situación posterior al trágico hecho". Por la seriedad de dichas apreciaciones, conviene citar textualmente sus términos:
"No debió nunca sembrar el pánico en el pueblo norteamericano.
"No debió perder la serenidad.
"No debió adoptar decisiones precipitadas sin reflexionar siquiera sobre opciones posibles, quizás mucho más prometedoras, que habrían contado con el apoyo unánime de todos los gobiernos, las más influyentes religiones y las corrientes políticas fundamentales de izquierda y derecha.
"No debió declarar enemigos, ni mucho menos terroristas, a más de la mitad de los países del tercer mundo.
"No debió seguir una línea que multiplicará el número de personas fanáticas y suicidas en el mundo, complicando seriamente la lucha contra el terrorismo. Lo ocurrido en Palestina lo demuestra: por cada palestino asesinado, el número de suicidas se incrementó de forma impresionante, lo que condujo el problema a un callejón sin salida visible.
"No debió ocultar los informes de inteligencia que llegaron a su poder, en especial el del 6 de agosto, lo que da lugar a especulaciones y dudas de todo tipo."
A través de su servicio diplomático y de otras múltiples y a veces insospechadas fuentes, Fidel Castro está bien informado de los debates y opiniones en curso en los ambientes políticos y de gobierno de otras naciones. Resulta obvio que esos comentarios de su discurso del 8 de junio van dirigidos a esos ambientes, y no en especial a quienes son sus partidarios. Son razonamientos que reflejan o recogen lo que en esos medios se dice en voz baja y en confianza, mirando antes a los costados para que no escuche nadie que después vaya con el cuento a quien todos sabemos.
El presidente cubano se hace intérprete del silencio de los otros y se mete de lleno en la polémica. Acosado por el imperio y amenazado por nuevas dificultades económicas, habla como en los momentos en que uno no tiene nada que perder, salvo la confianza de la propia gente. No hace falta ser su partidario para darse cuenta de que, en esta precisa cuestión, esos razonamientos requieren ser escuchados y debatidos.