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El crimen de la 20
Victorias de la muerte y del olvido
Restitución, mártires, olvido… maneras de la memoria. Un libro
dedicado a una noche negra de la historia del Uruguay puede ser algo más
que una lectura del pasado.
José Rilla
" El libro de Virginia Martínez se puede leer en una tarde, pero
yo no pude hacerlo. La lectura me hacía volver cada tanto a las páginas
en las que hay detalles esclarecedores, pasajes de una intensidad estremecedora,
historias de vida en un párrafo, recuerdos y fantasmas perturbadores.
En un momento me di cuenta de que mi lectura desarrollaba una especie de tic:
cada mención de personas y lugares me hacía saltar a los pliegos
de fotos, en cada nombre buscaba -y a veces encontraba- un rostro, una mirada
que aun siendo de foto carné sugería una historia, una pasión,
una cotidianidad condensada. Al día siguiente, el sábado de tarde,
me fui hasta el barrio de la "tragedia" (la expresión es de la autora,
consciente de lo que dice cuando la usa) a buscar un hilo conductor de geografías
entre aquel pasado atribulado y este presente... tan lejano. Después
de 30 años la ferretería ya no está, las fábricas
del entorno son fantasmas de ladrillo y piedra, cáscaras con los vidrios
rotos por las patotas de la cuadra. Poco más lejos, las vías y
durmientes abandonados y vencidos por los yuyos y escombros evocan otras fronteras,
devuelven el recuerdo de otros tráficos y de otra ciudad. Pero el sol
es el mismo, como las casas viejas y pobres al lado de algunas más empinadas,
o el verde intenso del Prado naciente, del otro lado de la avenida Agraciada.
La crucé como quien escapa de un túnel y en pocos minutos estaba
en otro mundo. Caminé por el Botánico, a paso firme y rápido
de un casi enajenado, para ordenar ideas o terminar de ordenar el libro en mi
cabeza.
Ahora lo sé: el texto me conmueve de una forma curiosa, no sólo
porque restaura la "dignidad de los hechos" sino porque ambienta -aunque muchas
veces no responda- unas preguntas más propias de mi lectura de historiador:
¿cómo fue posible? ¿Qué había en aquellos hombres y mujeres,
víctimas y victimarios, que los hace extraños o lejanos y sólo
así comprensibles? ¿Cuál era aquella naturaleza humana que animaba
la crueldad, la vesania, la cobardía, la piedad, el miedo, el coraje,
la generosidad, la indefensión, la ingenuidad, todo lo cual circula en
esta historia? ¿Si somos "los mismos", como el sol, si estamos hechos de la
misma madera -que lo estamos-, ¿comprendemos mejor o peor las cosas? Sólo
sé una cosa, tal vez trivial o intrascendente: el Uruguay de hoy, en
crisis profunda y grave, no resistiría un 10 por ciento de aquella violencia
política que Carlos Quijano resumió a pocos días de la
tragedia, como lo recuerda la autora: "la muerte nos ha ganado".
Virginia Martínez indaga con pulso firme y responsable. Nos lleva de
la mano hasta los hechos que conoce muy bien pero que nos va develando de a
poco, para que nos sorprendan como habrán sorprendido a muchos de aquellos
actores de la noche trágica.
Pero su pregunta de fondo, trabajada incisivamente en el capítulo final
tiene sobre todo relación con lo que hemos hecho con el pasado, con el
olvido y la construcción del olvido de aquellos episodios y de su significación:
en dos años de trabajo habló entre otros con muchos comunistas
y ex comunistas, a los que "les cuesta el recuerdo" (página 138). En
consecuencia, el lector puede también preguntarse: ¿cómo dar conmemoración
a aquello sobre lo que no hay más que memoria fragmentada, casi privada
y no ciudadana? ¿De qué modo sustituir o rebasar a quienes, desde razones
instrumentales y desde las instituciones (el Estado de antes o de ahora, el
Partido Comunista de antes o de ahora) falsearon los hechos para guarecer su
impunidad, o rehusaron aceptarlos (que no es lo mismo, obviamente) en beneficio
de bienes considerados políticamente superiores o prioritarios?
Creo que este libro nos sobrepone de algunos de esos fracasos y torpezas. Construye
un relato para ser leído, comentado, re-narrado, impugnado incluso. Lo
hace desde una estrategia múltiple que organiza la investigación
con tal persuasión que permite suspender sin complejos la ardua cuestión
del género: es periodismo retrospectivo, es documentalismo -del que Martínez
ya ha hecho gala en Ácratas y Por esos ojos- , es "discurso de transición
entre historia y memoria" (como dice Paul Ricoeur); es denuncia firme, amarga
amonestación a todos.
Si una palabra sirve de lazarillo en el trayecto del libro elijo restitución.
Todos los muertos de esos días, los comunistas y el capitán del
regimiento, tienen nombres y rostros que hemos olvidado, o que una encuesta
rápida, aun entre militantes de la izquierda, daría por casi desconocidos.
Mendiola, llamado por sus padres Luis Alberto en honor a Herrera, comunista
"de esa época" en que los comunistas vendían El Popular "en la
puerta de las fábricas y los talleres"; José Abreu, "formado cerca
del cantegril y en la puerta de las curtiembres"; Ricardo González, chiquilín
de 21 años, con el jopo en la frente y de oficio panadero; Ruben López,
de espeso bigote, ex futbolista y entonces verdulero; Elman Fernández,
sereno de la casa, músico violinista; Raúl Gancio, obrero del
vidrio, afiliador empecinado; Justo Sena, con pinta de Rolando Rivas, diariero,
changador, "peón pa' todo"; Héctor Cervelli, obrero metalúrgico,
de bigote finito, el primero en caer y el penúltimo en morir, a los diez
días de la masacre. Todos ellos comunistas. Y además, Wilfredo
Busconi, capitán del regimiento de caballería, "muerto por casualidad
o por error" tras dos años de estado de coma en el Hospital Militar.
Todo lo anterior, denso, específico, cuidadoso, ya justifica plenamente
la obra. Sólo que la indagatoria de Virginia Martínez va más
lejos y es más compleja por cuanto enfrenta un problema mayor. Primero:
la conclusión es demoledora y simple: "El 17 de abril de 1972 en el Paso
Molino se cruzó una frontera -concluye-. Allí se mató y
se dejó morir a ocho hombres para provocar una situación política.
Después el Estado mintió para justificar la matanza y proteger
a los culpables. En el Parlamento, el ministro de Defensa culpó a los
obreros de su propio asesinato". Segundo: desde entonces, casi inmediatamente
se produce "la construcción del olvido" (título de la tercera
parte que para los lectores es, a la vez, su reconstrucción): "Lo único
que queremos es olvidar" dice casi treinta años más tarde la esposa
de Manuel Toyos, funcionario del liceo Bauzá y dueño de la casa
tomada para facilitar el operativo.
El episodio, la masacre y las víctimas quedan atrapados en una dialéctica
mucho más amplia y funesta, que los vuelve tal vez comprensibles, al
tiempo que los minimiza: el descaecimiento desde adentro y desde afuera del
Parlamento, la decadencia de la institución presidencial republicana,
las defecciones de muchos actores que debieron y pudieron ser enérgicos,
la soledad casi patética de los pocos clarividentes, las presiones militares
hacia el golpe de Estado, la provocación al Partido Comunista, la ilusión
"peruanista" y la obsesión de quienes se rehusaban a considerar otro
conflicto que no fuera el de "oligarquía-pueblo", o que subsumían,
en consecuencia, el drama y el crimen perpetrado bajo esa ecuación política
genérica contra la que ni siquiera una investigación urgente y
desvelada de los hechos, como la de Rodolfo Porley y Jaime Pérez, podría
hacer algo. Demasiado telón de fondo -pienso- como para que algún
actor de aquellos enunciara frases indignadas o admonitorias, y colocara en
primer plano lo que se iba deslizando hacia el terraplén de las simplificaciones
del olvido.
La dictadura fue la victoria de unos pero también la derrota de otros
y creo que este libro nos ayuda a entenderlo. Dejemos de lado ahora a los que
ganaron, a los que escribieron la historia oficial, a los que de madrugada,
antes de que saliera este mismo sol, hicieron traer a los bomberos para que
con mangueras de alta presión borraran las huellas de sangre en la vereda.
Pensemos más bien, si de tragedia se trata, en cómo entender al
"Vintén" Rodríguez, milagroso sobreviviente que reflexiona mucho
más tarde con Virginia: "me pregunto, ¿para qué hacíamos
guardia si estábamos regalados?". O a Arismendi padre, diputado comunista,
que argumenta -como tantos otros en aquellos días- sobre los "grupos
extraños a la institución militar". Arismendi hija, hoy senadora
comunista, con los treinta años a cuestas recuerda y explica (¿explica
recordando?): "para nosotros, la lucha de clases no se detenía en los
cuarteles".
Cuando este fasto podría ya haberse convertido en canto de gesta de la
tradición comunista en Uruguay (el martirio de gente de pueblo, obreros
de verdad, González, Fernández, López), el portador de
esa memoria se quebró en varios pedazos. La dictadura había "organizado"
su crisis tripartita -exilio/prisión/clandestinidad- sobre la que luego
caería la crisis del relato global del comunismo en el universo.
Después de todo eso estamos, hasta que llega este libro.
Hace poco leí cómo François Hartog complementaba al gran
Reinhart Koselleck: "mientras que la historia de los vencedores no ve sino un
solo lado, el propio, la historia de los vencidos debe, para comprender lo ocurrido,
tomar en cuenta ambos lados". Los fusilados de abril se abre camino en ese terreno,
más difícil y tortuoso, pero definitivamente mejor.