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18 de febrero del 2002
La revolución
en ojotas
Raul Abraham
La Haine
La tarde del 19 [de diciembre] transcurría entre TN, Crónica [medios de prensa] y mucho mate. Los llamados telefónicos cruzados daban cuenta de la inquietud que nos embargaba a todos.
- ¿Estás viendo la tele? - Nos preguntábamos, ya no tan incrédulos como tristes. Creo que la mejor síntesis es esa: tristeza. Un poco de amargura, impotencia, bronca. Pero, básicamente, tristeza. ¿Por qué en este bendito país otra vez el dolor de la miseria? Encarnada presencia que tan sólo un día antes olvidábamos, acorralados, esperando unas fiestas que- ya sabíamos - serían las más tristes en años, décadas.
Era imperioso reunirse con alguien para compartir el dolor, sostenerse mutuamente. ¿Y ahora? ¿Qué hacer? Las imágenes nos remitían a 12 años atrás. El calor y las vestimentas a zonas tropicales imprecisas. ¿Por qué será que los pueblos hacen tronar el escarmiento en jornadas tórridas? ¿Es el calor que enerva los cuerpos, excita los sentidos?
Mi sociólogo de cabecera opina que el valor simbólico de la sidra en la mesa navideña es muy fuerte como para soportar su ausencia. Las primeras expresiones de comprensión por parte de los cronistas comienzan a ser matizadas. La sustracción de televisores o lavarropas no tiene nunca buena prensa.
Mi sociólogo me recuerda aquel dicho, tan común hasta no hace tanto tiempo, que deploraba las deficientes decisiones financieras de los pobres que los llevaban a levantar antenas de televisión sobre las chapas de sus precarios hábitats. ¿Cuándo dejarían de ser pobres si persistían en escanciar innumerables botellas de tinto para regar pantagruélicos asados? Aunque hoy en día sería lícito discrepar con la actualidad de semejante afirmación.
Las transmisiones televisivas van desde la urgencia en vivo hasta la revisión de acontecimientos de media o varias horas atrás. La referencia espacial es un dato menor: todas las caras son parecidas. Rostros criollos que la Argentina blanca sólo registra en las esquinas, limpiando parabrisas; en las crónicas policiales del conurbano; o en documentales de domingos invernales, con mirada antropológica, antes del fútbol.
Miradas huidizas ante las cámaras, semisonrrisas de complicidad, la excitación doble del desafío al orden y del anticipado disfrute del desquite ante tanta privación, tanto toqueteo a la glándula del consumo sin obtener satisfacción.
Marcas de época: las encías desvestidas delatan cualquier identidad que alguna ropa con marca trucha pueda confundir. Cunden las camisetas: Boca, River y muchas otras menos reconocibles fuera del barrio o partido; asoman así las identidades profundas, las verdaderamente irrenunciables, las que no se niegan ni bajo tortura: la piel y la pasión por la divisa amada. No hay religión que compita con ese amor, ni sentimiento que movilice más.
Suena el teléfono: es la secretaria de mi analista que me recuerda que el licenciado tomará sus vacaciones en febrero, como siempre, y que si necesito alguna consulta de urgencia la concierte llamándola con 24 horas de anticipación, como siempre. De paso alude a las seis sesiones que debo, y que no, no aceptamos pagos en tarjeta o cheque, como están las cosas hoy en día sólo en efectivo. Fin de la conversación, me pregunto si esta terapia será la más apropiada para los tiempos que corren, como no encuentro la respuesta abandono la cuestión.
Los amigos hacen el aguante: juntos se soportan mejor esas miradas mudas, ese morderse el labio inferior moviendo la cabeza de este a oeste.
- ¡Calentá el agua, ché! Hay que romper el silencio y comenzar a verbalizar el desconcierto. Las primeras aproximaciones rondan las teorías conspirativas: Que los "perucas", que alguna ultraizquierda trasnochada.
Lentamente una certeza nos invade: sólo pulsiones muy fuertes mueven a las personas a transgredir leyes, códigos, costumbres y mandamientos. El hambre se corporiza, y su visión también nos denigra, sólo un poco, es cierto, comparado con quién lo siente. Un bochorno muy evidente nos asalta ante la vista de alimentos pisoteados, repartos que recuerdan a los viejos jardines zoológicos. Ya ni a los animales se les entrega el alimento así. Todos nos sentimos un poco sucios. ¿Será nuestra también - aunque sea en parte - la culpa? ¿No hicimos lo que sabíamos que era necesario?
La opinión del sociólogo ya no fluye nimbada del aura de respetabilidad académica que le da a las palabras un peso, una redondez, un cierto tono de punto final. Entre mate y mate sus juicios lucen deshilvanados, cae - como todos - en universales interjecciones, tan cargadas de significados, tan conocidas...
- ¡Qué barbaridad, ché!
Muy despacito siento que la acidez estomacal comienza a subir, a bajar. Algo dentro de mí cobra vida, no puede deberse únicamente a la sobredosis de yerba mate. La opresión a la altura del diafragma se parece demasiado al pánico. Y me digo que no, que basta de miedo, que ya no hay nada que perder, sólo - quizás - la pusilanimidad; y que frente a la indignidad hay sólo una respuesta: la indignación, la pura y santa indignación.
Una certeza se va instalando: el día más largo del año se adelantó. La tarde recién comienza y se nota la preñez que carga. Oscuros nubarrones que presagian un fin de época.
Mas llamados telefónicos: - Poné la radio, - ordenan. Ya hay muertos, pobres. Los pobres son muertos. Pobres muertos, muertos pobres. Un muerto es un muerto es un muerto es un muerto. Pobres los pobres.
Un supermercado vacío parece muerto. Un pobre, muerto, ¿Qué parece? Pobres de solemnidad. Certificado de pobreza. Tienen dónde caerse muertos. En zanjas mal trazadas, veredas rotas, calles de tierra y asfaltos calientes. Un pobre Cristo cae muerto del techo de una escuela, pobre. Pobres centuriones matan por pocas monedas.
Avanza la tarde, y los bizcochos se imponen para acompañar al mate. Los comemos con poca hambre y algo de vergüenza.
La tele trae más retratos. Humo y policías. Chicos corriendo, muchos chicos. ¿Por qué será que dónde hay pobres siempre hay muchos chicos?
Un ministro llena la pantalla: el gobierno va a actuar con la ley en la mano. La vida, libertad y patrimonio de los argentinos serán protegidos. No aclara en qué orden de prioridades.
Imágenes del paraíso patronal: empleados armados para defender el capital. Pobres contra pobres. ¿Quién ganará? ¿Cuántos pollos por día puede comer uno? ¿Cuántos días sin pollo puede aguantar uno? Dicen los números que en el país se comen tantos pollos por persona por año. Sin duda alguien está comiendo de más, por que en la tele aparecen personas que no parecen haber comido ninguno en muchísimo tiempo.
Mi amigo el sociólogo propone darse una vuelta por el mercadito del barrio, quizás necesite de nuestra ayuda frente a posibles ataques.
Hay transmisión en directo de la ciudad y del país, entiéndase, de la capital y su conurbano.
La ciudad está paralizada. Nadie circula, y ya comienzan a operar - caramba, qué temprano - las usinas de rumores. En tal barrio tal cosa, y en tal otro, tal otra. Vienen de allá para acá, y van de acá para ¿dónde?
La aparición en la caja boba de esquinas conocidas siempre tiene algo fascinante. Un supermercado saca botellas de aceite a la calle.
- Para prevenir el saqueo lo va a regalar a los pobres, - supone mi amigo el sociólogo -, ese tipo comprende que hay que perder algo para sostener el sistema. Es más, - me apostrofa - es un burgués lúcido.
Algo de repente no encaja: los empleados comienzan a derramar el aceite en la vereda.
- Es para evitar el saqueo - aleccionan al periodista que interroga algo morbosamente. Uno imagina el improbable espectáculo de pobres patinando en aceite, pero es muy fuerte.
A lo lejos gente corre, policías gritan. En la puerta de su casa el vecino, de rigurosa camiseta musculosa, opina que no hay que escatimar palos, y que el hambre no ha de ser tanta, ya que acaba de observar, fíjese Usted que oportuno, como un chiquilín rechazaba unas facturas de ayer que le habían sobrado - estaban buenas, no crea - para ir detrás de la góndola de los dulces en el supermercado que saquearon en la otra cuadra. A este paso van a querer comer asado todas las noches, o brindar con pan dulce italiano para las fiestas.
Los amigos se van, quizás un tanto resentidos por mis evasivas ante alusiones a poner algo más sustantivo que bizcochos sobre la mesa.
En directo desde casa de gobierno los cronistas informan que los uniformes blancos que pululan por el salón blanco fueron invitados y no han venido, como algunos alarmistas difundieron, para proclamar algo. La preocupación presidencial por los acontecimientos se refleja en el gesto adusto con que reparte condecoraciones. Ningún hecho anecdótico que se produzca en lugares tan poco relevantes como Moreno o La Tablada podrá interrumpir fastos previstos tiempo antes, y que tanta importancia tienen para consolidar las relaciones entre el ejecutivo y las fuerzas armadas. Fin del comunicado. Las emisoras participantes continúan con la difusión de sus respectivos programas.
Los canales de aire, luego de febriles negociaciones con sus principales patrocinantes - ¿Patrones? - Comienzan programaciones especiales. Por ahora es tiempo de crónicas, recién mas tarde, cuando la gente pensante retorne a sus hogares (o se acueste la que sale a trabajar - o buscar trabajo - a las seis de la mañana), a esas horas, digo, vendrán los sesudos analistas que masticarán, regurgitarán y vomitarán las explicaciones, y recomendaciones, que la situación impone.
Como todos los días espero el horario de tarifa telefónica reducida para abrir mi e-mail. Mensajes de amigos por el mundo: ¿Qué pasa?
Respuesta única para todos: ¿Cómo saberlo? Por las dudas pido socorro, aunque sea condolencias, por lo menos un poquito de solidaridad. Pero ese es un bien escaso, aún electrónicamente.
La tristeza invade la cena, y hace falta más soda que la de costumbre para tragar los bocados. Las informaciones sobre el ansiado mensaje presidencial son contradictorias: que ahora, que después, que el hijo, que la madre. Los rostros ministeriales evaden precisiones.
La incertidumbre planea sobre los argentinos. Sordos ruidos oír se dejan: acero contra acero, pero nada de corceles o jinetes. De rigurosa infantería la gente sale a las calles.
Por lo pronto allí se quedan, como quién sale a la luz después de un largo encierro. Los ojos se acostumbran despacio a la presencia del otro. ¿También él siente lo que siento yo? Ese tipo en bermudas y esa mujer con ruleros: ¿Son mis semejantes?
La televisión muestra gente parada en las esquinas. ¿Qué tienen esas señoras con aspecto de venerables matronas en sus manos? Las noticias confirman la gravedad de los sucesos: se ha suspendido el fútbol. Sólo un cataclismo es comparable a esto. Ahora es oficial. Caras de sorpresa en la mesa familiar. La aparición del escudo nacional en la pantalla debería traer mesura y tranquilidad, pero no, casualmente no.
Mensaje presidencial. ¡Casi nada! Veamos. Vagas palabras plagan la vana parla.
Un sonido se filtra hasta las capas mas profundas de la conciencia. No, no es eso. Digo: no puede ser. Fin del mensaje. Periodistas de saco y corbata, y otros solamente con saco confirman lo oído pero no asumido. Tres palabras que erizan la piel de la nuca, y ahora sí, la santa indignación que vuelve, se instala cómodamente en el cuerpo, se adapta a cada rincón y reproduce curvas, huecos y protuberancias: somos toda santa indignación, y así como la humillación se traga la indignación se expulsa. Hay que sacarlo todo afuera.
- Vamos - digo, y todos en casa saben adónde. Elementos para hacer ruido; si la voz no se escucha será la hora de los instrumentos, pues. Pitos y cacerolas, algunas no muy limpias - mejor - quizás tengan más contundencia. Tres palabras siguen resonando en la conciencia de cada uno de esos que, al paso por las esquinas, se van sumando.
- ¡Vamos, doctor, vamos!
- ¡Vamos, doña Rosa, vamos!
- ¡Dale Pepe, vamos!
Los chicos van en la punta; y está bien que así sea. Para ellos las tres palabras no cargan tanto recuerdo. Son puros, y su alegría contagia: hay que hacerlo con alegría, la indignación camina, pero la alegría marcha. Y marchamos, sin saber bien qué queremos, pero convencidos de lo que no queremos. Tres palabras lo resumen.
Autos con banderas no lo quieren. Hermosas veinteañeras con caras camisetas de la selección no lo quieren. Adolescentes ricoteros de los barrios no lo quieren. Comerciantes pequeños y empequeñecidos no lo quieren. Sociólogos de prolija barba no lo quieren. Psicólogas sin trabajo no lo quieren. Desocupados desesperanzados no lo quieren. Los policías que cobran magros bonos: ¿Lo querrán?
Pura y santa indignación por lo que han hecho de este país que - sí, aun que sea cursi decirlo - amamos. Cada uno como puede, y otros como lo dejen.
Acorralados, eternos deudores, los argentinos saben lo que no quieren: tres palabras lo resumen.
Todo el mundo en pantalón corto, zapatillas y ojotas. ¡Cómo! ¿Este no era hasta hace poco un país de estreñidos?
- Ya ganamos algo - digo, perdimos la pacatería.
De los aerosoles brotan las respuestas: ¡No! A las tres ominosas palabras. Marchamos, y somos muchos. Y somos semejantes. Ese señor de elegantes bermudas y camisa de marca: ¿Será mi prójimo? ¿O será el borrachito que duerme en la galería céntrica? ¿Será ese viejo militante que no puede ocultar el brillo en su mirada?
A todos nos ganan antiguos fulgores. No sabemos qué queremos, pero sí - y muy bien - lo que no queremos: tres palabras ya lo dicen.
¡Al estado de sitio, se lo meten en el culo!