Una innovación del fiscal Enrique Moller
El espíritu de la ley de impunidad manda más que su texto
"¿No es la impunidad el más delicioso alimento de los
pervertidos?"
Donatien Alphonse François, marqués de Sade
Samuel Blixen
El fiscal Enrique Moller debe haber abrevado en la jurisprudencia que los martes
destila el Club Armonía. Sólo así se comprende que eleve
a un rango jurídico la lógica política de un puñado
de legisladores que prefirieron sacrificar la igualdad de los ciudadanos ante
la ley en el altar de la impunidad (véase BRECHA, 8-XI-02, página
11). Moller acaba de interpretar el espíritu de la ley de caducidad,
la voluntad no expresada pero sobrevolante y subyacente en el texto; acaba de
transformar en ucase judicial la inconfesa intención de perdonar más
allá de lo admitido, se permite desentrañar el deseo oculto del
legislador; se convierte en un magistrado que administra justicia con el método
de un psicoanalista que escarba en el subconsciente; se arriesga a cruzar el
Rubicón del texto de los códigos para imponer su propia, individual
e intransferible interpretación de intenciones ajenas. Aun cuando las
desapariciones forzadas sean delitos permanentes, las denuncias sobre doce desapariciones
de ciudadanos uruguayos ocurridas en 1976 en Argentina deben ser archivadas,
dice Moller, porque la intención de la ley de caducidad era perdonar
a todos los responsables.
La solución que el representante del ministerio público encontró
para soslayar una reapertura de la investigación judicial sobre delitos
que él mismo considera aberrantes, contumaces y atroces, contiene la
misma marca en el orillo que la ley que invoca: la caducidad tiene la virtud
de perdonar cualquier delito, cometido por cualquier persona, sin necesidad
de saber siquiera cómo fue cometido o quién lo cometió;
basta presumir que fue cometido por militares o policías en actividad.
Aunque la ley es muy precisa en cuanto al período que la comprende (desde
junio de 1973 hasta marzo de 1985), Moller prefiere extenderla hasta el presente
y seguramente hasta el futuro infinito (en la medida en que es un delito permanente,
es decir, que sigue cometiéndose día a día, como es el
de la desaparición, hasta tanto no se confirme la muerte) si ese concepto
de permanente choca con el espíritu del legislador. Los extremos de su
tesis pueden convalidar, por ejemplo, las negligencias y omisiones actuales
en la investigación del caso Berríos, un asesinato cometido en
democracia, por oficiales en actividad, en complicidad con colegas chilenos,
pero cuyo motivo se remonta a los tiempos del terrorismo de Estado, al Cóndor
de los tiempos sobre los que la caducidad tiende su manto. ¿Es una temeridad
presumir que el espíritu de los legisladores era perpetuar la impunidad,
en el tiempo y en el espacio, con tal de hacer bien los deberes?
Si al fiscal Moller le hubiera tocado actuar en el caso Elena Quinteros, el
ex canciller Juan Carlos Blanco no estaría preso ni hubiera sido procesado.
¿Qué hubiera impedido al fiscal interpretar que el espíritu del
legislador era perdonar también a los civiles responsables de los mismos
delitos por los que los militares se benefician de la impunidad? Las airadas
reacciones del ministro de Defensa, del ministro del Interior y de varios connotados
protagonistas políticos de la caducidad (amén de los generales
que hacen sindicalismo corporativo desde los centros militares) confirman que
el espíritu de la ley era mucho más generoso que su rígido
texto. (En materia de responsabilidad de civiles, el fiscal Moller deberá
pasar otra prueba, el próximo martes 19, cuando los abogados representantes
de los familiares de las ocho víctimas del seccional 20 del Partido Comunista
-ejecutados por militares en abril de 1972- presenten ante la Suprema Corte
una denuncia penal contra el ex presidente Juan María Bordaberry, en
una causa que el fiscal ya había desestimado.)
Sobre los marcos que definen la acción de los magistrados se pronunció
el mismo juez de la causa, Gustavo Mirabal: "No corresponde en estos casos a
la justicia efectuar otras indagatorias (historia de la sanción de la
ley, opiniones de quienes intervinieron en su sanción) si el texto de
la ley es inequívoco, aun cuando sus consecuencias sí lo sean.
De otro modo, se corre el riesgo cierto de -por escrutar innecesariamente en
el origen de la norma- terminar aplicando, no la ley, sino la opinión
de quienes la votaron -que no es lo mismo-. Y en definitiva, no juzgando, sino
legislando". Pero esa flagrante discrepancia no hace sino acentuar la gravedad
de la postura del fiscal: puesto que el ministerio público considera
que no hay delito pasible de ser investigado y castigado, el Estado no se ofende,
no hay acusación y por consiguiente el juez no tiene otra salida que
archivar la denuncia.
¿Un traductor de intenciones puede detener la acción de la justicia?
Hasta estos extremos llega la metástasis de la caducidad. Queda no obstante
un recurso: puesto que el fiscal Moller opinó que las denuncias sobre
los doce desaparecidos cuyos casos se incorporaron al expediente inicial de
Enrique Rodríguez Larreta estaban bien archivadas, los denunciantes se
proponen reclamar del fiscal un pronunciamiento sobre la situación de
los civiles denunciados por Rodríguez Larreta como cómplices de
los militares que actuaron en Argentina en 1976. Si se produce la ampliación
de denuncia (único recurso para mantener vigente el caso), el fiscal
Moller tendrá oportunidad de argumentar sobre si los legisladores, al
momento de redactar la ley, tuvieron pruritos en incorporar a los civiles, por
más que en su espíritu la intención fuera perdonar a todos.
El problema consiste en que, para determinar el grado de responsabilidad de
algún civil en las desapariciones de los militantes del pvp en Buenos
Aires, es necesario investigar. Y es eso precisamente lo que trata de evitar
el fiscal Moller. ¿El espíritu de quién interpreta el fiscal cuando
arriesga esta postura del Estado? Los vientos que soplan son diferentes de aquellos
que impulsaban al presidente Julio María Sanguinetti a ordenar el archivo
de los expedientes sobre desaparecidos en función de la "investigación"
realizada por el coronel Sambucetti, fiscal militar, para cumplir con el artículo
4 de la ley de caducidad.
Como se recordará, Sambucetti hizo una muy somera indagación por
los cuarteles y unidades centrales de las Fuerzas Armadas, e invariablemente
obtuvo la misma respuesta: ninguno de los ciudadanos denunciados como desaparecidos
estaba registrado como prisionero en las unidades militares consultadas. El
"informe Sambucetti" incorporaba un verdadero talón de Aquiles en la
impunidad, porque aquella falta de noticias sobre responsabilidad militar o
policial en las desapariciones facultaba la investigación, en tanto no
eran -las desapariciones- admitidas como actos de personal militar o policial
en actividad y en cumplimiento de órdenes superiores y no estaban, por
lo tanto, amparadas en la ley. De alguna manera, el informe preliminar de la
Comisión para la Paz viene a dejar en evidencia a Sambucetti y a Sanguinetti.
Si, como se asegura, hay 24 casos de desapariciones aclaradas y los desaparecidos
murieron en unidades militares como consecuencia de las torturas a que fueron
sometidos, entonces Sambucetti fue un inepto total y Sanguinetti un ingenuo
contumaz; la Comisión para la Paz los desmiente, por más que la
redacción del informe hace verdaderas piruetas para evitar señalar
las cosas por su nombre.
En el lapso que media entre Sambucetti y Moller, algunos conceptos -como "delito
permanente", "crimen de lesa humanidad", "delitos inamnistiables e imprescriptibles"-
van ganando terreno. Por eso, cuando la impunidad se siente acorralada, surgen
algunas informaciones, cuyas fuentes nunca son identificadas, que instalan nuevas
coartadas. Una de ellas circuló días antes de que se diera a conocer
el informe preliminar de la Comisión para la Paz, y decía que
en realidad todos los desaparecidos habían muerto, los cuerpos habían
sido incinerados y las cenizas arrojadas al mar desde aviones. Con ello, los
promotores del rumor mataban tres pájaros de un tiro: convertían
el delito permanente de privación de libertad en un delito de homicidio;
se instalaba un nuevo escenario en el que los acusados podrían reclamar
el archivo de los casos por prescripción del delito; y finalmente se
exoneraba al gobierno del espinoso asunto de encontrar los restos de los asesinados.
La coartada es insostenible, como aquella otra, sugerida por miembros de la
Comisión para la Paz "como una de tantas versiones contradictorias",
según la cual María Claudia García Iruretagoyena de Gelman,
la nuera del poeta argentino Juan Gelman, fue "restituida" a Argentina después
de dar a luz a su hija en el Hospital Militar.
El caso de María Claudia, además de cuestionar al propio presidente
Jorge Batlle, quien prometió a Gelman encontrar los restos de la nuera
asesinada en Uruguay, emparenta directamente con la denuncia archivada por Moller.
Son dos expresiones de un mismo episodio: las actividades de los comandos uruguayos
en la represión de exiliados en Argentina. Los desaparecidos del pvp
y la desaparición de la nuera de Gelman comparten un mismo capítulo:
el llamado "segundo vuelo", es decir, el casi confirmado traslado masivo de
los prisioneros que permanecían en Automotores Orletti, similar al primer
traslado de otros prisioneros que aparecieron vivos en las cárceles uruguayas.
El "segundo traslado" implica la hipótesis de que decenas de prisioneros
uruguayos supuestamente desaparecidos en Argentina, en realidad fueron asesinados
en Uruguay.
Pero la investigación, el descubrimiento de la verdad, parece avanzar
a pesar de todo: el pedido de extradición de un juez argentino contra
el teniente general Julio César Vadora y los oficiales retirados José
Gavazzo, Manuel Cordero y Jorge Silveira por los delitos cometidos en Buenos
Aires en 1976 quizás llegue, finalmente, a manos de la Suprema Corte
de Justicia y al juez penal que corresponda. Si las extradiciones se conceden
(y no habría razón para no hacerlo, habida cuenta de los delitos
cometidos en Argentina, sobre los que existen sobradas pruebas y a los que no
les alcanza la caducidad) prosperaría en tribunales argentinos el conocimiento
del capítulo uruguayo del Plan Cóndor, que incluye los episodios
que hoy archiva el fiscal Moller. La investigación argentina también
completaría las responsabilidades del ex canciller Juan Carlos Blanco,
actualmente procesado por el juez Eduardo Cavalli por su participación
en la desaparición de Elena Quinteros, y ofrecería nuevos elementos
para la investigación que acaba de comenzar el juez Roberto Timbal sobre
los asesinatos de Zelmar Michelini y Héctor Gutiérrez Ruiz.