Democracia y barbarie
por Horacio Labastida
No hay duda de que nuestro tiempo es terriblemente explosivo. Además
de las condenables matanzas que viene organizando el gobierno de Sharon contra
las comunidades palestinas, con apoyo de la Casa Blanca, cuya alta burocracia
en nada parece detenerse para asegurar a sus más relevantes miembros
el dominio indiscutible del petróleo medio-oriental, las manipulaciones
del Tío Sam en la ONU, para hacer de su guerra contra Irak una guerra
del mundo, así como la amenaza del presidente George W. Bush de lanzar
bombas atómicas contra los iraquíes, alarman hasta a las personas
más serenas y confiadas. ¿Será posible que en la aurora del siglo
xxi se repita la tragedia que por orden de Harry S. Truman devastó a
miles de inocentes en Hiroshima y Nagasaki, en agosto de 1945? ¿Es acaso aceptable
para la conciencia del hombre que nuevamente, en el escenario de hoy, las armas
bárbaras vuelvan a destruir sin misericordia los más altos valores
de la humanidad? El actual residente de la Casa Blanca nada tiene que ver con
la filosofía que animó las palabras pronunciadas en Amherst por
John F. Kennedy al exaltar el arte de Robert Frost: cuando el poder impulsa
la arrogancia de los hombres, la poesía exhibe ante éstos sus
limitaciones; cuando el poder asfixia al hombre, la poesía le recuerda
la riqueza y variedad de la existencia; cuando el poder corrompe, la poesía
desvanece la negrura en los corazones. El arte, agregó, define las verdades
humanas que deben servirnos como piedras de toque de nuestras decisiones. Estas
ideas alimentan la convicción de que amenazar o lanzar bombas atómicas
es reactivar la bestialidad que cancela las glorias de la historia y niega las
virtudes que sustancian la grandeza. ¿Será esto posible en un siglo XXI
cargado por el pasado de instancias suficientes para reconstruir en la tierra
el paraíso perdido?
Pero los hechos obligan a reflexión sobre lo que sucede en nuestra amargada
patria, por la conducta de gobierno que sabiéndolo o no reinician agobios
que inauguró Antonio López de Santa Anna, al dinamitar el Estado
que intentó edificar, hacia 1833, nuestra primera generación ilustrada.
El santannismo infectó a México durante los decenios que concluyeron
en 1855, cuando los ayutlenses expulsaron al felón que provocó
la derrota de 1846-47 y cercenó del país más de la mitad
del territorio, ampliando el de Estados Unidos de Norteamérica desde
la alta California hasta Texas. Santa Anna también logró descorrer
los telones del teatro democrático, porque puso de manifiesto que a pesar
de la República federalista de 1824, incluida la de Apatzingán
(1814), la democracia era un mito igual al de otras democracias inspiradas en
la estadunidense de 1787. En este texto los congresistas, inspirados, entre
otros, por George Washington, Alexander Hamilton, Benjamín Franklin y
el virginiano Thomas Jefferson, declararon que la democracia que buscaban construir
connota el propósito de establecer la justicia, promover el bienestar
general, asegurar las bendiciones de la libertad tanto en su época como
en las venideras, pues tales consecuencias serán resultado del establecimiento
democrático. Y ante la solemne declaración de aquellos pioneros
del derecho ciudadano, vale preguntar qué clase de democracia ha sido
y es la democracia real, no la que consta en discursos y documentos legales;
y la respuesta no es alentadora. El bienestar, la justicia, las bendiciones
de la libertad y la prosperidad de que hablaron los constituyentes de 1787,
no ha sido la justicia, el bienestar, la libertad y la prosperidad de todos
los hombres, sino la justicia, el bienestar, la libertad y la prosperidad de
clases minoritarias que desde la caída de las monarquías absolutas
hasta el presente gozan de la riqueza y el poder político, instrumento
del aseguramiento de la producción y reproducción del capitalismo
de las elites. Es decir, la democracia es una gran mentira al convertirse en
ideología de los grupos minoritarios que concentran en su favor los bienes
materiales y culturales creados por la sociedad, dejando a las grandes mayorías
en la miseria y la ignorancia. ¿Cómo es posible este escándalo?
La democracia supone la existencia de un titular de los derechos políticos,
el ciudadano, y la facultad de otorgar con libertad su voto a quien lo represente
en el manejo de las cosas públicas, repetimos, en el ejercicio del poder;
y este ciudadano libre, bien informado, conocedor de los sentimientos nacionales
y ajeno a factores internos o externos que pulvericen el sufragio libre, en
la realidad es una ficción sustituida por ciudadanos que venden el voto
al mejor postor o se dejan atraer por créditos a futuro, y el financiamiento
de la compra del voto, al igual que el reparto de ventajas en el porvenir, está
a cargo de núcleos acaudalados y castas políticas, que hábilmente
protegen la marcha de la lógica del capitalismo, o sea, el goce de excedentes
que aseguran la acumulación del capital. Tal es el pecado mortal de la
democracia del pasado y del presente, y frente al hecho no hay otro camino que
el señalado por Morelos desde 1813 y por Abraham Lincoln en el discurso
de Gettysburg y del pronunciado durante su segunda asunción.
Sí, la democracia es el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el
pueblo, y no el gobierno del voto ciudadano pervertido. Es urgente evitar la
enfermedad del sufragio por medio de encuestas que expresen la conformidad del
pueblo con la conducta gubernamental. Revalidar la democracia es el significado
de la encuesta que ratificó la confianza de los capitalinos a Andrés
Manuel López Obrador. Así, es, con encuestas y otras formas de
dar vida a la democracia verdadera, como los mexicanos queremos recobrar la
libertad política pensada por los grandes constituyentes de la patria,
desde 1814 hasta 1917.