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Latinoamérica

22 de octubre del 2002

Caso Berríos: para los responsables uruguayos rige una caducidad de facto

Samuel Blixen

El asesinato de Eugenio Berríos está prácticamente aclarado: una jueza chilena identificó a los militares uruguayos y chilenos que mataron al ex agente civil de la Dina para ocultar una vasta estructura que convirtió a Uruguay en santuario de criminales Cóndor. El compromiso del poder militar uruguayo instaló una orden inapelable de secreto e impunidad, una tutela que tres gobiernos y muchos magistrados acataron puntualmente y soportan aún hoy.
Ahora podemos comprender por qué a lo largo de nueve años, de la sucesión de tres períodos de gobierno con dos administraciones diferentes, la rotación de varios gabinetes, el relevo de dos jueces, la alternancia de muchos ministros del Interior, de Relaciones Exteriores y de Defensa Nacional y un recambio total en la Suprema Corte de Justicia, la orden militar de poner una lápida sobre el asesinato del bioquímico Eugenio Berríos, ex agente de la Dina chilena, se cumplió a rajatabla, sin chistar, sin vacilaciones, sin fisuras y sin enmiendas, lo que revela la tutela castrense ejercida sobre tres presidencias sucesivas, la de Luis Alberto Lacalle, la de Julio María Sanguinetti y la de Jorge Batlle.
El secuestro y la ejecución de Berríos fue apenas un aspecto de un vasto operativo de la inteligencia chilena y uruguaya para instalar en nuestro país un santuario donde pudieran esconderse los militares de la dictadura pinochetista, acusados de gravísimas violaciones a los derechos humanos y que por una razón u otra podían exponer ante los magistrados algunos de los secretos más celosamente guardados. Uno de esos secretos explica por qué Eugenio Berríos, un civil despreciado por los agentes de la Dina, un sujeto débil, emocionalmente inestable, cuya bisexualidad estaba asociada al consumo de drogas y de alcohol, permaneció oculto, recluido en Uruguay bajo la vigilancia de oficiales chilenos y uruguayos en un operativo que día tras días arriesgaba convertirse en un escándalo y lesionar la autoridad civil.
Es que Berríos había desarrollado varias armas químicas -el gas sarín, pero también otros productos tóxicos como el somán, el clostridium botulínico, el saxitoxin y la tetrodotoxina-, algunas de las cuales fueron producidas por el ejército chileno y vendidas a países de Oriente Medio. Tanto o más importante que las fórmulas de producción eran las fórmulas para los antídotos. Berríos sobrevivió todo un año porque tanto chilenos como uruguayos querían "explotar" sus conocimientos.
El santuario uruguayo de los criminales chilenos es por ahora la más significativa expresión de la Operación Cóndor en democracia. Los vínculos de las inteligencias militares que los gobiernos uruguayos pretendieron ocultar (por omisión en la investigación o por complicidad en el ocultamiento) surgen a la luz, sin embargo, por la paciente labor de un equipo de policías chilenos que actuaron en los dos últimos años en Uruguay bajo las indicaciones de una jueza de Santiago. En la tarde de ayer, jueves, la jueza Olga Pérez dictaba los procesamientos de cinco militares chilenos y un civil bajo los cargos de secuestro y homicidio de Eugenio Berríos. Los oficiales Jaime Torres Gacitúa, Arturo Silva Valdés, Pablo Marcelo Rodríguez, Francisco Maximiliano Ferrer Lima, Mario Enrique Cisternas Orellana y el agente Raúl Lillo permanecían detenidos desde el domingo 13. Todos ellos operaron en forma clandestina en Uruguay, por lo menos entre abril de 1991 y marzo de 1993, como integrantes de los equipos que cumplían las tareas de traslado, vigilancia y custodia de los ciudadanos chilenos escondidos en la estructura binacional montada en el país. Los equipos se turnaban en la vigilancia.
Por lo menos tres requeridos por la justicia chilena estuvieron en Uruguay amparados por el Cóndor "democrático": primero el capitán Julio Sanhueza Ross, un oficial de la Central de Inteligencia que fue "evacuado" de Chile en abril de 1991 cuando la justicia lo requirió por el asesinato en 1987 de un grupo de jóvenes del Frente Patriótico Manuel Rodríguez, y el asesinato en 1989 del dirigente del mir Jecar Neghme. Después llegó clandestinamente a Uruguay el capitán Carlos Herrera Jiménez, que había sido requerido por el asesinato del dirigente sindical Tucapel Jiménez. Herrera permaneció unos tres meses en Montevideo y fue sorpresivamente detenido en Buenos Aires en enero de 1992. Herrera compartió con Eugenio Berríos un apartamento en Pocitos.
Berríos fue "evacuado" de Chile en noviembre de 1991 cuando era evidente que un juez lo citaría a declarar en la causa por el asesinato del ex canciller Orlando Letelier. El temor de que los aparatos de inteligencia argentinos lo "interceptaran" por su participación en los planes de envenenamiento del agua corriente de Buenos Aires, en caso de que explotara, en 1978, una guerra entre Chile y Argentina, obligó al montaje de un operativo especial de traslado vía terrestre. Herrera y Berríos estuvieron a cargo de dos militares uruguayos, el teniente coronel Tomás Cassella y el capitán Eduardo Radaelli. Sanhueza Ross, en cambio, fue ocultado por los capitanes uruguayos Wellington Sarli Pose y Julio Adolfo Barrabino Silveira. Sarli está acusado de violaciones a los derechos humanos, pese a lo cual, ahora como teniente coronel, integra los contingentes uruguayos de las misiones de paz en el Congo; Radaelli también participó en esas misiones de las Naciones Unidas.
Por lo menos dos de los cinco militares chilenos acusados por la jueza Pérez integraron la comitiva del general Augusto Pinochet durante su visita a Uruguay en febrero y marzo de 1993. La presencia de Pinochet en Uruguay coincidió con la fecha en que, según las estimaciones forenses, Eugenio Berríos fue asesinado de tres balazos, dos en la nuca y uno en el pecho. Las inculpaciones judiciales de la magistrada chilena son el resultado de la investigación realizada por policías chilenos en Uruguay. Esos resultados dejan en evidencia que el secuestro y asesinato de Berríos era factible de ser aclarado, y por lo tanto confirman la manifiesta determinación, policial, judicial y política, de ocultar el crimen. En Uruguay la investigación chilena contó con la colaboración del dirigente político Víctor Vaillant en su calidad de miembro de la organización Uruguay Transparente. En Chile la investigación fue objeto de seguimiento de la conocida periodista y escritora Mónica González, directora de la revista Siete+7, cuyas crónicas encabezan este informe.
En la recolección de pruebas para sustentar el procesamiento, la jueza contó con el testimonio de por lo menos tres ciudadanos uruguayos que accedieron a trasladarse a Santiago para brindar declaraciones y efectuar las correspondientes identificaciones. Al cierre de esta edición la magistrada realizaba nuevas diligencias y se aguardaba que solicitara a la justicia uruguaya la autorización para interrogar por exhorto a los militares Tomás Cassella, Eduardo Radaelli, Wellington Sarli y Julio Adolfo Barrabino.
Ciertos indicios -y los testimonios de otros testigos cuya identidad se mantiene en reserva- habrían permitido en principio la identificación de los militares chilenos y uruguayos que participaron directamente en el asesinato de Eugenio Berríos. La ejecución del ex agente civil de la Dina reclamó la participación de oficiales de ambas nacionalidades a los efectos de consolidar una responsabilidad compartida. Tales pactos de coautoría que sellan complicidades y aseguran el secreto eran criterios usuales del Plan Cóndor. Hoy como ayer, la coordinación del terrorismo de Estado cuenta con el apoyo decidido de toda la estructura de gobierno.
(Semanario Brecha)