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15 de abril del 2002
Utopía (I)
Francisco Fernández Buey
El Viejo Topo. España, marzo del 2002.
Edición para Internet: La insignia.
Comparto el uso positivo de la palabra utopía en contextos morales mientras
que estoy en contra de la utilización de la misma palabra, también
en un sentido positivo, en contextos políticos o de ética de la
colectividad.
En contextos en los que se habla de moralidad individual es difícil negar
que la palabra utopía tiene y tendrá un sentido positivo. Se podría
decir que no ha habido ni habrá filosofía moral sin utopías,
o sea, sin la prefiguración de sociedades imaginarias más justas,
más igualitarias, más libres y más habitables de las que
hemos conocido y conocemos. La imaginación utópica ha sido, es
y será el estímulo positivo de todo pensamiento político-moral,
como la veracidad y la bondad son y serán el aguijón de la lucha
en favor de la emancipación humana por mucho que, como sabemos, el individuo
veraz o bondadoso se haya dado repetidas veces de bruces con la realidad existente.
El utópico, como el veraz y el bondadoso, está indicando siempre
a los otros, con su comportamiento, la direccción en la que convendría
moverse. Puede ocurrir, y de hecho ocurre en ocasiones, que el utópico,
como el veraz y el bondadoso, se equivoque de medio a medio en su estar en el
mundo, en este mundo; pero incluso cuando yerra sobre el presente, el utópico,
como el bondadoso y el veraz, obliga a torcer la mirada de los que le miran,
no sobre su rostro (porque el utópico no suele ser narcisista ni autista)
sino en la dirección más conveniente para la mayoría.
No digo más conveniente para "todos" porque eso, en el mundo social dividido
en clases, tiene que ser considerado como un imposible metafísico.
Si el mundo de las acciones político-morales fuera algo así como
una línea férrea, en la que el tren de la historia se desplazara
linealmente progresando desde la bondad y veracidad de los individuos concretos
hacia mejores formas de sociabilidad colectiva, entonces no habría nada
más que discutir acerca de la palabra utopía. La mayoría
aceptaríamos, por razonamiento, su saludable sentido positivo, como aceptamos,
por lo general, el sentido positivo de la bondad y de la veracidad. Pero el
mundo de las acciones político-morales no es una vía férrea
ni una autopista; es, más bien, una red de senderos de montaña
que se bifurca, se multiplica y se pierde en el bosque de las interrelaciones
de las pasiones individuales y colectivas; una red de caminos de bosque de la
que, para colmo, siempre existen varios planos concordantes pero distintos,
y cuyo sendero principal suele perderse, en la historia de la humanidad, por
falta de tránsito (o mejor: porque ni llevamos inscritos en los genes
el recuerdo de sus recovecos ni somos capaces de transmitir de generación
a generación las principales bifurcaciones y encrucijadas del mismo).
Por eso, porque el mundo de lo político-moral no es una vía férrea
ni una autopista, la utopía, que es una buena y sana palabra, indiscutible,
desde el punto de vista de la moralidad, resulta insuficiente y ambigua cuando
pasamos al plano histórico de las ideas políticas.
La mayoría de las personas veraces y bondadosas que hoy en día
se declaran partidarias de la utopía creen estar defendiendo de hecho
una sociedad más justa, más igualitaria, más habitable
y que, además --y esto es imporrante-- puede ser realmente realizable
algún día y en algún lugar, al menos de forma aproximativa,
como aproximación a un ideal. Si nos atenemos a la etimología
de la palabra utopía, estas personas no son propiamente utopistas, sino
gentes con convicciones morales profundas e ideales morales alternativos que
luchan por una sociedad mejor.
En cambio, la mayoría de las personas que se declaran contrarias a la
utopía suelen defender en nuestros medios de comunicación que
vivimos en el menos malo de los mundos existentes o en el mejor de los mundos
posibles, y que en política no hay que hacerse ilusiones inútiles.
Por supuesto, estas personas no suelen entrar a discutir qué ilusiones
son útiles y cuáles inútiles. Por lo general tienden a
creer que todas las ilusiones colectivas son inútiles.
Una complicación adicional reciente de la controversia histórica
sobre la palabra utopía es ésta, a saber: que la mayoría
de las personas que hoy defienden que vivimos en el menos malo de los mundos
existentes, o en el mejor de los mundos posibles, consideran, además,
que no está mal que haya utopías y hasta fomentan la existencia
de utopistas siempre y cuando éstos, en su decir y, sobre todo, en su
hacer, acepten atenerse al significado etimológico de la palabra utopía
(no-lugar). Desde este punto de vista, que es hoy en día el punto de
vista dominante, ser utópico está relativamente bien visto a condición
de que uno confiese al mismo tiempo que su sociedad alternativa (más
justa, más igualitaria, más habitable) no es de este mundo sino
una sociedad tan imaginaria como, por ejemplo, la ciudad de Babia, el país
de Jauja o la región del Limbo en el Día del San Jamás.
Todo utopista que acepte este significado de la palabra utopía y simultáneamente
dé señales de haberse reconciliado con la realidad existente o
de estar en vías de reconciliarse con ella recibirá, a su vez,
de todos, o casi todos, los poderosos defensores del status quo efusivas, y
hasta cariñosas, palmaditas en el hombro derecho (que es el hombro del
otro preferido por los políticos de profesión para todo ejercicio
de cinismo compasivo).
El hecho de que un utópico, declarado o nombrado tal por otros, reciba
de los políticos "realistas" (y conservadores de la desigualdad que hay)
palmaditas afectivas en el hombro derecho, siempre y cuando dicho utópico
acepte que su ideal, el ideal que propugna, es realmente una utopía (algo
que no tendrá lugar nunca) da qué pensar. Pues prueba indirectamente,
como se puede probar en estas cosas, que el uso literal de la palabra "utopía"
en el lenguaje político se ha hecho problemático o irrelevante.
Con la utopía pasa en nuestras sociedades, en última instancia,
lo mismo que con el ateísmo, a saber: que como el significado de la palabra
lo establecen los que mandan (en el Estado, no necesariamente en la Academia
de la Lengua), uno no puede ser, ni proponiéndoselo, lo que quiere ser.
Efectivamente, de la misma manera que el ateo sólo puede ser agnóstico
(pues, por definición de los que mandan en esto, el sin-dios es un imposible
metafísico dado que el sin-dios es siempre un buscador de dios, etc.
etc.), así también al utópico sólo le dejan ser
una de estas dos cosas: o un realista político a la fuerza, que simultáneamente
cree en las kalendas griegas, o un receptor de palmaditas en el hombro derecho
que afirma que la utopía no es de este mundo.
Muchos filósofos amigos míos han llegado últimamente a
la conclusión de que el tiempo de las utopías pasó. No
estoy de acuerdo. Y en las próximas entregas querría argumentarlo.
De momento puedo adelantar esto: ese tiempo no pasó para los que aún
tienen un mundo que ganar y una esperanza. El relación con esto, y en
polémica con los dadores de palmaditas en el hombro derecho del otro,
sugiero que hay al menos dos cosas que no se pueden dejar en manos de los de
arriba si uno, estando a favor de los pobres, desheredados, oprimidos y excluídos
de la tierra, mujeres y varones, quiere que sus actos concuerden con sus dichos
y pretende hacer, por tanto, algo serio y práctico en favor de un mundo
más justo, más igualitario y más habitable.
La primera de estas cosas que no hay que dejar en manos de los de arriba es
la definición de las palabras. No sólo en el País de las
Maravillas sino también aquí abajo la capacidad de nombrar, de
poner nombre a las cosas, es esencial para conocer y para cambiar el mundo.
La segunda cosa que no se puede dejar en manos de los de arriba es la ciencia.
Renunciar a la ciencia para quedarse con la utopía puede ser moralmente
sanísimo (sobre todo en la época del reconocimiento generalizado
de las peligros de la tecnociencia), pero es contraproducente desde el punto
de vista de la ética colectiva.