|
14 de marzo del 2002
Un escándalo casi legal
Enron, símbolo de un sistema
Serge Halimi
Le Monde diplomatique
El escándalo producido en Estados Unidos por la quiebra de la empresa
privada de energía Enron, parece haber puesto definitivamente sobre el
tapete la necesidad de reformar el financiamiento de la vida política.
Sin embargo, para el autor, este tipo de hechos, amparados en la legalidad de
ciertas prácticas dudosas, es una constante en el funcionamiento de los
partidos gobernantes.
Lo extraordinario del caso Enron es que no tiene nada de extraordinario.
La "compra" de responsables políticos por medio de contribuciones electorales
es legal en Estados Unidos; la existencia de empresas de certificación
de cuentas que por otra parte sirven de consejeros remunerados a las empresas
cuyas cuentas certifican es legal; el hecho que periodistas financieros y ensayistas
hayan alabado ante el público (y por lo tanto potenciales accionistas)
un "modelo" de empresa cuyo representante más preciado, Enron, los remuneraba
personalmente, es legal. En esas condiciones, debe atribuirse mucho candor a
los observadores que un "escándalo" despierta para descubrir que la opacidad
de las cuentas caracteriza a un gran número de sociedades que cotizan
en Bolsa, que la porosidad entre el mundo de la empresa privada y el del servicio
público es extrema, que la corrupción y la prevaricación
son comunes en el seno del sistema económico y político estadounidense.
Menos de cinco años atrás, se "descubrió" que el presidente
de Estados Unidos, William Clinton, demócrata, había alquilado
la Casa Blanca e incluía en la lista de precios, una merienda, una cena,
una noche, una entrevista con un ministro, un box presidencial durante el discurso
sobre el estado de la Unión. Fue, ya, un "escándalo". Se habló
entonces de reformar el financiamiento de la vida política.
Poco menos de dos años más tarde, en febrero de 1999, los primeros
postulantes para la elección presidencial se retiraban de la carrera
sin que se haya pronunciado un solo elector (lo harían un año
después), con el único motivo de que no habían podido recolectar
los 20 millones de dólares que constituyen el "ticket de entrada" informal
en esta consulta pretendidamente democrática. Hubo ofuscación,
como de costumbre.
Luego se enfrentaron dos candidatos, George W. Bush y Albert Gore Jr. quienes,
por el mayor de los hazares, habían ganado las elecciones primarias de
sus respectivos partidos tras "levantar" una mayor cantidad de fondos que cualquier
otro concurrente. Bush, entonces gobernador de un Estado, Texas, que los industriales
del petróleo, de armamento y de telecomunicaciones gobiernan sin duda
más que los gobernadores, había obtenido el apoyo financiero del
lobby de fabricantes de armas, de aseguradoras, y de algunos otros, entre ellos
el de energía -una empresa denominada Enron tuvo un rol principal; Gore
gozaba del apoyo de Wall Street, del lobby de abogados y de algunos otros, entre
ellos el de Hollywood. Hubo indignación por el hecho de que aquellos
que firman los cheques redacten las leyes. Nuevamente se habló de reformar
el financiamiento de la vida política.
Y también, en noviembre de 2001, tuvo lugar la elección del alcalde
de Nueva York. Contrariando todos los pronósticos, un hombre de negocios
tan insulso como carente de la mínima experiencia política, célebre
sobre todo por su muy fructífero conocimiento de Wall Street (es dueño
de la cadena financiera Bloomberg), se convirtió en el principal magistrado
de la principal ciudad de Estados Unidos. ¿Qué medio utilizó para
alcanzar este resultado inesperado? Sesenta y nueve millones de dólares,
de los cuales más de 50 millones provienen de su fortuna personal. Suficiente
como para alimentar una campaña de publicidades pagas casi tan cara a
escala de una ciudad como una elección presidencial a nivel nacional.
Y luego, luego vino Enron. En diez años, Enron destinó más
de 10 millones de dólares a sus actividades de lobby político.
Fue el principal "padrino" de George W. Bush y el muy generoso proveedor de
fondos de varios miembros de su administración, entre ellos John Ashcroft,
ministro de justicia. ¿Será esta vez la vencida para reformar el financiamiento
de la vida política? Una propuesta de ley en este sentido acaba de ser
adoptada por el Congreso hace algunas semanas. Es posible que el presidente
Bush la firme, Enron obliga.
Pero el escándalo no es sólo nacional. De hecho, el conglomerado
texano llevó a cabo múltiples adquisiciones en varios continentes:
en India, en Mozambique, en Australia, en Japón... Las "reformas" liberales
(levantamiento de las restricciones a la importación; creación
de un "buen clima" para los inversores) favorecidas a escala planetaria por
la Organización Mundial de Comercio (OMC), permitieron en efecto al conglomerado
de Houston aprovechar al máximo la apertura de los mercados.
Por otra parte fue un lobbista extremadamente activo en Ginebra, sede de la
OMC. Paralelamente, como es a menudo la regla en una economía "de mercado"
basada en la competencia, diplomáticos estadounidenses y funcionarios
de la Casa Blanca aportaban, a veces brutalmente, todo el apoyo del poder público
en defensa de los intereses de la empresa privada "mundializada" (Enron fue
decimosexta mundial según el volumen de negocios). Incluso fueron movilizadas
dos agencias federales por las administraciones de Clinton y Bush para garantizar
las inversiones de Enron en el extranjero. Y la empresa, experta en paraísos
fiscales, logró no pagar impuestos entre 1996 y 2000, período
durante el cual declaró sin embargo 2.000 millones de dólares
de beneficio. Finalmente, el día en que la situación se pudrió,
el conglomerado pudo contar con un abogado de peso: el ex ministro de finanzas
de Clinton, Robert Rubin, devenido enseguida patrón del Citigroup, tenía
interés en que su banco recupere las sumas prestadas a Enron. Se movilizó
para que las agencias de calificación no bajen la "nota" de la empresa.
Cuando la naturaleza y la coherencia de sus actividades no parecían evidentes,
Enron prosperó, alabada en la prensa de negocios como un modelo de audacia
y de "modernidad", de "gobierno de empresa" capaz de operar al máximo
en el mercado desregulado de productos derivados. Tranquilizados por los informes
de buena salud financiera emitidos por una prestigiosa agencia de certificación,
Andersen, tanto más indulgente respecto de Enron cuanto que el conglomerado
texano la había recrutado como cliente, los pequeños ahorristas
se precipitaron. El ascenso del valor de la acción hacía callar
a los últimos escépticos. Los mejores ensayistas y editorialistas
-no sólo de la prensa estadounidense- permanecían obnubilados
ante esa firma de Houston que sabía reconocer su talento de escritores
a un alto precio y, llegado el caso, invitarlos a unos muy lucrativos raciocinios
sobre el estado del mundo.
La caída será menos dura para ellos que para los asalariados estadounidenses
que invirtieron en Enron una parte de sus jubilaciones (aproximadamente dos
tercios de los activos bursátiles de la firma estaban en manos de fondos
de pensión o de fondos de mutuales). Si la licuefacción de los
valores llevó a la ruina a la mayoría de los empleados de la empresa,
despojándolos de su empleo y de sus economías (de hecho los reglamentos
internos les prohibían vender sus acciones), los cuadros de alto nivel
pudieron, ellos, quitarsélos de encima a tiempo. Es decir, al más
alto precio.
Traducción para El Dipló: Pablo Stancanelli