Internacional
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Día Internacional de
la mujer
No callemos más
Laura E. Asturias
Tertulia
Desde hace años, cuando decidí hablar abiertamente sobre mi propia experiencia
de abuso sexual en la niñez, nada relacionado a ello ha sido desagradable para
mí. Por el contrario, a partir de esa revelación sólo he adquirido valiosos aprendizajes.
Muy pronto supe que el compartir mis vivencias, sin la vergüenza ni la culpa
mal ubicada que típicamente las acompañan, me abría un mundo de luz y apoyo
pues ese solo hecho, el de hablar, acercó a mí a gente con experiencias similares
que luego me acompañaba cuando yo lo necesitaba. Para llegar a ese punto tuvieron
que pasar más de tres décadas, pero desde entonces no he dejado de hablar
y me he fortalecido. Es eso lo que le deseo a cada persona que fue sexualmente
abusada en cualquier momento de su vida: la sanación liberadora que purifica
al sacar ese secreto del armario y declararse sobreviviente, ojalá también
para luchar por que a ninguna niña o niño le ocurra lo mismo.
Para quien tuvo la suerte de no sufrir esos abusos, quizás sea difícil comprender
la oscuridad e indefensión en que suelen quedar las víctimas. Quedan así porque
les rodea una sociedad temerosa de enfrentar y creer las verdades de la niñez.
Más aún, muchas familias, al rehusarse a hablar con naturalidad sobre la sexualidad,
preparan el terreno para que las niñas y los niños no puedan revelar lo que
algún pariente o extraño les está haciendo, a menudo porque no saben que es
abuso sexual. Si nunca te explican lo que son las caricias sanas y auténticamente
amorosas y, por el contrario, tu entorno está plagado de silencio, mojigatería
y prejuicios, ¿cómo vas a poder reconocer, por lo que son, los abusivos manoseos
con que alguien te controla y a la vez se gratifica?
Algunas personas, sospechando o aun sabiendo que en su propia familia hay
un abusador, lo encubren porque sus actos les representan una vergüenza gratuita
y les desprestigian, sobre todo cuando esos hechos trascienden a la opinión
pública. Y lo hacen a sabiendas que sería mejor tenerlo recluido donde no
pueda violar más niñas o niños, inclusive los propios. Tristemente, les parece
más importante defender el "honor" familiar que resguardar la seguridad
de la niñez.
Sin embargo, en todos estos años he aprendido que por cada persona que se
aferra a la ceguera, quizás hay diez que no están dispuestas a tolerar un
caso más de abuso sexual. Y ahora también son muchos más los hombres, no sólo
mujeres, quienes se pronuncian contra los violadores. Tal vez no tanto ni
públicamente en Guatemala, pero los hay y lo dicen.
Esta última semana, a raíz de mi artículo del sábado pasado, recibí varios
mensajes de hombres, guatemaltecos y extranjeros, cuya existencia celebro.
Respeto profundamente a ésos que no apañan a los ofensores a través del silencio
o de una vergonzosa solidaridad de género, que no callan ante la violación
y otras violencias contra las mujeres, la niñez y también contra otros hombres,
pues saben que son abusos de poder que no deben ser tolerados. Por el contrario,
apoyan el que sean expuestas las hipocresías que abundan en nuestro medio.
Más que nada, agradezco a ellos su confianza al compartir, además de opiniones,
hechos dolorosos en sus vidas, parecidos a los que han marcado la mía. El
mundo está lleno de heridas abiertas que dejó el abuso sexual en personas
que aún creen estar solas, cuando en realidad les rodea una legión de sobrevivientes.
Bastaría con respirar profundo y decir "a mí me pasó" para que unas
y otros se reconocieran.
Es comprensible que las víctimas resguarden su secreto en una sociedad que
les atribuye la culpa que sólo pertenece a los violadores. Pero no se justifica
el silencio de quienes saben lo que está ocurriendo y nada hacen para detenerlo.
Eso es tan criminal como el abuso mismo.