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Internacional

20 de marzo del 2002
Cumbre de Barcelona
Crónica de una humillación

Quique Faes, Estrella Digital

Regresábamos de Barcelona. Al frente, cientos de kilómetros traducidos en doce horas de viaje hasta Asturias. A la espalda, el recuerdo aún caliente de la confusión y las pelotas de goma tras el fin de una manifestación multitudinaria. Y a un costado, cuando el autocar ya había dejado atrás el extrarradio de la capital catalana, un furgón policial que al instante se duplica y acaba adueñándose de nuestro trocito de autovía por triplicado. Así un buen rato: escoltados como un prestigioso equipo de fútbol que no se sabe el camino a casa.
De repente, las sirenas. Una mano que sobresale de una ventanilla y señala con insistencia a la derecha, que es donde hay un desvío. Encajado en un claustrofóbico armario rodante y azul, el autocar se detiene en una rotonda oscura, hundida unos metros por debajo del nivel de la autovía. No hay coches. No hay peatones. No hay nada.
Un tolete golpea entonces la ventanilla del conductor y le insta a salir del vehículo junto a su compañero, con los papeles en la mano. Y en ese momento es cuando un individuo disfrazado por entero de negro, con la salvedad blanca del casco, se mete en un papel que sólo él debía de conocer -el pasaje escuchaba perplejo- y comienza la película: "Vamos a ver si nos enteramos, cojan sus pertenencias y el carné en la mano y abajo cuando se les diga. ¿Se entiende bien el castellano?".
Entretanto, las órdenes secas y marciales dejan el autocar apagado, sin música, sin luces. Se nos invita a no hablar. Se nos prohíbe movernos del asiento hasta que los lugares delanteros van quedando libres -van bajando en grupos de cinco los pasajeros- y entonces se nos va agrupando en esa especie de antesala, frente a frente con las incoherencias que murmura un agente que parece que es quien está al mando. Se nos prohíbe hablar por teléfono. Ni siquiera responder a las insistentes llamadas que en ese momento suenan. Se llevan los carnés de todo el pasaje en un montoncito.
"Queremos ser diligentes con un público tan exquisito como éste, hombre", sigue el de las incoherencias, "por lo visto la gente de este autocar no trata bien a la Policía". Y mientras todos los pasajeros se esfuerzan en resolver el enigma, son alineados contra una valla quitamiedos de la que se les obliga a no separarse. Tampoco se puede romper el orden de la fila. Nos reprenden varias veces de malos modos. Hay empujones. Es medianoche y hace frío.
Después de un cacheo individual, cada uno a por su equipaje. Hay que vaciarlo sobre el asfalto para que ellos hojeen un folio con horarios de las movilizaciones antiglobalización como si en él se escondiera la prueba del más truculento crimen, o para que escruten en revistas repartidas en la manifestación con la avidez asombrada del que está aprendiendo a leer. A todo esto, las descalificaciones no han cesado. Somos "escoria". O pequeños e individuales "montones de mierda", como más tarde le dirán a uno de los viajeros al subir de nuevo al autobús.
Un servidor llevaba unas fotografías tomadas el día anterior con evidentes fines informativos. "Soy periodista", declaro sin ceremonias. "Encantado; yo, policía. De las fuerzas de ocupación", responde el agente que revisa mi mochila. Vaya por Dios, lo de la incoherencia es epidemia. "Las fotos quedan requisadas", anuncia el mando con una cara de pelea de barrio en noche de fiestas patronales. Rodeado de los suyos. Ebrio de autoridad. "¿Por alguna razón en especial?", pregunto. "No tengo por qué darle ninguna explicación". Vale.
Después de una hora larga de escena, sin que el director haya venido a contarnos de qué va la película, regresamos al autocar. Uno de los viajeros es empujado para que se dé prisa. "Venga, tú, a ver si vas a subir caliente", le dice el policía que le ha empujado. Y llega la apoteosis: En pleno recordatorio de que no podemos hablar por teléfono, ni arrancar aún el autobús, ni suspirar, ni quejarnos, un agente con el rostro cubierto por un pasamontañas -tal vez tenía algo que esconder- y que habla un dialecto que bien podría ser vallecano o carabanchelero regresa al vehículo con los carnés y, teatralmente, llama a la poseedora del primero de los documentos. Luego hace un tenso silencio mirándonos a todos a las caras -recuérdese que la suya permanecía tapada- y delega en un subordinado. Después se arrepiente y le llama por el nombre: "¡Dani, Dani! ¡Dales las 'papelas', venga! Y si a alguien le falta la suya, que la vayan a buscar a la Delegación del Gobierno de Barcelona ¡Y si no, que tomen por culo!".
Se dispersan y hacen señal al conductor de que vaya circulando. Se quedan con el inestimable tesoro de las fotos que iba a publicar Asturias Estrella Digital y con varias pancartas y banderolas del sindicato que había fletado el autobús, material que, por cierto, se llevaron sin aviso. Y no sé, uno se queda pensando si unos modos parecidos los vio en alguna película o los leyó en algún libro de cuando el Chile del general Augusto Pinochet o la Argentina de un tal Videla.
Bah, qué va, no es posible. Esto es Europa.