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3 de marzo de 2002
Rothko: manos ocultas o el látigo del cosaco
Higinio Polo
Publicado en El Viejo Topo, marzo 2002.
En el Beaubourg de París se exhibe un cuadro de Rothko titulado Nº 14
(Browns over Dark), realizado en 1963. Es una pintura acrílica negra,
que pintó en una etapa importante de su trayectoria que se denomina el
"proceso de extinción cromática". El cuadro es una sombra sobre
sombras, un instante perturbado, cuya inexorable desdicha parece anunciar el
desenlace, la destrucción de su artífice, anunciada por el restallido
de un látigo de cosaco medio siglo antes de que el lienzo fuese pintado.
Ese presagio de la muerte, y la inquietante deriva de los cuadros del pintor
ruso-americano, pudieron verse hace apenas un año en la Fundació
Miró de Barcelona, que organizó la mayor exposición de
Rothko vista nunca en España, con 83 obras de las distintas épocas
del pintor, y que fue visitada por ochenta mil personas. Porque Rothko, cuya
obra parecía casi olvidada tras su muerte, parece cobrar una nueva relevancia
artística, al menos si atendemos a las exposiciones que se le han dedicado
en los cuatro o cinco últimos años.
La muestra de Barcelona estaba compuesta por un conjunto de obras notables,
desde las figurativas, en las que aparecen las célebres escenas del metro
neoyorquino, pasando por los cuadros que pintó bajo la influencia del
surrealismo, y acabando con las que ilustran la abstracción definitiva
del color. Allí estaba Sala de espera, de 1935, un cuadro oscuro, con
la gente sentada esperando algo inconcreto; o Metro, del mismo año, una
tela que recrea los andenes del metro, con la gente escondida en las columnas,
y con una figura roja que apenas se adivina. Un tercer cuadro, Entrada al metro,
de 1938, enseña una escalera por la que bajan dos personas hacia los
ferrocarriles subterráneos, en el mundo lúgubre de la industria
y de la ciudad absorta que ya parece sospechar los tiempos de guerra que se
avecinaban.
Del período intermedio del pintor se encontraba en la exposición
el cuadro Ritos de Lilith, de 1945, como si recreara el fin de la guerra en
la memoria del trazo, con el holocausto de los judíos y con Lilith, la
diablesa que vive en el mar Rojo, amante del Dios bíblico. Esos cuadros
de los años cuarenta tienen enormes manchas de colores cálidos,
aunque había otros lienzos de colores oscuros, opresivos. Amarillo y
azul, es de 1955, y consta de dos partes, amarillo arriba y azul abajo, como
si Rothko pretendiera mostrar el apocalipsis nuclear que temían entonces
los ciudadanos del mundo. La línea que divide los colores de muchos de
los cuadros semeja el horizonte. El Número 8, de 1964, es un cuadro enorme,
completamente negro, aunque se advierten matices en la reiteración sofocante
de la noche. Rothko tenía predilección por el color negro, y un
cierto orden, desaforado y preciso, que anida en su pintura, aunque no tuviese
nada que ver con la clasificación ansiosa de otros pintores.
Los cuadros de la última década de su vida son opresivos, como
Tres negros encima de azul oscuro, de 1960, o como Sin título, de 1969:
es una pintura casi completamente negra, con bordes rojizos apenas insinuados,
que muestra la depresión más temible, la más desamparada.
Otro cuadro de igual rótulo, Sin título, del mismo año,
es una pintura compuesta por dos mitades: arriba negra, abajo gris, tallada
por el horizonte insoportable de la vida. Cerca de él hay una tela semejante,
aún más grande. Un tercer cuadro, también sin nombre, Sin
título, de 1969, es casi todo de color rojo. Como si dudase del destino.
A veces el nombre del cuadro ante el que se detiene el espectador es una escueta
descripción de colores: marrón, negro, rojo, sin título
definitorio. De hecho, casi ninguna de las telas tiene título, algo sorprendente,
pero tampoco la vida lo tiene. ¿Qué título pondría Rothko
a su propia vida?
Estaban también en la Fundació Miró los colores tristes,
agresivos, del famoso mural de Harvard -hechos a principios de los años
sesenta-: están en una sucesión de cinco enormes lienzos, que
tienen las dimensiones de la pintura de corte que decoraba los palacios de los
reyes de Francia. Esas pinturas eran una crónica perturbada, casi una
metáfora de la vida de Rothko: el fondo de los cuadros era rojo al principio,
aunque después los años tiñeron las pinturas de gris y
negro: apenas en uno de ellos se ve la tonalidad original. Como si la vida y
la historia le hubiesen jugado al pintor ruso-americano una mala pasada, como
si el rojo apasionado de los tiempos felices se hubiera convertido en el negro
siniestro de la depresión que lo llevaría a la muerte. Hay un
aliento de Malevich y un trastorno de Mondrian en las pinturas de Rothko, tras
la perceptible huella de Matisse, y el peso del aislamiento, combatido con un
torbellino de color que no por sutil es menos desamparado: no deja de ser significativo
que el pintor recelase de sí mismo y reparase en los motivos últimos
de la facilidad con que su obra se había ligado con el poder. Rothko
quiso pintar espacios, encadenar el color, y acabó siendo un exponente
de la pintura decorativa, como ornamento de una época que quiso convertir
al arte en centro de la vida y acabó siendo un juguete, un gesto artístico
que no creaba espacios sino que los adornaba. Rothko quería lograr con
su pintura la aparición de unos espacios propios, unos ambientes alejados
del tiempo que le rodeaba. Hacía grandes cuadros, destinados a reinar
sobre interiores a veces grandiosos, a veces anodinos, pero siempre propios
de una época confusa, conflictiva, feroz. De hecho, ante la visión
de sus grandes pinturas, el espectador no puede sustraerse a una inquietante
sensación de silencio, en esos campos de color tan celebrados. Los críticos
de arte glosan con entusiasmo la experiencia de la Rothko Chapel, que se encuentra
en Houston, llegando alguno de ellos a compararla con la emoción sentida
pocas veces en la vida en relación con el arte. Tal vez. Aunque también
esas pinturas se transforman: el poeta Juan Gelman, que ha visto las pinturas
de la capilla de Houston, dice que la luz de Texas ha arrebatado color a los
murales.
Tras esos cuadros estaba Rothko. Su hijo afirma ahora que era un romántico,
y especula crípticamente con la posibilidad de que el suicidio llegó
en un momento en que el pintor se dio cuenta de que estaba rodeado de gente
que lo utilizaba. Pero Rothko no era un romántico en la acepción
vulgar que se otorga al término, sino un hombre torturado, que conocía
a la perfección el peso de las debilidades humanas. Rothko hablaba de
experiencias religiosas ante sus pinturas y pretendía sentir la trascendencia
en el momento de la creación, y hasta perseguía que los espectadores
sufriesen la misma experiencia religiosa que él sentía. Deseaba,
incluso, suplicante y altanero, que los espectadores de sus cuadros llorasen
de emoción ante sus telas.
La contemplación de las telas de Rothko no deja indiferente, aunque el
conmovido sentimiento de su pintura esté también aprisionado entre
la red tejida por las manos ocultas, y sucias, mostradas por un documental televisivo
que se había emitido a finales de 1995 en el Channel 4 de Gran Bretaña.
Hidden hands, así se llamaba el reportaje. Manos ocultas. En él
se revelaba que la mayoría del arte abstracto de los años cincuenta
fue financiado por la CIA norteamericana. No dejaban de ser unas relevaciones
sorprendentes. ¿Eran los hombres de la agencia unos tipos apasionados por el
arte? ¿Estaban organizando matanzas en los distintos continentes mientras su
corazón ardía por la belleza, por la abstracción de las
ideas puras, por los disturbios homéricos del arte moderno? Es posible.
Después de todo, sabemos que los carniceros nazis amaban la música
de Mozart y la escuchaban tras pasar duras jornadas supervisando el funcionamiento
de los hornos crematorios en los campos de exterminio. Pero no había
duda: de la actividad de la CIA se beneficiaron pintores como Mark Rothko, Jackson
Pollock, Willen de Kooning o Franz Kline. Un sociólogo, Christopher Simpson,
declaraba en Hidden hands: "El programa cultural del gobierno norteamericano
consistía en afirmar que no tenían programa, y que las obras se
creaban de una forma independiente", y concluía: "Entre los intelectuales,
artistas y actores, el comunismo tenía un enorme atractivo. De manera
que el patrocinio de la CIA a los pintores de la vanguardia fue una decisión
tan arriesgada como astuta." La misma cuestión ha sido estudiada con
detenimiento por otra investigadora, Frances Stonor Saunders, que publicó
sus conclusiones en Londres, en 1999, en su libro Who Paid the Piper? The CIA
and the Cultural Cold War, traducido entre nosotros: La CIA y la guerra fría
cultural. Las noticias de esa operación secreta del espionaje norteamericano
ya habían aparecido en los años setenta, aunque entonces no tuvieran
la difusión que merecían: algunas revistas de arte, como Artforum
-publicación neoyorquina tan sospechosa de izquierdismo que publicaba
frecuentes anuncios del Whitney Museum o números con John F. Kennedy
en su portada, como la de febrero de 1986-, publicaron ya en los años
setenta artículos denunciando al expresionismo abstracto como un arma
de la guerra fría, mucho antes de las revelaciones y evidencias con las
que contamos hoy. Rothko estaba cerca de los centros del poder: el propio Kennedy
lo llamó a la Casa Blanca.
* * *
Mark Rothko se llamaba en realidad Marcus Rothkowitz, y había nacido
en Dvinsk, en 1903, en la Rusia zarista. En su niñez, estudió
en una escuela talmúdica y algunos de sus biógrafos han hablado
del látigo del cosaco que le dejó una cicatriz en la cara, durante
uno de los pogroms que con tanta frecuencia se producían bajo la autocracia
de los zares. Con diez años marchó con su familia a América,
y estudió en la universidad de Yale, y después en la Art Students
League de Nueva York, en 1925. Sus biografías sitúan su primera
exposición en 1933, en el Portland Art Museum, en la época en
que se identificaba con el realismo social. Más tarde, durante los años
de la guerra civil española, que conmovía las calles y los ambientes
culturales de Manhattan, Rothko expone cuadros para ayudar a los niños
españoles. En esos años, al decir de sus biógrafos, lee
a Esquilo y a Nietzsche, y durante la segunda guerra mundial, Rothko recibe
la influencia artística de Picasso, Max Ernst, Miró, André
Masson. A partir de 1940 colabora, junto con Adolph Gottlieb, con la Federación
de Pintores y Escultores Modernos, una organización que perseguía
y denunciaba la influencia comunista en los ambientes artísticos. América
estaba cambiando y empezaba a organizar los nidos de víboras, la carcoma
de la libertad. Desde entonces, Rothko y Gottlieb serían algunos de los
más decididos soldados en la persecución de cualquier influencia
de artistas ligados al Partido Comunista norteamericano, aunque en el caso de
Gottlieb eso no le libraría de aparecer como sospechoso ante la furia
de la caza de brujas mccarthysta. Al mismo tiempo, junto con Robert Motherwell,
David Hare y William Baziotes, Rothko crea en 1948 una escuela en Nueva York,
The Subjects of the Artist. Después, Peggy Guggenheim se convertirá
en su representante. Son años en que visita Pompeya y otros lugares de
Italia, y empieza a saborear momentos de gloria.
Más tarde, recibe influencias del surrealismo y se adentra en el territorio
de la abstracción: a partir de los inicios de la década de los
cincuenta su pintura se centra en los rectángulos de color, alejado de
los disparos aturdidos de algunos de sus colegas, como Pollock. De esos años
destacan obras como la Número 10, de 1950, que se encuentra en el MoMA
neoyorquino, o Cuatro sombras en rojo, de 1958, hoy en el Museo Whitney de Nueva
York. A finales de la década de los cincuenta, su obra se vuelve sombría,
oscura, frente a la luz que irradiaban sus cuadros en los años anteriores.
Un momento importante de su trayectoria fue la exposición colectiva,
en 1960, en el Musée des Arts Décoratifs del Louvre, en París,
junto a Pollock y otros: muchos cuadros llegaron desde Viena, donde habían
contribuido a una campaña de la CIA para restar importancia informativa
al Festival de la Juventud que había organizado el movimiento comunista.
Entonces, Rothko estaba viviendo ya sus últimos años. Su muerte
encendió disputas en los tribunales norteamericanos, que sus hijos consiguieron
cerrar arrancando la herencia de su padre a los administradores del legado -acusados
de malvender los cuadros de Rothko a la galería Marlborough de Nueva
York-, que hubieron de pagar multas millonarias en dólares impuestas
por los jueces.
Jackson Pollock, Mark Rothko, Adolph Gottlieb, Barnett Newman, Clyfford Still,
Philip Guston, Robert Motherwell, Franz Kline, son los representantes más
célebres del expresionismo abstracto. No todos eran norteamericanos:
además del ruso -letón- Rothko, Willem de Kooning era holandés,
y había llegado a América como polizonte en un barco, en los años
veinte, los del jazz. Gottlieb y Rothko, en una famosa carta enviada al New
York Times, fijaron los deseos del expresionismo abstracto, que había
hecho su aparición a finales de la década de los cuarenta, y Jackson
Pollock se convertiría rápidamente en su exponente más
conocido. Eran de procedencias diversas. Pollock había colaborado con
Siqueiros, el muralista mexicano, conocido militante comunista, antes de la
segunda guerra mundial, aunque sus posiciones políticas no fueron entonces
objeto de preocupación: durante la persecución mccarthysta otros
pintores (Willian Baziotes, Adolph Gottlieb, Stuard Davis, Arthur Dove, John
Marin, Philip Guston, algunos de los cuales habían sido comunistas) fueron
incluidos en las siniestras listas del Comité de Actividades Antiamericanas,
pero ese no fue el caso de Pollock, que, además, pronto se convertiría
en una gloria americana: el nuevo estandarte de la pintura estadounidense inventaba
la action painting dejando chorrear la pintura, directamente desde las latas,
sobre enormes lienzos apoyados en el suelo.
Son años en los que la literatura norteamericana observa la vejez de
su generación perdida y en los que los nuevos textos beat de Jack Kerouac
o Allen Ginsberg se enfrentan con la visión de los de Frank O'Hara -poeta
y colaborador del MoMA y autor de libros sobre Pollock y Motherwell- o John
Ashbery -poeta y crítico que pontificaba sobre arte en la revista Art
News-, ambos de la Escuela de Nueva York. Los primeros perseguían la
comprensión intelectual del mundo, los segundos se conformaban con el
relato, la crónica de su tiempo, la reiteración litúrgica
de la voluntad muerta. En la pintura, el expresionismo abstracto se separaba
de la realidad, o del realismo, creaba grandes formatos, introducía a
Estados Unidos en el territorio de la abstracción, y hasta despreciaba
siglos de pintura europea, tirando por la borda la experiencia técnica
acumulada desde el Renacimiento, inventando otras técnicas que pretendidamente
tenían sus cimientos en una mayor libertad, como el dripping o goteo
de Pollock, o como el action painting. Los artistas parecían buscar la
irracionalidad, frente a la racionalidad mostrada por el arte soviético
o por la propia vanguardia europea anterior a la segunda guerra mundial. Mientras
su amigo Gottlieb había trabajado en laberintos, en los años cincuenta,
y llegaba a los famosos estallidos a finales de esa década, la pintura
de Rothko está ligada esos años a las superficies de color, y
Jackson Pollock trabaja esparciendo la pintura por el lienzo con sus manos,
a veces sin pincel. Pero no deja de ser revelador que otras manos, ocultas,
estuvieran detrás impulsando una determinada visión del arte.
Los grandes museos norteamericanos se interesan por el nuevo movimiento desde
sus inicios, y las relaciones de Rothko con ellos -museos hoy aparentemente
fuera de toda sospecha de corrupción con la política, dedicados
desde siempre a la promoción y conservación del arte, al cuidado
de las sublimes creaciones del genio humano- no eran casuales. Tanto el MoMA,
como el Whitney Troust, o la Whitney Foundation o el propio Whitney Museum of
American Art, colaboraron con la CIA en los largos años de la guerra
fría: son hechos probados, incluso admitidos hoy -aunque a regañadientes-
por sus portavoces. John Hay Whitney, al igual que su primo Cornelius Vanderbilt
Whitney, herederos de una inmensa fortuna, estaban vinculados a la CIA. Cornelius
había sido productor de cine (participó en la producción
de Lo que el viento se llevó y de Centauros del desierto, del viejo anticomunista
y también colaborador de la CIA, John Ford), y John Hay Whitney -además
de propietario de numerosas empresas- era poseedor de una enorme fortuna y dueño
del museo que lleva su nombre, y también uno de los miembros de la dirección
del MoMA, además de amigo de Nelson Rockefeller, el millonario consejero
de la Casa Blanca.
El MoMA jugó un papel primordial en la promoción de la nueva corriente
artística: era el museo del que Nelson Rockefeller fue director durante
las décadas de los cuarenta y cincuenta y al que veía como una
parte de su propia familia hasta el punto de que lo llamaba "el museo de mamá",
una de las fundadoras. Nelson Rockefeller tenía una larga relación
con los artistas y era de la opinión de su madre de que había
que ganarse a los artistas de izquierda: ya en los años treinta había
encargado un mural para el Rockefeller Center de Nueva York a Diego Rivera,
conocido pintor comunista, aunque la relación entre ambos terminaría
mal: Rivera pintó en su mural la efigie de Lenin y ese gesto era algo
que los Rockefeller no podían admitir: el mural fue destruido por completo.
Las escenas fueron reconstruidas recientemente en la memorable película
de Tim Robbins, Cradle Will Rock, estrenada entre nosotros con el título
de Abajo el telón. Pero pese a algunos fracasos semejantes, los Rockefeller
o los Whitney sabían que la vanguardia artística debía
estar ligada a los poderes económicos de la sociedad capitalista, y actuaron
en consecuencia. Después de todo, para los artistas, ¿podía haber
algo más convincente que el dinero? Y en las guaridas donde se organizaba
la guerra sucia sabían que para relacionarse con los artistas, para estimular
su trabajo, para hacer valer al nuevo movimiento, nada mejor que los museos
con los que la CIA tenía vínculos excelentes, como el MoMA.
Otros personajes, como René d'Harnoncourt, o como Willian Paley, dueño
de la CBS, o Henry Luce, dueño del conglomerado periodístico en
el que figuraban medios como Time o Life, fueron también consejeros del
MoMA, colaboradores de la CIA y discretos mecenas del nuevo expresionismo abstracto
que podía oponerse con credibilidad al realismo socialista que imperaba
en la Unión Soviética. De hecho, un conglomerado en el que coincidían
fundaciones de los grandes empresarios norteamericanos, miembros del aparato
cultural de la CIA, museos públicos y privados y el propio Departamento
de Estado, participaba en la promoción del expresionismo abstracto como
el arte americano, un arma excelente con la que oponerse tanto al arte comunista
como al predominio europeo en la vanguardia artística. Nada era casual.
Los directivos del MoMA, por ejemplo, conocían perfectamente por sus
relaciones con la CIA las operaciones de propaganda y de manipulación
política a las que se prestaban: hablaban del arte sublime, de las creaciones
del espíritu, pero sabían que tras aquella fachada había
-como escribió una revista citada por Stonor Saunders- una tramoya de
dollars, doodles and death. Dólares, garabatos y muerte. No deja de ser
revelador que un movimiento que se declaraba alejado de la política tuviese
una trastienda semejante. Así, las exposiciones y muestras organizadas
por el MoMA, con la colaboración de organismos europeos que estaban en
el secreto de los dioses, pasearon a los pintores del expresionismo abstracto
por diversas ciudades del viejo continente, y el Congreso por la Libertad Cultural
-una compleja organización creada por la CIA para combatir al comunismo
en los medios intelectuales de todo el mundo- disponía de un Comité
de Artes en el que tomaban asiento los responsables de entidades como el Musée
National d'Art Moderne de París, el Museo Guggenheim, la Galleria Nazionale
d'Arte Moderna de Roma, o el Kaiser Friedrich Museum de Berlín, entre
otros. No era algo de importancia menor: además de financiar exposiciones,
publicaciones, conferencias y actividades de todo tipo, no olvidaban influir
en el gusto de las nuevas generaciones suministrando a los jóvenes polacos
-por ejemplo-, libros sobre el nuevo arte moderno que llegaba desde los Estados
Unidos.
Alexander Calder, Robert Motherwell, Pollock y Baziotes formaron también
parte del Comité Americano por la Libertad Cultural, y otros artistas
aceptaron el dinero sucio y la prostitución artística que suponían
las manos ocultas de la CIA: el único expresionista abstracto que no
renunció a su ideología izquierdista fue Ad Reinhardt. Stonor
Saunders recoge en sus páginas que Reinhardt llamaba a Rothko "fauvista
de agua dulce de la revista Vogue" y consideraba que Pollock era "el culo de
Harpers Bazaar": les acusaba de haberse vendido a la ambición y al dinero.
La acusación de Reinhardt no era gratuita, porque las decisiones que
adoptaron Rothko, o Pollock y otros artistas del expresionismo abstracto, no
respondían a una simple cuestión de libertad de elección
ideológica: nadie les hubiera reprochado ser liberales, incluso fieramente
conservadores, pero sí que hubieran sucumbido como artistas al imperio
del dinero y de la ambición, que se convirtieran en hombres cuyas convicciones
políticas y cuya ética personal estaban reveladoramente ligadas
a la venta de su libertad artística, a la prostitución de su propia
libertad personal, a su unión a los gritos dannunzianos de la furia anticomunista
que ensangrentaba el mundo en esos mismos años.
De modo que Rothko creaba instantes perturbados, fogonazos ardientes, cataclismos
transgresores, que tenían detrás la religión última
de las manos ocultas que ordenaban todas las verdades. No dejaba de ser, al
mismo tiempo, una ironía del destino que la abstracción en el
arte -que había nacido en Rusia con el rayonismo, el suprematismo y el
constructivismo, en tiempos inflexibles en los que Lariónov y la Goncharova,
Malévich y Tatlin construían una nueva mirada sobre el arte y
sobre el mundo, en un momento en que Maiakovski había llegado a escribir
el Manifiesto del suprematismo- fuera utilizada como moneda de cambio, a través
del expresionismo abstracto, para atacar al país de los soviets. Pero
esa es otra historia. Rothko, en los últimos años de su vida,
estaba encadenado al alcohol; como si estuviera haciendo de su propia existencia
un resentido triunfo de la poética de lo trágico, él, que
hacía aquellos enormes cuadros para "sentirse humano", recogiendo los
despojos de su propia amargura, las vísceras de los cadáveres
exquisitos que creaban la pestilencia del siglo XX. Es curioso, pero muchos
de aquellos héroes anónimos de la guerra fría terminaron
mal: Pollock, casi siempre borracho, se mató en un accidente automovilístico;
Arshile Gorky decidió ahorcarse; Franz Kline se mató con el alcohol;
y Rothko se cortó las venas en su estudio de Nueva York. Para entender
muchas de las claves de la vida de Rothko y de su pintura algunos tratadistas
recuerdan ahora el látigo del cosaco que le marcó el rostro, o
incluso creen contemplar ataúdes en las superficies rectangulares de
sus cuadros, los recuerdos del pogrom, y hasta puede pensarse en sus obsesiones
hebreas, en la Lilith que peca con Dios y cuya consecuencia es la sangre sobre
el mundo, como nos recuerda Primo Levi, pero tampoco hay duda de que tras los
campos de color se encuentran los días difíciles, la ambición
pedregosa, el oro complacido y las manos ocultas del poder.
Higinio Polo.
Bibliografía:
Anfam, David, Mark Rothko: The Works on Canvas, Yale Up, New Haven, 1998
Ashton, Dore. About Rothko, Da Capo, Cambrigde, 1996.
Breslin, James E.B., Mark Rothko, A Biography, Chicago, Chicago, 1993.
Stonor Saunders, Frances, La CIA y la guerra fría cultural, Debate, Madrid,
2001.
Varios autores, Rothko, Catalogue de l'exposition, Paris 8 janvier-18 avril
1999,
Paris Musées, París, 1999.
Varios autores, Mark Rothko, Catàleg de l'exposició Fundació
Miró, desembre-gener
2001, Fundació Miró, Barcelona, 2000.
Waldman, Diane, Mark Rothko, 1903-1970, Thames, Londres, 2001.