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24 de marzo del 2002
La explanada del absurdo
José Saramago
El País
Otro hombre levantó la mano, otra pregunta se presentaba, El Señor
habló a Moisés y le dijo, El extranjero que reside con vosotros
será tratado como uno de vuestros compatriotas y lo amarás como
a ti mismo, porque también vosotros fuisteis extranjeros en tierras de
Egipto, eso dijo el Señor a Moisés. No acabó, porque el
escriba, animado por su primera victoria, lo interrumpió con ironía,
Supongo que no es tu idea preguntarme por qué no tratamos nosotros a
los romanos como compatriotas, dado que son extranjeros, Te lo preguntaría
si los romanos nos tratasen a nosotros como compatriotas suyos, sin preocuparnos,
ni nosotros ni ellos, de otras leyes y otros dioses, También tú
vienes aquí a provocar la ira del Señor con interpretaciones diabólicas
de su palabra, interrumpió el escriba, No, sólo quiero que me
digas si de verdad piensas que cumplimos la palabra santa cuando los extranjeros
lo sean, no con relación a la tierra donde vivimos, sino a la religión
que profesamos, A quién te refieres en particular. A algunos hoy, a muchos
en el pasado, quizá a muchos más mañana. Sé claro,
por favor, que no puedo perder el tiempo con enigmas ni parábolas, Cuando
vinimos de Egipto, vivían en la tierra que llamamos Israel otras naciones
a las que tuvimos que combatir. En aquellos días los extranjeros éramos
nosotros, y el Señor nos dio orden de que matásemos y aniquilásemos
a quienes se oponían a su voluntad, La tierra nos fue prometida, pero
tenía que ser conquistada, no la compramos, ni nos fue ofrecida, Y hoy
está bajo un dominio extranjero que estamos soportando, la tierra que
habíamos hecho nuestra dejó de serlo, La idea de Israel mora eternamente
en el espíritu del Señor, por eso dondequiera que esté
su pueblo, reunido o disperso, ahí estará la Israel terrenal,
De ahí se deduce, supongo, que en todas partes donde estemos nosotros,
los judíos, siempre los otros hombres serán extranjeros, A los
ojos del Señor, sin duda, Pero el extranjero que viva con nosotros será,
según la palabra del Señor, nuestro compatriota y debemos amarlo
como a nosotros mismos porque fuimos extranjeros en Egipto, El Señor
lo dijo, Concluyo, entonces, que el extranjero a quien debemos amar es aquel
que, viviendo entre nosotros, no sea tan poderoso que nos oprima, como ocurre,
en los tiempos de hoy, con los romanos, Concluyes bien, Pues ahora vas a decirme,
según lo que tus luces te aconsejen, si llegáramos un día
nosotros a ser poderosos, permitirá el Señor que oprimamos a los
extranjeros a quienes el mismo Señor mandó amar, Israel no podrá
querer sino lo que el Señor quiere, y el Señor, por el hecho de
haber elegido a este pueblo, querrá todo cuanto sea bueno para Israel,
Aunque sea no amar a quien se debería amar, Sí, si esa fuera finalmente
su voluntad, De Israel o del Señor, De ambos, porque son uno, No violarás
el derecho del extranjero, palabra del Señor, Cuando el extranjero lo
tenga y se lo reconozcamos, dijo el escriba.
Exigen las convenciones que rigen la falsa modestia literaria que el escritor
realice un acto de contrición y se disculpe ante el lector cada vez que,
bien para apoyar su argumentación o por reconocerse incapaz de enunciar
con mayor precisión algo que ya expresó con anterioridad, decide
caer en la tentación de citarse a sí mismo. Igualmente, ha de
pedir disculpa si dicha cita fuese demasiado larga, aunque, en tal caso, resulte
indiferente que el pasaje transcrito sea de su propia autoría o provenga
de la pluma de un colega. Por tanto, en acatamiento a tales convenciones empiezo
por pedir doblemente perdón al lector: primero, por haberme copiado y,
en segundo lugar, por hacerlo extensamente. La larga introducción anteriormente
incluida (y que excede de una página...) forma parte de un capítulo
de mi novela El Evangelio según Jesucristo, obra que pretendía
describir, como su título prometía, otra 'vida' de Jesús,
de las más de 600 que en los últimos 200 años fueron publicadas...
¿Qué se narra en ese capítulo? Que tras descubrir que había
sido el único en escapar a la matanza de los niños de Belén,
el primogénito de José y María, a la edad de 13 años,
abandona la casa paterna y se dirige al Templo con el objetivo de preguntar
a los ancianos sobre el sentido de la responsabilidad y el alcance de la culpa,
en particular si es inevitable que el hijo esté condenado a heredar por
siempre jamás la culpa de los padres, culpa que, en el caso que nos interesa,
consistía en un delito de omisión cometido por José, por
cuanto que, pese a haber sido advertido a tiempo por el ángel de que
los soldados irían a Belén para matar, no le pasó por la
cabeza avisar a los vecinos del peligro que amenazaba a sus hijos, toda vez
que el malvado Herodes, al no poder, obviamente, identificar al niño
que, según los Reyes Magos, estaba destinado a ser el rey de Israel,
forzosamente ordenaría que eliminasen a todos los niños, único
modo de asegurarse de que en el futuro nadie le disputaría el trono.
(A propósito, obsérvese, si profundizamos un poco en tal delicado
asunto, que a la luz del mero sentido común, era totalmente imposible
que Jesús pudiese ser asesinado en Belén. Un minuto de reflexión
hubiese bastado para comprender que Dios nunca enviaría a su único
hijo a salvar a la impenitente humanidad para verlo morir asesinado a los pocos
días o semanas en una oscura aldea palestina, cuando el niño aún
no había podido articular la primera sílaba de su mensaje redentor...).
Después de que el hombre que había realizado la pregunta, vencido
aunque no convencido, se hubiera retirado del debate, Jesús terminó
por interrogar al escriba pero, dado que la respuesta que le fue dada no es
indispensable para la materia ni para las intenciones de esta reflexión,
prefiero dejarla en suspenso, si bien precisamente las culpas y responsabilidades
que se derivan de nuestra existencia, tanto las directas como las indirectas,
tanto las asumidas como las ocultas, son, como sabemos, una presencia constante
en todos nuestros actos y palabras.
Hablemos de imágenes inolvidables. Guardo en la memoria, por ejemplo,
el primer sapo que vi, el pelaje suave del ala de un murciélago, una
cobra que muda su piel, las ramas de una haya movidas por el viento a la luz
de la luna, un valle verde cerca de Vinhais, en el norte de mi país,
el rostro de una gitana, una puesta de sol en Lanzarote, la puerta que Miguel
Ángel realizó para la Biblioteca de Lorenzo de Médicis,
un Descenso de la Cruz de Antonio de Crestalcone, el tímpano de Moissac,
un retrato de Rembrandt, la nieve en la cordillera andina, las montañas
de Machu Picchu... Como cualquier otra persona, guardo en la memoria otras muchas
imágenes bellas o conmovedoras, pero también algunas horribles,
algunas repugnantes, algunas insoportables. Tomo aquí dos de ellas y
dejo al criterio del lector decidir en cuál de esos grupos, o si en todos
ellos, las quiere incluir. La primera imagen muestra a un soldado martilleando
la mano derecha de un hombre que otros dos soldados inmovilizan. El soldado
es israelí, el hombre a quien le está partiendo los huesos es
un palestino que había sido descubierto lanzando piedras. La segunda
imagen muestra una cabe za vista desde detrás y dos manos que empuñan
y alzan en el aire, una de ellas el Corán y la otra un fusil automático.
Estas manos y esta cabeza son de un palestino. No tengo ninguna imagen de manos
hebreas levantando un rollo de la Torá, pero los fusiles lo remplazan,
ya que las armas del ejército israelí son disparadas en nombre
de la Torá, como también en su nombre se aplastaron huesos de
palestinos durante la primera Intifada. Y huelga decir que el fusil palestino
disparó, dispara y disparará en nombre del Corán.
No importa que el Señor recomendara a Moisés: 'El extranjero que
reside con vosotros será tratado como uno de vuestros compatriotas y
lo amarás como a ti mismo, porque también vosotros fuisteis extranjeros
en tierras de Egipto'; no importa que el hombre preguntase: 'Sólo quiero
que me digas si de verdad piensas que cumplimos la palabra santa cuando los
extranjeros lo sean, no con relación a la tierra donde vivimos, sino
a la religión que profesamos'; no importa que él le recordara
la palabra imperativa de su Señor: 'No violarás el derecho del
extranjero', siempre hubo y habrá un político, un militar o un
escriba dispuesto a darle la implacable respuesta: 'Cuando el extranjero lo
tenga y se lo reconozcamos'. Para los sucesivos gobiernos de Israel, para la
mayoría de la población israelí, probablemente para la
mayor parte de los judíos del mundo y también para los muchos
países de la comunidad internacional que, en la práctica, por
razones evidentes u oscuras, están comprometidos con la política
xenófoba de Israel, todo ocurre como si los palestinos no tuvieran ni
el simple derecho a existir personal o colectivamente. La condición extrema
de extranjero en su propia tierra a la que desde hace muchos años se
encuentra reducido el pueblo palestino no bastó para que le fuera reconocido
ese derecho que Jehová especificó expresamente a Moisés:
'Lo amarás como a ti mismo'. El hombre tenía alguna razón
cuando dijo: 'Concluyo, entonces, que el extranjero a quien debemos amar es
aquel que, viviendo entre nosotros, no sea tan poderoso que nos oprima'. Creo
que es de esto de lo que se trata realmente. Palestinos e israelíes han
nacido, vivido y perecido sobre un pedazo de tierra que es, para todos ellos,
no sólo la realidad de un presente y la posibilidad de un futuro, sino
también algo que denominaré el espacio inalienable de un pasado:
la metralla con la que se están exterminando levanta del mismo suelo
el polvo que pisaron los antepasados de los unos y de los otros (incluyendo
a aquellos que desde Abraham tuvieron en común...), pero eso, hasta la
fecha, no liberó a ninguno de ellos de la voluntad irreprimible de oprimir
y del terror igualmente irreprimible a ser oprimido. Los lazos que históricamente
los mantenían y mantienen atados al prejuicio, a la venganza y al odio,
fueron y siguen siendo mortalmente moldeados y templados por las respectivas
religiones en su más fanática expresión. La intransigencia
religiosa no es seguramente la menor de las causas del interminable conflicto
que opone, generación tras generación, a israelíes y palestinos.
Ciudad a la que, desde hace miles de años, se le da el apelativo de Santa
o Sagrada y que un día, inevitablemente, cuando del paso del hombre por
el planeta sólo queden escombros y desolación, será equiparada
al más anónimo de los muros derrumbados, Jerusalén nunca
fue, paradójicamente, un lugar de paz. O, a fin de cuentas, tal vez no
sea tan paradójico. Ha llegado la hora de reconocer que las religiones,
todas y cada una de ellas, jamás servirán para reconciliar a los
mismos seres humanos que las inventaron, sino que, por el contrario, fueron
y continúan siendo fuente de intolerancia, raíces de coacción,
máquinas de sufrimiento y tortura, motores permanentemente engrasados
de genocidios. Fue Tertuliano quien dijo: 'Creo porque es absurdo'. En vista
de los actuales acontecimientos en Palestina y de otros a este tenor en el resto
del mundo, no pienso que sea abusar del sentido de la particularísima
relación entre causa y efecto establecida por aquella afirmación
dejar a la consideración del lector la idea de que en materia de creencia
en el absurdo todavía no hemos salido del tercer siglo de la era cristiana...
La explanada que el adolescente Jesús atravesó para acceder a
las escaleras del Templo no es la mencionada en el título de este artículo.
La explanada del absurdo (ese absurdo que parece ser, según Tertuliano,
condición de la creencia) es la Explanada de las Mezquitas, uno de los
lugares santos del islam en Jerusalén, en la cual se encuentran también
los restos del antiguo templo de David, sobre el cual los sectores ortodoxos
hebreos pretenden construir un nuevo santuario y establecer un Estado teocrático
judío. La deliberada provocación de Ariel Sharon al visitar la
Explanada de las Mezquitas, con el propósito de reivindicar el lugar
en nombre del judaísmo, acrecentó en la obstinada lucha del pueblo
palestino por su independencia un elemento de exacerbación religiosa
que más tarde se convirtió en insurrección generalizada.
Es la nueva Intifada, más de 2.000 muertos y un número incalculable
de heridos hasta ahora. Unas paredes levantadas a las que dieron el nombre de
mezquita de Omar, unas piedras viejas a las que llamaron templo de David, es
todo lo que bastó para que en nombre de Dios (pero, ¿qué Dios?
¿Habrá un Dios para los judíos y otro Dios para los palestinos?
Dios, de existir, ¿no será forzosamente único? ¿Continuará
Dios siendo Dios si se extingue la especie humana? Y si continúa, ¿para
qué continúa? ¿Para quién?), repito, ¿bastarán esas
paredes y esas piedras, surgidas, como todo, del principio del mundo, para que
a ojos de Dios todos los crímenes se vuelvan legítimos, y no sólo
legítimos sino justos, y no sólo justos sino imperativos? Si la
razón y la fe sirven para esto, ¿no sería mejor que todos enloqueciéramos?
Digan lo que digan los teólogos, matar en nombre de Dios siempre será
hacer de Dios un asesino. Digan lo que digan los teólogos, ningún
Dios que se respetase consentiría que un ser humano perdiese la vida
por él. Digan lo que digan los políticos, los militares, los doctores
de los templos. Y los escribas.
* José Saramago es escritor portugués, Premio Nobel de Literatura
1998.