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31 de enero del 2002
¿Qué hay detrás del escudo norteamericano?
Carlos Taibo
Centro de Colaboraciones Solidarias
La crisis internacional ha acarreado un freno, que cabe augurar provisional,
del proceso de globalización neoliberal. La economía norteamericana,
en situación de relativa incertidumbre, ha experimentado un cierre
sobre sí misma. Sus niveles de importaciones y exportaciones se han
reducido, circunstancia a la que se han sumado los efectos de una recesión
que había mostrado sus primeras señales antes del 11 de septiembre.
Pero si todo lo anterior parece exhibir una condición presuntamente
provisional, no puede decirse otro tanto de lo que se adivina en la trastienda:
el auge visible de fórmulas que remiten a lo que muchos estudiosos
llaman un keynesianismo de derechas. Las atribuciones económicas de
los Estados están asumiendo un notorio engrosamiento que nada tiene
que ver -conviene recalcarlo- con las funciones redistributivas y sociales
de aquéllos, y sí con el apuntalamiento de maquinarias represivo-militares.
El proceso que nos ocupa nos retrotrae, por cierto, a la era de Reagan en
Estados Unidos, una etapa en la que, no sin paradoja, la vulgata neoliberal
se vio acompañada de un formidable crecimiento del gasto militar a
la postre traducido, luego de dos mandatos presidenciales, en un irrefrenable
déficit público.
La mención de la era de Reagan no es caprichosa. Si uno de los elementos
centrales del fortalecimiento militar en Estados Unidos lo aporta ahora el
manido escudo antimisiles que el presidente Bush quiere pertrechar, ese proyecto
no es sino un sucesor directo de otro que cobró cuerpo veinte años
atrás y acabó por convertirse en la principal apuesta militar
de Reagan: la Iniciativa de Defensa Estratégica (o, en la jerga periodística,
la 'guerra de las galaxias').
La decisión de Bush hijo en el sentido de construir un ambicioso escudo
antimisiles reclama de forma inevitable una previa denuncia del viejo tratado
ABM. Este último, suscrito en 1972 por Estados Unidos y la Unión
Soviética, establecía significativas limitaciones en la posibilidad
de desplegar sistemas defensivos frente a los misiles balísticos de
la parte rival. Su filosofía era al respecto fácil de entender:
si alguna de las partes enfrentadas se dotaba de un sistema de defensa que
anulase la capacidad de destrucción de los arsenales enemigos, todo
el frágil esquema de la disuasión nuclear se vendría
abajo.
La gran pregunta que corresponde hacer en un momento como éste afecta,
claro, a las razones que han inducido al actual presidente estadounidense
a abandonar el tratado ABM y a acelerar los trabajos relativos al escudo antimisiles.
Al respecto lo primero que debe subrayarse es que no merecen mayor crédito
las aseveraciones que vinculan aquél con la hoy omnipresente, y acaso
magnificada, amenaza terrorista. Bastará con recordar que atentados
como los del 11 de septiembre en modo alguno se hubiesen visto esquivados
merced al escudo que se quiere perfilar. Esto aparte, nadie sostiene que las
redes de lo que ha dado en calificarse de terrorismo internacional dispongan
hoy, o lo vayan a hacer pasado mañana, de misiles balísticos.
Tampoco se antoja recomendable dar mayor crédito a la versión
oficial norteamericana: el escudo antimisiles respondería al propósito
de ofrecer una réplica adecuada a los programas de misiles balísticos
que estarían cobrando cuerpo en algunos 'estados canalla', entre los
que se contarían, en lugar singular, Corea del Norte, Irak e Irán.
El problema estriba, de nuevo, en que los programas en cuestión no
existen o, en su caso, se hallan en un estadio tan primitivo que a duras penas
pueden justificar una inversión tan ingente como la que exige el escudo
antimisiles. En la opinión de la mayoría de los expertos, éste,
por añadidura, parece condenado a mostrar numerosas hendiduras de las
que estaríamos empezando a tener noticia de la mano de los frecuentes
fallos registrados en las pruebas practicadas por EE.UU. en los últimos
meses.
Así los hechos, mucho más sencillo resulta vincular los proyectos
estadounidenses con el designio de mermar la capacidad disuasoria de los arsenales
ruso y chino. La mayoría de los trabajos solventes coincide en señalar
que el sistema de radares de alerta temprana que el programa norteamericano
incorpora no aspira a otra cosa que a controlar eventuales lanzamientos de
misiles balísticos rusos. Claro es que cualquier consideración
en lo que se refiere a la amenaza que para Moscú puede suponer el escudo
antimisiles queda pendiente del derrotero que sigan las relaciones bilaterales
ruso-norteamericanas, en plena luna de miel en estos meses, como lo atestigua,
entre otros muchos hechos, el postrer beneplácito con que Moscú
está obsequiando a la retirada estadounidense del tratado ABM. Otra
cosa será lo que ocurra con China, un país que blande un arsenal
atómico mucho menos copioso que el ruso, algo que por fuerza convierte
a Pekín en un agente mucho más vulnerable a los efectos del
escudo estadounidense.
Hay quien se sentirá tentado de agregar, eso sí, que en realidad
el programa norteamericano obedece a una lógica propia, de tal suerte
que no es menester procurar para él, con singular ahínco, objetivos
militares explícitos. Conforme a esta visión de los hechos,
que no parece desprovista de argumentos, lo que se aprecia por detrás
del escudo antimisiles no es sino la presión, irresistible, ejercida
por la industria de armamentos norteamericana. No se olvide que los sistemas
de defensa frente a misiles balísticos se hallan en el núcleo
de la innovación tecnológica en el terreno militar, de tal suerte
que el gigantesco programa estadounidense se propondría, sin más,
ratificar de manera irrevocable una ya de por sí rotunda supremacía.
El keynesianismo de derechas que hemos invocado al principio de estas líneas
encontraría, por lo demás, un adicional impulso retroalimentador
al calor de una inquietante perspectiva: la incipiente reanudación
de una carrera de armamentos, la de antaño, prematuramente enterrada.
Carlos Taibo, Profesor de Ciencia Política de la Universidad Autónoma
de Madrid