Counterpunch Traducido para Rebelión por Germán Leyens
Entre las elegías para los muertos y las ceremonias de recuerdo, se inmiscuyen sediciosas preguntas: ¿Hay realmente una guerra contra el terror; y si por cierto hay una, cuáles son sus objetivos?
Los talibán perdieron el poder. Papaver somniferum, la amapola del opio, florece de nuevo en los campos afganos. El presupuesto militar ha subido. La bravuconería bélica contra Irak fustiga desde todos los titulares. En el frente interno, la guerra contra la Declaración de Derechos va a todo lo que da, aunque se hace cada vez menos popular mientras resuena la indignación de los jueces contra los inconstitucionales dictados del Ministro de Justicia John Aschcroft, una persona que goza de baja estima en el público.
Hablando de este último, podemos tornarnos a Merle Haggard, el bardo del EE.UU. obrero, el hombre que saludó la bandera estadounidense hace más de una generación en canciones como "Fighting Side of Me" y "Okie from Muskogee". Haggard se dirigió a una multitud en un concierto en Kansas City hace unos pocos días como sigue: "Pienso que debiéramos aplaudir a John Ashcroft... (pausa)... ¡aplaudirle la cara!" Y continuó, "tal como van las cosas, probablemente me van a meter preso mañana por decirlo, así que espero que ustedes me sacarán."
Pasarán generaciones antes que se repare el daño constitucional infligido después de los ataques. Las leyes de emergencia permanecen por ahí durante décadas, como serpientes cascabel en el pasto. Como me dice Joanne Mariner de Human Rights Watch, uno de los principales precedentes legales que el gobierno está utilizando para justificar la detención de "enemigos combatientes" sin juicio o acceso a un abogado es una antigua decisión adoptada para romper huelgas. El expediente legal del gobierno de 27 de agosto en el caso del "enemigo combatiente" Padilla, se basa en gran parte en Moyer vs. Peabody, un caso de la Corte Suprema que data de 1909.
El caso involucró a Charles Moyer, presidente de la Federación Occidental de Mineros, un combativo sindicato de Colorado que luchó por reformas tan radicales como condiciones seguras de trabajo, el fin del trabajo infantil, y el pago en dinero en vez de vales de la compañía. Como parte de los esfuerzos concertados para aplastar el sindicato, el gobernador de Colorado había declarado un estado de insurrección, llamado a la milicia estatal, y detenido a Moyer durante dos meses y medio sin causa probable o proceso legal debido.
En una opinión que respetó obsequiosamente al poder ejecutivo (utilizando la metáfora del "capitán del barco"), la Corte Suprema de EE.UU. mantuvo la detención de Moyer. Razonó que ya que la milicia podría incluso haber disparado contra los huelguistas (o, en los términos de la Corte, la "turba insurrecta"), cómo podía Moyer quejarse por una simple detención. El gobierno cita ahora el caso en el expediente de Padilla para argumentar que si el gobernador de un estado puede hacer algo, el presidente lo puede hacer mejor. Como observa Mariner, lo próximo que van a citar son los precedentes del internamiento de los japoneses.
Ante nuestros ojos, como lo describe hoy el antiguo alto analista de la CIA Bill Christison en Counterpunch, el espantoso Rumsfeld, que ha suplantado a Powell como Secretario de Estado, haciendo declaraciones públicas que contradicen la política oficial de EE.UU. sobre los asentamientos y sobre la ocupación israelí de Cisjordania y Gaza, está imponiendo la formación de todo un nuevo brazo de operaciones clandestinas del gobierno. Rumsfeld ha solicitado al Congreso que autorice un nuevo Secretario Adjunto de Defensa que supervise todos los aspectos de inteligencia del Departamento de Defensa (DOD), solicitando también que se dé más flexibilidad al DOD para la realización de operaciones clandestinas. Si se suma esto a la erosión o eliminación directa de la ley de Posse Comitatus de 1878, que prohíbe todo rol militar de EE.UU. en el mantenimiento del orden en el interior, ya vemos más claramente la silueta del gobierno militar en la bola de cristal.
Los terroristas en esos aviones de hace un año tenían motivos específicos de queja, todos disponibles para su estudio en los discursos y mensajes de Osama bin Laden. Querían que las tropas de EE.UU. se fueran de Arabia Saudí. Consideraban a EE.UU. como un patrocinador y financiero primario de Israel en la opresión de los palestinos. Clamaban contra las sanciones que oprimen a la población civil de Irak.
Un año más tarde, las tropas siguen en Arabia Saudí, el respaldo de EE.UU. para Sharon es más frenético que nunca y los planes para un blitzkrieg contra Sadam Hussein comienzan generalmente con una campaña de bombardeo de saturación que devolverá a los civiles de Irak a las peores miserias de principios de los años 90.
El terror contra los estados proviene del mantillo de la frustración política. Vivimos en un mundo en el que cerca de la mitad de la población del planeta, 2.800 millones de personas, viven con menos de dos dólares al día. Los 25 millones de personas más ricas de EE.UU. reciben más ingresos que los 2.000 millones de personas más pobres del planeta. Durante el año pasado las condiciones económicas del mundo han empeorado en general, con un potencial que en ninguna parte es más explosivo que en América Latina, donde Perú, Argentina y Venezuela están convulsionados por la crisis.
¿Está el mundo impresionado por el comandante en jefe de EE.UU.? En general la respuesta es NO. Pero las guerras requieren líderes, y para George Bush ha sido un temeroso deslizamiento cuesta abajo, desde el escueto desafío de la primera reunión conjunta de emergencia del Congreso, a las extrañas proclamas, hoy así, mañana asá, sobre un ataque contra Irak.
¿Puede algo impedir que esas proclamas acarreen su propio cumplimiento? Otra caída en Wall Street ciertamente lo postergaría, igual como una subida de los precios de la energía, si la guerra comienza, le dará un golpe en los riñones a la economía cuando menos lo necesita.
¿Cómo se podría interpretar un ataque contra Irak como un golpe contra el terror? La administración abandonó pronto, probablemente para lamentarlo más adelante, la afirmación de que Irak era un cómplice en los ataques del 11 de septiembre. Aparte del Afganistán de los talibanes, la nación que mejor hubiera podido ser acusada era Arabia Saudí, de donde provenían tantos de los terroristas de Al Qaeda en los aviones.
¿Sería una represalia un ataque contra Irak? Si degradara el papel de Arabia Saudí como productor primordial de petróleo, si indicara un desdén extremo hacia la opinión árabe, entonces sí. ¿Pero hay alguien que dude que si la administración Bush llega a derrocar a Sadam Hussein y a ocupar Bagdad, será un verdadero salto hacia lo desconocido, que reavivaría una vez más las ascuas del radicalismo islámico que alcanzó su apogeo a fines de los años 80, en cuya declinación los ataques del 11 de septiembre de 2001 fueron más un colofón que una obertura.
¿Se quedaría tan tranquilo Irán mientras las tropas de EE.UU. mandan en Bagdad. Y no sería el derrocamiento de Sadam el preludio de la caída de la monarquía en Jordania, seguida por el colapso de la Casa de Saud?
Los fanáticos islámicos pilotearon esos aviones hace un año, y aquí nos tienen con una aterradora alianza de fanáticos judeo-cristianos, unidos en sus sueños de recuperación de las Tierras Santas de Cisjordania, Judea y Samaria. ¿Guerra contra el terror? Estamos volviendo a mediados del siglo XIII, recomenzando donde el Príncipe Eduardo se quedó con su novena Cruzada, después que San Luis había muerto en Túnez con la palabra Jerusalén en los labios. 7 de septiembre de 2002
El correo de Alexander Cockburn es: counterpunch@counterpunch.org