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Internacional

21 de junio del 2002
Víctimas, enemigos, terroristas

Santiago Alba Rico

Quiero empezar enunciando un principio muy audaz, una diferencia que puede parecer muy atrevida y hasta subversiva; voy a sostener, para comenzar, que hay millones de personas que sufren en todo el mundo y no por masoquismo; es decir, que hay víctimas, que existen las víctimas y que en su mayor parte lo son de esas relaciones de produccion e intercambio de mercancías que llamamos capitalismo y de esos poderes que las gestionan que solemos denominar imperialismo.
Hay dos formas de concebir a la víctima: una religiosa- sacrificial y otra ético-moral. De la primera me ocuparé al final de esta intervención. Para entender la segunda hay que remontarse 2400 años atrás, al diálogo Platónico Gorgias en el que Sócrates discute con Calicles, un joven sofista y ricachón de la Atenas de hacia el año 420 a.C., que está furioso y sorprendido por los disparates que oye decir a Sócrates. Veamos las palabras de Calicles.
"En la mayor parte de los casos son contrarias entre sí la naturaleza y la ley. (...) En efecto, por naturaleza es más feo todo lo que es más desventajoso, por ejemplo, sufrir injusticia; pero por ley es más feo cometerla. Pues ni siquiera esta desgracia, sufrir la injusticia, es propia de un hombre, sino de algún esclavo para quien es preferible morir a seguir viviendo y quien, aunque reciba un daño y sea ultrajado, no es capaz de defenderse a sí mismo ni a otro por el que se interese. Pero, según mi parecer, los que establecen las leyes son los débiles y la multitud. En efecto, mirando a sí mismos y a su propia utilidad establecen las leyes, disponen las alabanzas y determinan las censuras. Tratando de atemorizar a los hombres más fuertes y a los capaces de poseer mucho, para que no tengan más que ellos, dicen que adquirir mucho es feo e injusto, y que eso es cometer injusticia: tratar de poseer más que los otros.
En efecto, se sienten satisfechos, según creo, con poseer lo mismo siendo inferiores. Por esta razón, con arreglo a la ley se dice que es injusto y vergonzoso tratar de poseer más que la mayoría y a esto llaman injusticia. Pero, según yo creo, la naturaleza misma demuestra que es justo que el fuerte tenga más que el débil y el poderoso más que el que no lo es. Y lo demuestra que es así en todas partes, tanto en los animales como en tpodas las ciudades y razas humanas, el hecho de que de este modo se juzga lo justo: que el fuerte domine al débil y posea más. En efecto, ¿en qué clase de justicia se fundó Jerjes para hacer la guerra a Grecia, o su padre a los escitas, e igualmente, otros infinitos casos que se podrían citar? Sin embargo, a mi juicio éstos obran con arreglo a la ley de la naturaleza. Sin duda, no con arreglo a esta ley que nosotros establecemos, por la que modelamos a los mejores y más fuertes de nosotros, tomándolos desde pequeños, como a leones, y por medio de encantos y hechizos los esclavizamos, diciéndoles que es preciso poseer lo mismo que los demás y que esto es lo bello y lo justo(483ª-484ª)".
Estas palabras de Calicles no son, como podríamos pensar, una audaz teoría nietzcheana destinada a provocar al auditorio; pertenecen a la idelogía dominante de la época. Es el pensamiento políticamente correcto durante la guerra del Peloponeso que enfrenta a Atenas con Lacedemonia (431-411 a. De C.).
Recordemos, por ejemplo, el debate sobre el destino de los mitileneos sublevados contra Atenas (427 a. De C.), tal y como nos lo transmite Tucídides; lo que se somete a la decisión de la asamblea es la propuesta de dar muerte no solo a los presentes sino también a todos los varones mitileneos mayores de edad y reducir a la esclavitud a niños y mujeres. La decisión se toma por mayoría y a mano alzada después de que Cleón y Diódoto defiendan posturas enfrentadas (III-36 a III-47).
Cleón defiende el exterminio de los mitileneos:
"... una democracia es un régimen incapaz de ejercer el imperio sobre otros pueblos" (III-37,1) "Los tres sentimientos más perniciosos para el imperio: la compasión, el placer de la elocuencia y la clemencia" (III-40,2) "La piedad (éleos), en efecto, es justo que sea el pago que se dé a quien estén animados del mismo sentimiento y no a gentes que no corresponderán con idéntica compasión y que, de necesidad, son siempre enemigos" (III-40,3).
"Porque si ellos (los mitileneos) han actuado correctamente al rebelarse, vosotros no deberíais ejercer el imperio (arché). Y si, aún sin tener derecho, pretendéis ejercerlo a pesar de todo, es menester que los castiguéis, en vuestro propio interés e incluso contra la equidad, o, en caso contrario, debéis renunciar al imperio y hacer el papel de hombres honestos lejos de todo peligro" (III-40,4) Por su parte, la respuesta de Diódoto no recurre, como podría pensarse, a los valores relativizados o cuestionados por Cleón.
No es la equidad ni a la honestidad ni a la piedad lo que está en juego:
"Ahora bien, yo no he salido a hablar para oponerme a nadie en defensa de los mitileneos, ni tampoco para acusarlos. Porque nuestro debate, si somos sensatos, no versa sobre su culpabilidad, sino sobre la prudencia de nuestra resolución. Si demuestro que ellos son plenamente culpables, no por ello os animaré a matarlos, si no resulta ventajoso; y si es que merecen una cierta disculpa, tanto peor, si esta disculpa no pareciera un bien para la ciudad. Pienso que estamos deliberando más sobre el futuro que sobre el presente. Y en cuanto al argumento en el que insiste especialmente Cleón, esto es, que nuestro interés para el porvenir, con miras a un menor número de rebeliones, estriba en que impongamos la pena de muerte, yo, insistiendo a mi vez en nuestra conveniencia
para el futuro, sostengo la opinión contraria. Y os pido que, a causa del artificio de su discurso, no rechacéis lo que de útil se encierra en el mío. Al ser su discurso más justo desde la óptica de vuestra actual cólera contra los mitileneos, tal vez podrá atraeros; pero nosotros no estamos querellándonos contra ellos, como para que nos sean precisas razones de justicia, sino que deliberamos cobre ellos, para que nos reporten utilidad" (III- 44,1,2,3,4).
Algunos años más tarde, en el decimosexto año de la guerra - 415 a. de C.-, la isla de Melos, aliada de los lacedemonios, es amenazada por la flota ateniense, la cual envía a los melios embajadores antes de iniciar cualquier acción armada. Es el famoso diálogo de Melos(V-85 a 112), exordio de una de las grandes matanzas ejecutadas por los atenienses.
"Atenienses: En ese caso, pues, no recurriremos, por lo que a nosotros atañe, a una extensa y poco convincente retahíla de argumentos, afirmando, con hermosas palabras, que ejercemos el imperio justamente porque derrotamos al Medo o que ahora hemos emprendido esta expedición contra vosotros víctimas de vuestros agravios; pero tampoco esperamos de vosotros que creáis que vais a convencernos diciendo que, a pesar de ser colonos de los lacedemonios, no os habéis alineado a su lado, o que no nos habéis hecho ningún agravio; se trata más bien de alcanzar lo posible de acuerdo con lo que unos y otros verdaderamente sentimos, porque vosotros habéis aprendido, igual que lo sabemos nosotros, que en las cuestiones humanas las razones de derecho intervienen cuando se parte de una igualdad de fuerzas, mientras que, en caso contrario, los más fuertes determinan lo posible y los débiles lo aceptan".
Tras plantear con tanta claridad la base de cualquier negociación, lo embajadores atenienses continuan:
"Atenienses: (...) Ahora lo que queremos demostraros es que estamos aquí para provecho de nuestro imperio y que os haremos unas propuestas con vistas a la salvación de vuestra ciudad, porque queremos dominaros sin problemas y conseguir que vuestra salvación sea de utilidad para ambas partes".
E inmediatamente:
"Atenienses: Porque ninguna de nuestras pretensiones o acciones se aparta del pensamiento de los hombres con respecto a la divinidad ni de su voluntad respecto a las relaciones mutuas.
Pensamos, en efecto, como mera opinión en lo tocante al mundo de los dioses y con certeza en el de los hombres, que siempre se tiene el mando, por una imperiosa ley de la naturaleza, cuando se es más fuerte. Y no somos nosotros quienes hemos instituido esta ley ni fuimos los primeros en aplicarla una vez establecida, sino que la recibimos cuando ya existía y la dejaremos en vigor para siempre habiéndonos limitado a aplicarla, convencidos de que tanto vosotros como cualquier otro haríais lo mismo de encontraros en la misma situación de poder que nosotros".
Pero incluso el archidemócrata Pericles, luminaria de todos los futuros proyectos de democracia, se expresa así en un discurso destinado a contrarrestar el descontento de los atenienses tras la terrible peste del año 430:
"No penséis que luchamos por una sola causa, esclavitud o libertad, sino que también está en juego la pérdida de un imperio y el riesgo de sufrir los odios que habéis suscitado en el ejercicio del poder. Y a este imperio ya no es posible renunciar, si es que alguien, debido a su miedo en la presente situación o a su deseo de tranquilidad, pretende hacer el papel de hombre bueno a este respecto. Este imperio que poseéis ya es como una tiranía: conseguirla parece ser una injusticia, pero abandonarla constituye un peligro" (II-3,2).
(Con arreglo a estos valores, por cierto, los atenienses matarán sin juicio y arrojarán a un barranco al corintio Aristeo y a los embajadores lacedemonios Aneristo, Nicolao y Pratodamo (así como a otros acompañantes, según nos narra el propio Tucídides en II-67,4).
Estos discursos de Calicles, Cleón, los delegados atenienses en Melos y el gran Pericles suenan muy modernos, muy familiares, sobre todo después del 11 de febrero. Hace 2400 años no escandalizaban a nadie. O a casi nadie.
Porque es en este contexto de la guerra del Peloponeso, en el que se hacen asambleas para decidir democráticamente si se pasa a cuchillo a toda una población o se violan a sus mujeres o en el que se discute ardientemente con toda clase de artificios retóricos qué es lo más conveniente para el imperio ateniense, es en este contexto en el que se levanta la voz de Sócrates, al que se le ocurre decir la cosa más peregrina y más extravagante del mundo: que no se trata de saber qué es más conveniente para los atenienses sino más justo para los hombres. Y no contento con ello, dice una cosa aún más absurda y ridícula, la que tanto sorprende a Gorgias y Polo y tanto enfuerece a Calicles: se atreve a asegurar, como si fuese cosa indudable, que "es mejor sufrir una injusticia que cometerla".
Después de que Sócrates dijese estas palabras y Platón las escribiese, las cosas siguieron siendo lo que eran: siguió habiendo Imperios, violaciones y matanzas. Nada aparentemente ha cambiado: la fuerza ha seguido imponiéndose sobre la razón y el crimen sobre la justicia. Pero algo sí cambió. Porque, en contra de lo que pueda parecer, Sócrates convenció a todo el mundo:
convenció a los cristianos, convenció a los ilustrados, convenció incluso a los comunistas, hasta el punto de que hasta un corredor de bolsa, un policía o un banquero enseñan a sus hijos que es siempre mejor sufrir injusticia que cometerla. Así que en algún sentido podemos decir que vivimos también en un Imperio-Sócrates al mismo tiempo que en un Imperio-conveniencia. Ha seguido habiendo guerras, esclavitud, masacres, explotación porque el Imperio-Sócrates no es fuente de poder ni de decisión; si lo fuera la validez misma de esta fórmula se habría desvanecido, pues bastaría el convencimiento de todos –si el convencimiento tuviese poder- para que ya no hubiese ni víctimas ni verdugos. Pero si el Imperio Sócrates no es fuente de poder es en cambio fuente de legitimidad. Ya nadie –o casi nadie- se atreve a decir las cosas que decían Cleón o Calicles, que hay que matar a los débiles y a los feos o que hay que dejarse guiar por los animales, en cuyo reino el más fuerte se apodera sin resistencia de todo. La fuente del poder y la de la legitimidad se han separado. Y los que tienen el poder saben que la legitimidad es también un instrumento de poder.
Tan bien nos convenció Sócrates, tanto vivimos bajo el Imperio de su legitimidad, hasta tal punto nos persuadió de que es mejor sufrir una injusticia que cometerla, que desde entonces todo el mundo quiere ser víctima, todo el mundo quiere ser la víctima. O mejor dicho, todo el mundo quiere parecerlo, incluso los que verdaderamente lo son. O para afinar aún más: desde que vivimos bajo el Imperio Sócrates, los que manejan el otro imperio –el imperio económico y político, eso que hoy se llama capitalismo-, los que establecen programas de ajuste estructural en Argentina y Zimbabwe, los que bombardean Afganistán y Colombia, los que privatizan el agua y la luz dejando sin agua y sin luz California, Bolivias y Perú... en suma, los verdugos, los asesinos, los imperialistas, no pueden permitir que sus víctimas parezcan víctimas.
Se produce así un forcejeo: si existe –según el atrevido principio enunciado al comienzo- víctimas y verdugos, si hay una línea infranqueable entre la víctima y su agresor, una línea independiente del carácter, la formación y la moral privada de unos y otros, y si esta línea se traduce en una cierta forma de legitimidad o superioridad ético-moral, las víctimas tendrán tanto más interés en hacerse las víctimas cuanto más interés pongan los verdugos en desdibujar esta línea. Es decir, allí donde la fuente de poder y la fuente de legitimidad están separadas, los imperialistas utilizarán su poder para deslegitimar a las víctimas, para privarlas no sólo de su agua, sus tierras, su comida y sus vidas sino también de esta especie de superioridad moral socrática de la que hablábamos. Así, que el agresor tratará de borrar la distancia, de introducir grados o mediaciones, de acercarse a la víctima tanto como sea necesario para que ésta no lo parezca. La víctima, a su vez, reculará cada vez más lejos, para proteger su legitimidad, respondiendo así de alguna manera a los deseos del agresor.
Tanto hace recular el agresor a su víctima que acaba por no poder defenderse ni protestar ni gritar –ni siquiera llorar- sin deslegitimarse. Toda defensa es no ya un crimen semejante sino un crimen superior al de su agresor. Este procedimiento en virtud del cual el agresor trata de borrar la distancia en relación a su víctima es un procedimiento de contaminación o contagio. El agresor quiere contagiar su violencia a la víctima y su violencia es tan grande y su poder tan inmenso que acaba por encerrarla en una trampa mortal. En este contexto, toda respuesta por parte de la víctima suspende su superioridad socrática, toda respuesta es ya culpable.
Pondré un ejemplo tomado de La Ciudad de Dios de San Agustín (cuyas primeras páginas, por cierto, en las que demuestra que no hay ninguna diferencia entre los bárbaros y los romanos, habría que volver a leer). En el 410 (esta vez después de C.) los bárbaros de Alarico entraron a saco en Roma y, entre otras tropelías, violaron a unas cuantas monjas. Muchas de ellas, supervivientes, se sintieron tan degradadas, tan mancilladas que pusieron fin a su vida. Otras, en cambio, para escándalo de los zelotes de la época (el grupito llamado de los donatistas, fanáticos del martirio), se permitieron seguir viviendo. San Agustín sale en defensa de éstas últimas, recordando (como haría falta recordar todavía hoy a algún juez y a algún abogado en juicios por acoso sexual o violación) que suicidarse sería lo mismo que castigarse por un delito que habían cometido otros.
San Agustín utiliza expresamente la palabra "contaminación" para describir este mecanismo por el cual la víctima interioriza la violencia del agresor y se responsabiliza, de alguna manera, de ella. Los bárbaros y sus aliados zelotes pretendían obligar a asumir a las víctimas, en el colmo de la contaminación, que la supervivencia misma es ya una culpa. De este forcejeo entre verdugos y víctimas, en el que los primeros tratan de hacer recular a los segundos al extremo de la deslegitimidad mientras, tenemos un ejemplo aún más reciente: muchos judíos, después del Holocausto, se sentían culpables de haber sobrevivido; su supervivencia de alguna manera les igualaba a sus verdugos, les hacía cómplices de los nazis. Era como si, mientras la sensatez y el sentido común les recordaba "habéis sido expulsados, torturados, encarcelados, despojados de vuestros bienes y privados de vuestros seres queridos", los propios supervivientes no tuviesen ya bastante con esto para afirmar su superioridad socrática (su inocencia) y una voz perversa -instalada e incubada ahí por sus carniceros- les objetara con timbre ominoso: "Pero habéis sobrevivido".
Este contagiar la violencia, revertir sobre la víctima la culpa de los abominaciones que ha sufrido, es lo que los políticos, los periodistas y algunos intelectuales muy sutiles llaman matizar. El caso de Palestina es el más flagrante.
"Pero Israel es la única democracia de la zona". "Pero Arafat es un autócrata". "Pero el fundamentalismo es un obstáculo para la paz". Todas estas matizaciones tratan de borrar la línea entre víctimas y verdugos. Tratan de negar –con bastante éxito, por cierto- el único hecho que cuenta, el eje mayor del que todos los otros acontecimientos son meros accidentes, por muy terribles que se juzguen: la Ocupación. Mediante esta forma de contagio que algunos periodistas, algunos políticos y algunos intelectuales llaman "matizaciones" se viene, en resumen, a decir: pero vosotros os defendéis, pero vosotros estáis ahí, pero vosotros no estáis muertos. Los palestinos son culpables, sobre todo, de no haber sido completamente derrotados, de sobrevivir en esas condiciones terribles, son culpables de no estar muertos, de no haber desaparecido ya. Este procedimiento de contagio, de hacer recular a la víctima hasta el punto en que ya no puede ni resistir ni protestar ni gritar ni llorar, acaba por criminalizar la existencia misma. Los palestinos existen y su existencia misma es una agresión antisemita contra el Estado de Israel.
La trampa, se entenderá, es terrible, pero no voy a entrar aquí a analizarla, pues atañe más bien a una discusión diferente, a esa que se refiere al derecho a utilizar la violencia contra el agresor, derecho que en caso de Palestina no ofrece la menor duda (con los límites que Marwan Barguti, ahora encarcelado y torturado en Israel, marcaba en un artículo escrito dos meses antes de su secuestro: no a los atentados contra población civil en Israel, sí al uso de las armas en los Territorios Ocupados para defenderse del ocupante, lo que es completamente acorde a derecho según la Carta de la ONU). La trampa, en cualquier caso, la denunciaba Sartre en el prefacio a "Los condenados de la tierra" (obra que no es más que un minuciosísimo análisis de los mecanismos psicológicos de contagio de la violencia por parte del agresor al agredido). Si uno no resiste, es deshumanizado y aniquilado; si uno resiste, es contagiado y deslegitimado: éste es un poco el círculo vicioso en el que encierra a las víctimas la combinación del Imperio-Imperio (fuerza y economía) como fuente de poder y del Imperio-Sócrates como fuente de legitimidad.
El caso es que, bajo el Imperio-Sócrates, los gestores del Imperio-fuerza no pueden permitirse reconocer la condición de víctimas de sus víctimas. Sócrates introdujo los suficientes cambios en el mundo como para que –quizás Chomski tiene razón- incluso los americanos se rebelasen de inmediato si sus líderes, con la claridad palmaria de Cleón, Diódoto o Pericles, revelasen a la luz del día sus propósitos. Si –es decir- reconociesen que la "conveniencia" de la Nación produce víctimas en todos los rincones del planeta. Las víctimas, pues, no pueden ser víctimas.
Durante lo que se ha dado llamar la edad moderna, cuando la clase dominante de un país quería apoderarse de otro país, justificaba la rapiña y las matanzas convirtiendo a los habitantes de ese otro país en enemigos. Este recurso ha sido el más frecuente: las víctimas dejan de ser víctimas y se convierten en enemigos.
Pero el estatuto de enemigo tiene un problema. Es verdad que al enemigo se le puede demonizar. Se ha hecho en todas las guerras. La historiadora belga Anne Morelli nos da numeros ejemplos recientes en su más que recomendable obrita "Principios elementales de la propaganda de guerra". Durante la primera guerra mundial, por ejemplo, los periódicos alemanes contaban fantasías diabólicas acerca de los franceses y viceversa. Lo mismo ocurrió entre japoneses y chinos o, todavía hoy y desde hace cincuenta años, entre indios y pakistaníes. Pero el enemigo también es susceptible de ennoblecimiento, especialmente si ya se lo ha derrotado. Tito Livio reconoce la grandeza de Anibal, a los ingleses les encantaba exaltar la pericia estratégica de Napoleón y, durante la guerra fría, Occidente no dejó de rentabilizar ideológicamente el valor, la inteligencia y la capacidad de resistencia de los rusos.
Pero con el enemigo, sobre todo, se negocia. La categoría de enemigo no es la categoría política, como quería Carl Scchmitt, peri sí que es una categoría política. La categoría de enemigo introduce la política de la peor manera, pero introduce la política. Y esto es lo que no se puede permitir. Como de lo que se trata es de no negociar, la víctima, a la que no se puede reconocer como víctima, tampoco puede ser un enemigo.
La víctima, pues, no puede ser víctima, pero tampoco puede ser un enemigo para no tener que negociar con ella. ¿Qué será entonces? ¿En qué habrá que convertirla para situarla fuera de toda negociación? ¿Qué es lo que estará fuera de toda negociación en un mundo en el que se proclama como principio rector la Declaración Universal de los DDHH y en el que el derecho, pues, no tiene más límite que la Humanidad misma? Es evidente: lo que no es negociable es la Humanidad, la Universalidad misma. Por lo tanto la víctima, fuera de la Humanidad, pertenece a una especie de contra-universalidad no asimilable: el Mal Absoluto. La víctima se convierte así en "terrorista".
Identificar a la víctima con el mal absoluto tampoco es nuevo; al contrario, es pre-moderno. Ya hemos visto las palabras de Cleón acerca del peligro de demostrar piedad a quien no es un "igual". Pensemos en los procesos medievales de la Inquisición o en las justificaciones ontológicas del exterminio de los indígenas en América. Pero después del 11-S ese discurso ha cobrado nueva fuerza... lo que, quizás, a la larga –paradójicamente- no sea compatible con el mantenimiento del Imperio-Sócrates como fuente de legitimidad.
El 12 de septiembre, John Gibson, locutor de la cadena estadounidense Fox declaraba ante las imágenes del atentado de Nueva York: "Miles de personas han creído distinguir en el humo una forma siniestra. Algo que se parece al rostro de Satán con su barba, sus cuernos y una horrible expresión amenazante". El día antes, ese mismo presentador, había comentado así la criminal destrucción de las torres gemelas: "Pocas veces la humanidad ha tenido una oportunidad como ésta de experimentar el Mal Absoluto en toda su pureza: gente que no conocíamos ha asesino a miles de personas que conocíamos". Dejemos a un lado los comentarios acerca de esta caracterización tribal del Mal:
nosotros nos conocemos recíprocamente y por eso somos buenos; los malos son malos porque no se conocen entre sí; el conocimiento mutuo es una característica humana, matriz de toda sociabilidad; los agresores, que al contrario que nosotros no se conocían entre sí (y que, por tanto, tampoco nos conocían a nosotros), no son humanos.
En este mismo sentido, se han citado hasta la saciedad los discursos de Bush tras los atentados: la lucha entre el bien y el mal, la victoria de los buenos sobre los malos, el famoso "eje del Mal" contra el que incluso las armas nucleares estarían permitidas. Pero –mucho más inquietante- no sólo presentadores o políticos de ultraderecha han comenzado a explotar y legitimar este tipo de binarismos metafísicos incompatibles con la forma misma de la democracia (y con el Imperio-Sócrates). Pensemos, por ejemplo, en "el manifiesto de los sesenta" firmado en diciembre del 2001 por algunos intelectuales y universitarios estadounidenses ("conciencia moral de la Nación"), entre los que se encontraban Fukuyama, Hungtington y Walzer entre otros. Es curioso comprobar hasta qué punto este pedante, torpe y tediosísimo alegato a favor de la guerra, con ser más sofisticado, reproduce punto por punto la lógica del citado discurso de Cleón (destinado, lo recuerdo, a condenar a muerte a todos los habitantes de Mitilene y reducir a la esclavitud a sus niños y sus mujeres). El manifiesto comienza afirmando la coincidencia entre los valores "americanos" y los valores universales, resumidos en cuatro puntos: todos los hombres son iguales por naturaleza, todos son depositarios de valores morales universales, todos buscan naturalmente la verdad y todos, en consecuencia, habida cuenta de la imperfección de nuestro conocimiento individual, deben inclinarse a la tolerancia, el debate y la negociación. Pero cuando, como ocurrió en el caso de los asesinos de Nueva York, "el agresor está movido por una hostilidad implacable, si su objetivo no es negociar, entonces el uso de la fuerza está justificado". Los terroristas de Nueva York mataron por matar, sin móvil y sin propósito; y con gente que no quiere negociar, pues, no se puede negociar. Eso hombres no son nuestros "iguales" y no merecen piedad, según el argumento de Cleón. Mataban por matar; no buscaban, pues, la verdad ni son depositarios de valores universales. Luego no son humanos. Son el Mal. Y contra el Mal es posible entablar una "guerra justa".
Pero también en la vieja Francia y como haciéndose eco del discurso harmatiológico de sus colegas estadounidenses, podíamos leer al intelectual-estrella Alain Finkielkraut, el pasado 2 de mayo, hacer las siguientes declaraciones a la publicación Le Point: "Una de las características inherentes a nuestra tradición filosófica es la incapacidad para concebir un mal radical, pero los Verdes llevan esta incapacidad a su paraxismo.
Sufren una especie de rousseaunianismo desbocado: la idea de la bondad natural del hombre, la de que las instituciones son las únicas culpables, la de que sólo los opresores son criminales, puesto que todo el mal de la tierra procede de la opresión. Así atribuyen la responsabilidad de los atentados del 11 de septiembre a América y su superpotencia, el horror de las bombas humnas en Israel a la política de Sharon y la violencia en las ciudades a una sociedad cruel y ella misma violenta". Después de escoger tan cuidadosamente sus ejemplos, Finkielkraut acaba con esta advertencia dirigida a la izquierda: "Mientras no admitáis, buenas gentes, que existe el mal absoluto, que la naturaleza es "malvada", mientras la izquierda rousseauniana siga rechazando estas evidencias, no podréis hacer una buena política".
Finkilkraut escoge muy bien, como hemos visto, los ejemplos:
las Torres Gemelas y Palestina. Acontecimientos absolutos, fuera de la historia, violencias a-históricas: todas las violencias de EEUU son relativas, históricas, son errores políticos, como sostienen los firmantes del manifiesto de los sesenta, pero el atentado de NY, como el Holocausto, dibuja la irrupción vertical de algo que no es de este mundo, que no tiene causa, que no puede ni siquiera pensarse sin relativizarlo y convertirse de algún modo en un cómplice. Nada justifica ni los atentados ni el holcausto, pero los atentados y el holocausto justifican en cambio todo. Los 3000 muertos de NY justifican los 3752 muertos civiles de Afganistan, que sin embargo no podrían justificar nunca un nuevo atentado.
Terrorismo y antisemitismo –como dos sinónimos de un pecado irredimible igualmente funcional- introducen una especie de causalidad retrospectiva. Contra los que se niegan a aceptar la idea de mal absoluto y ,por lo tanto, de algún modo lo apoyan o alimentan, todo está permitido, todo es justo. Si el gobierno norteamericano devastó Filipinas, Vietnam, Camboya, si mató de hambre a Nicaragua y a Irak, si dio golpes de Estado en Guatemala, Chile y Argentina y financió, entrenó y armó a los más terribles carniceros del planeta, fue porque unos terroristas iban a derribar las Torres Gemelas de NY. Si un palestino llora mientras lo mata un soldado israelí, su llanto es antisemita y por lo tanto Israel ha ocupado su tierra, ha dinamitado su casa y ha acabado por matarlo porque iba a llorar mientras le mataba. Al periodista Robert Fisk –según cuenta en un reciente artículo- lo han amenazado de muerte decenas de sionistas fanáticos, entre otros el actor John Malkovich, en los términos más crueles y brutales (amenazas vertidas para responder a su manera a la "crueldad" y la "brutalidad" de los terroristas) porque es mucho más grave, ya se sabe, el hecho de que el Mal Absoluto analice, objete y critique que el de que el Bien Absoluto asesine.
Esta lógica de definir una fuerza con la que no se puede negociar, contra la que todo está permitido, que habría sencillamente que raer de la faz de la tierra como obstáculo a la supervivencia misma del bien, la civilización y la humanidad misma, lleva por su propio peso a la "guerra justa" de Michael Walzer, otro firmante del manifiesto. Lo justo reemplaza a lo jurídico como forma de regulación de los conflictos.
Esta es la paradoja brutal que suspende de algún modo el Imperio-Sócrates: querer dar estatuto jurídico a la categoría de Mal, a la categoría de lo innegociable, a esa fuerza contra lo que todo está permitido: pues el derecho consiste precisamente en garantizar unos límites, incluso o sobre todo en el trato dispensado al transgresor, es decir en garantizar en todo momento que el transgresor permanece en los límites de la humanidad; en no permitir, en suma, que el acusado se excluya de la humanidad.
En este sentido, mucho más grave que el bombardeo de Afganistán son las medidas que, desde el 11 de septiembre, se vienen tomando en todo el mundo (EEUU, sí, pero también la UE, Perú, India, Canadá, etc.) para legalizar o incluso juridizar la relación con los miembros de una categoría extra-jurídica, metafísica, ontológicamente irreductible, contra los que no se necesitan pruebas fehacientes y a los que puede negarse, por tanto, un proceso jurídicamente garantista. En un artículo publicado en el número de febrero de Le Monde Diplomatique, John Brown alertaba sobre la batería de leyes de excepción que se han venido tomando tras los atentados de NY, leyes (como la Patriot Act o la nueva legislación antiterrorista europea) que sustituyen el principio de derecho penal "nullum crimen sine lege; nulla poena sine lege" (ningún delito sin ley, ninguna pena sin ley), fundamento de todo Estado de Derecho, por el principio "nullum crimen sine poena" (ningún delito sin castigo), que permite un margen de interpretación discrecional de la ley en virtud de intereses o argumentos para-jurídicos incompatibles, por tanto, con la división de poderes. Ese principio –nos recuerda Brown- es precisamente el que rigió la doctrina del derecho penal nazi, que –en nombre, como hoy, de la seguridad- pasó a fundamentarse desde 1935 en el así llamado "principio de analogía". "En una interpretación analógica", dice Brown, "cualquier acto podría efectivamente ser asimilado a otro constitutivo de infracción en virtud de alguna propiedad o relación interna común a ambos actos", pero así "el contenido y el carácter obligatorio de la ley quedan sustituidos por la excepción permanente, pues el Estado de seguridad Nacionalsocialista se reconoce y define como Estado de excepción permanente, frente al Estado de derecho y su normalidad legal".
Este principio de analogía ya rige de algún modo nuestra vida cotidiana desde hace siete meses y su aplicación puede llevar a no distinguir entre lanzar un huevo o una bomba si ambos actos persiguen subvertir el orden existente o a fichar policialmente a miles de turistas según un criterio de nacionalidad. Como sabemos, la única persona formalmente acusada por los atentados del 11-S, Zacaría Massaoui, un ciudadano francés de origen marroquí detenido antes de los acontecimientos y para el que el fiscal Aschcroft ha pedido ya la pena de muerte, lo ha sido en virtud de este principio:
las únicas pruebas existentes contra él son que estudiaba en una escuela de aviación como los secuestradores aéreos y que, como ellos, es árabe y musulmán. Fatal analogía que le puede llevar a la silla eléctrica.
Volvemos así, pues, a un mundo pre-moderno o pre-socrático, donde se restablece la concepción religiosa o sacrificial de la víctima. Recordemos este concepto. La víctima debe ser pura, completa, sin mancha. Abel sacrificaba buenas ovejas; el Levítico exluye a los animales mutilados o enfermos o mal formados; y en la mitología griega, Agamenón, de vuelta a su patria, sacrifica a su hija Ifigenia para superar la resistencia de los dioses porque ella es la más pura, la más inocente, la más perfecta de los presentes. Dos cosas caracterizan a la víctima sacrificial: por un lado, no le falta nada, es perfecta.
Si la víctima socrática es inocente sencillamente porque no es ella el asesino, porque ha sido asesinada, la victima sacrificial es inocente, debe ser inocente antes de ser asesinada. Si la víctima socrática es superior tan sólo porque no ha matado, la religión sólo admite como víctimas aquellas ofrendas definidas (en el seno de la cultura respectiva) como superiores. Por otro lado, lo que caracteriza a la víctima religioso-sacrificial es que es un "medio", un instrumento de propiciación. Es útil. La víctima sacrificial precisamente justifica ciertos actos que no eran justos del todo o permite corregir el curso de los acontecimientos, propiciándose una voluntad hasta entonces adversa. La víctima sacrificial, en este sentido, se convierte en el medio superior de una finalidad superior; deja de ser, en cuanto que hombre, un fin en sí mismo, como en el concepto socrático, para manifestar una superioridad ya adquirida en orden a un fin trascendente. Por eso algunos de los afectados por la tragedia, como Philis y Orlando Rodríguez, padres de una de las víctimas de NY, escribieron a Bush para decirle que no podía bombardear Afganistán en nombre de su hijo: querían conservar para él al menos la condición socrática de las víctimas de verdad, la superioridad socrática sobre las víctimas sacrificiales utilizadas, como puros medios político-religiosos, para legitimar un presunto diseño superior.
Pero por eso también las víctimas de Afganistán, del FMI, de Irak o de Palestina no son víctimas. No están completas, les falta algo desde este punto de vista sacrificial. Son inútiles.
¿Qué les falta? Les falta dinero para ser víctimas; les falta un pasaporte americano o europeo para ser víctimas; son seres incompletos, fallidos, indignos de los dioses. Se les puede matar, sí, porque están por debajo de toda categoría, pero no se les puede sacrificar, es decir, no se les puede hacer sagrados.
Aún más: este mundo religioso-sacrificial, pre-moderno y pre- socrático implica la idea precisamente de que la desgracia, el dolor, la pobreza me hacen indigno del sacrificio. La desgracia es un delito. La desgracia debe ser castigada –o al menos rechazada fuera de la vista, como un obstáculo para la relación con los dioses. El ser incompleto no sólo no merece compasión:
precisamente porque está incompleto, porque es indigno de ser sacrificado, debe ser apartado o silenciado o destruido sin contemplaciones. Se vuelve así a la vieja identificación, superada intermitentemente desde Sócrates, entre delito, pecado y enfermedad. Es así como caracterizan las sociedades primitivas al enemigo interno: el desgraciado es culpable de serlo y además agrede al conjunto de la sociedad con su desgracia; merece por tanto la incomunicación y la muerte (baste pensar en el destino de los solteros entre los bororo o de los ancianos entre los chamula). El pobre no sólo no es una víctima (le falta dinero) sino que es una amenaza social.
Pienso ahora, por ejemplo, en el caso de Emilio Alí, que tan claramente prueba la inspiración antropológicamente primitiva del principio de analogía. Emilio Alí es un joven piquetero argentino dirigente de una asociación vecinal de desocupados que en agosto del 2000 fue detenido algunos días después de que, acompañado de 60 niños, mujeres y ancianos, negociase pacíficamente en una de los supermercados de la cadena TIA la entrega de bolsas de comida. En el juicio fue condenado a cinco años de cárcel por "extorsión y coacción" sobre la base del testimonio de una de las cajeras que aseguro, en efecto, haberse sentido "amenazada" por los hambrientos.
¿Llevaba Emilio Alí un arma? No. ¿Golpeó a alguien? No. ¿Robó algún artículo, rompió algún objeto o profirió amenazas? No. ¿Gritó al menos? Tampoco. La cajera se sintió amenazada por "su aspecto"; es decir, por aquello mismo que había justificado su acción: porque no tenía ni trabajo ni dinero ni comida y, en consecuencia, vestía como lo que era:
pobre. Y por pobre –amenaza terrible para los inocentes manifiestos- el juez le condenó.
Acabo. Es extraña la insistencia en tratar el 11-S como un tournant, como un "giro" histórico después del cual todo es completamente nuevo. La idea de novedad como etnocentrismo asociada al mismo tiempo al mito del progreso y a la renovación ininterrumpida de las mercancías. Todos (los occidentales) tenemos derecho a que cada uno de los momentos de nuestra vida sea nuevo, como nuestros cachivaches, a que cada minuto sea histórico, a que nuestra época sea el fin y el principio de algo. Tenemos derecho por nacimiento al Apocalipsis o la Parusía.
Pero vemos que la novedad del 11-s consiste más bien en haber restablecido un mundo mucho más viejo, mucho más antiguo. Es nuevo porque es mucho más primitivo que el que lo precedió.
Porque es pre-moderno y pre-socrático. Forma parte del capitalismo esta disolución de las diferencias:
destrucción/producción, cosas de mirar/cosas de comer, realidad/ficción, y ahora, desde el punto de vista de la gestión del conflicto interno, entre guerra/paz, civil/militar, delito/desgracia, inocente/culpable.
La disolución de las diferencias es a lo que llamamos barbarie. Pero no es ésta una barbarie conmo todas las barbaries del pasado, por muchos rasgos que comparta. Porque nunca los Cleones y Calicles del planeta habían acumulado tanto poder; un poder desmedido, fuera de toda medida, que no puede medirse, en efecto, desde el hombre sino desde el cosmos, como decía Hannah Arendt. Una desmesura. Creo que hay un mundo después de mi muerte, un más allá: este mismo mundo, en el que vivirán nuestros hijos. Nunca se alertará lo suficiente contra el peligro de vivir en un mundo otra vez primitivo (sin límites, dominado por categorías pre-jurídicas cristalizadas en un cuerpo social hipernómico) en un contexto tecnológico y económico de potencial destrucción generalizada. Pocos días antes de venir a Madrid para esta intervención, cayó en mis manos un viejo libro de ese genial filósofo gráfico argentino llamado Quino. En su última página, una gran viñeta mostraba, en medio del universo, al planeta tierra en forma de un globo mal atado con un cabo de cuerda. Sobre él, un niño escuchaba las noticias de la radio: "Han vuelto a fracasar en la ONU las negociaciones para prohibir los alfileres". Globalizar es también convertir el mundo en un globo, es decir, en una frágil bolsa de aire hinchada. Y hay ya demasiados alfileres en nuestro mundo.