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21 de junio del 2002
Traigan la silla para remontar a Bush Jr.
–EL IN-creíble Presidente que encoge –
Alexander Cockburn
Ya que han pasado treinta años desde Watergate, nos han ofrecido
una multitud de fotos de Richard Nixon, casi todas de cuando iba abandonando
su puesto. Fui uno de los que estuvieron felices cuando se fue, pero actualmente
estoy triste porque por razones obvias el Archivo Nacional nunca podrá
publicar los descarnados comentarios que Nixon hizo sobre el hijo del hombre
a quien hizo presidente del Comité Nacional Republicano.
Qué consternación hubiera sufrido el maligno genio político
al ver al ignorante ocupando el despacho oval que fuera perfumado por las maldiciones
de Dick. ¡Qué caída! De la maldición al barbarismo. Estoy
seguro de que el discurso de George W. tiene menos lastre obsceno que el del
veterano de la Marina y experimentado jugador de póker, pero es debido
a la pureza del imbécil converso. George W. tiene el vocabulario de un
niño de 12 años, aunque la mayoría de los de 12 años
tienen una comprensión infinitamente superior de los asuntos mundiales.
Nuestra prensa domesticada hace esfuerzos hercúleos por ocultar este
hecho, pero la verdad es que George W. Bush es el hazmerreír del mundo,
por el hecho obvio de que su máximo nivel de competencia era el de encargado
de relaciones públicas del estadio de Arlington, que como David Vest
señalara recientemente en Counterpunch, es el único trabajo
real que jamás haya tenido, antes de conocer a Ken Lay.
Nixon tenía políticas, estrategias. Bush tiene notas (a menudo
contradictorias) de su equipo, las que no muestra señales de comprender
durante más tiempo que los breves momentos en los que trastabilla por
ellas ante algún foro público.
Por ejemplo el Oriente Próximo. No hay que volver al año pasado.
Basta con considerar las últimas semanas, en las que Bush le dijo a Mubarak
que tenía esperanzas de un estado palestino, esperanzas que se desvanecieron
rápidamente cuando llegó su siguiente visitante, Ariel Sharon.
¿Durante cuánto tiempo puede el Secretario de Estado Colin Powell aguantar
la humillación de ser despachado de una ridícula misión
tras otra, incluso mientras el secretario de prensa, Ari Fleischer, (un hombre
que hace que Ron Ziegler, de los tiempos de Nixon, parezca George Washington)
le dice a la prensa que las declaraciones de Powell son irrelevantes en cuando
a expresiones de la política presidencial.
Edward Said lo formula bien en un artículo reciente: "Decir que él
y su alborotada administración 'quieren' algo es dignificar una serie
de arrebatos, espasmos, respingos, retracciones, denuncias, declaraciones totalmente
contradictorias, misiones estériles por diversos funcionarios de su administración,
y medias vueltas, con el estatus de un deseo general, que desde luego no existe.
Incoherente, excepto cuando llega a las presiones y agendas del lobby israelí
y de la Derecha Cristiana, cuyo jefe espiritual ha llegado a ser, la política
de Bush consiste en realidad de llamados a Arafat de que termine con el terrorismo,
y (cuando quiere aplacar a los árabes) de que algún otro, de alguna
manera, en algún sitio, produzca un estado palestino y una gran conferencia,
y finalmente, que Israel continúe recibiendo un apoyo total e incondicional
de EE.UU. incluyendo, probablemente, la terminación de la carrera de
Arafat. Fuera de eso, la política de EE.UU. espera a que sea formulada,
por alguien, de alguna manera, en algún sitio."
¿Irak? Fue el cenit del eje del mal. Después no lo fue, porque el Estado
Mayor dijo que sería difícil invadirlo. Ahora tenemos algo presentado
como una nueva política preventiva. ¿Qué tiene de nuevo? Durante
toda la guerra fría, la política estratégica de EE.UU.
nunca dejó de lado la posibilidad de un ataque preventivo contra el enemigo.
Se nos dice ahora que la CIA (sí, la misma agencia que acaba de cometer
el peor embrollo de su historia) debiera tratar de matar a Sadam, sobre la base
de que si hace algo para evitar que lo mate la CIA, eso podría ser interpretado
como una agresión, mereciendo el asesinato. No importa que EE.UU. haya
estado tratando de matar a Sadam desde 1991, que haya tratado de montar golpes
en su contra durante la primera mitad de los años 90, terminando por
concluir que era imposible y que lo mejor que podía hacer era lanzar
algo de dinero a grupos como el Acuerdo Nacional Iraquí. Todo eso no
importa. Acaba de ocurrir un ataque terrorista contra la embajada de EE.UU.
en Karachi que mató a once (otro fracaso importante de la inteligencia,
¿cierto?) y el régimen Bush (hasta que saquen a secar a Ashcroft) trata
de cambiar el tema con sonoras bravatas sobre la captura de un violador en grupo
puertorriqueño que sacó un diseño de una bomba H de Internet,
y con una "nueva" decisión para que la CIA liquide a Sadam.
¿Y qué pasa con la seguridad nacional? ¿Debiera haber despedido hace
tiempo a los directores del FBI y de la CIA, junto con ese lunático Clarke,
un comisario del terror de la Casa Blanca, bajo Clinton y Bush? Claro que sí.
¿Debiera haber nombrado una comisión para reorganizar las agencias de
inteligencia de EE.UU.? Claro que sí. Pero aquí estamos en junio
de 2002 y todo lo que tenemos es una proposición para crear una nueva
sopa de letras de agencias que se preparan para pasar la próxima década
pugnando por temas burocráticos y presupuestarios.
La última vez que Bush estuvo en Europa, un periódico alemán
publicó un titular en primera plana anunciando la audaz nueva visión
de Bush. Y dejó el resto de la página en blanco. Los europeos
son una pandilla altanera, llena de amor propio, pero esta vez dieron en el
clavo. El líder del Mundo, libre y no libre, simplemente no tiene nivel.
No está calificado para el puesto. Nunca lo estuvo. Y eso significa que
al Mundo, libre y no libre, lo esperan muchos problemas. Nixon por lo menos
sabía lo que estaba haciendo, motivo por el cual el mundo le tenía
miedo. Cuando el mundo no se ríe de George W. Bush, es porque le tiene
miedo porque sabe que no tiene idea. Es verdaderamente aterrador.
Autor: Alexander Cockburn, Counterpunch, 18 de junio de 2002
Traducido para Rebelión por Germán Leyens